jueves, 17 de octubre de 2013

La "Madera de orilla" de María Antonieta Flores


...A continuación la entrevista que, a propósito de su nuevo libro, le hiciera el periodista Daniel Fermín para El Universal.



La escritura de María Antonieta Flores (Caracas, 1960) está vinculada a la vivencia íntima. El nuevo libro de la poeta venezolana, Madera de orilla(publicado por editorial Eclepsidra), surge de una historia de amor que se conecta con la violencia y la injusticia propias del contexto centroamericano. 

La autora ya tiene algunos años con la poesía de amor. Su obra está marcada por el Eros. "Cuando me preguntan por las influencias, pienso más en la influencia que los amores han tenido en mi escritura (...). Pienso en las imágenes para comunicar esa experiencia amorosa, que me vincula con otra realidad que al mismo tiempo es mi propia realidad", dijo la escritora, que ya tiene otros cuatro libros por publicar.

Madera de orilla no es un despecho, tampoco un abandono. "Sólo veo que vivo en una sociedad donde, de alguna manera, todos estamos abandonados. Pienso en los enfermos, en los niños de las escuelas. No definiría el libro desde el abandono, este es un libro de amor. Y través de ese amor personal me puedo vincular también con una vivencia colectiva".

Ante esa realidad nuestra en la que se siente el desamparo, pareciera que sólo la poesía, o la literatura, puede ayudarnos a resistir desde su orilla. "Nos coloca también en una orilla existencial porque no te puedes hacer partícipe del poder desde la poesía. Nunca te pone en un centro hegemónico, o de realizaciones narcisistas, que muchas veces la gente busca en ese discurso", agregó Flores, que evita la palabra deseo en sus poemas.

La omisión del "que" es otra de las características en parte de la obra de la magíster en Literatura Latinoamericana. Como José Antonio Ramos Sucre. "Es un trabajo discursivo que hago. Yo en ningún momento me lo planteé, pero a medida que pasan los años, y va escribiendo, uno se plantea retos, así como eliminar palabras". 

María Antonieta Flores se siente ya madura al escribir. Siempre se exige un poco más. "Mi escritura ha madurado conmigo porque si me quedo en un estadio que no tiene que ver con mi vivencia actual no le veo mucho sentido a escribir. Porque la escritura acompaña la vida de quien escribe. Nunca lo he visto como algo ajeno a mí sino que es parte mío", concluyó la escritora. Su poesía ya es de los lectores. 

domingo, 13 de octubre de 2013

Alice Munro, una cuentista que no defrauda

...Cuando se anuncia el ganador de un Premio Nobel de Literatura muchas luces se encienden y apuntan en dirección al autor y su obra, permitiendo una mayor proyección de su trabajo. En la edición de 2013 resultó premiada Alice Munro, cuentista por naturaleza. El siguiente trabajo, tomado de la Revista Espéculo, analiza la narrativa de la escritora canadiense y concluye afirmando: “Más allá de los rasgos que caracterizan los relatos de Alice Munro, hay algo que debe ser subrayado y que sus lectores saben: nunca defrauda”.



Cuenta Nabokov [1] que en cierta ocasión un editor le dijo que cada escritor lleva grabado un número, que es el número de páginas que será el máximo de todo libro que escriba. El de Nabokov era el 385.
¿Qué número -podríamos preguntarnos- le correspondería a la narradora canadiense Alice Munro? Si nos atenemos al sentido exacto de lo escrito por Nabokov, el 70 ó el 80 sería el adecuado, ya que es el total de páginas de sus relatos más extensos. Ahora bien, si juzgamos por la extensión más frecuente de lo publicado, su terreno es el de las distancias medias: entre las 30 y las 40 páginas. La sutil o evidente relación entre algunos de sus relatos no debe dar pie a confusiones [2]. Alice Munro es, por voluntad propia, por preferencia estética, una narradora de cuentos y su dedicación al género es absoluta. Un género que ha sabido adaptar a la medida de su aliento creativo y en el que ha perseverado con convicción y modesta seguridad.
I like looking at people’s lives over a number of years without continuity. Like catching them in snapshots. And I like the way people relate, or don’t relate, to the people they were earlier.... I think this is why I’m not drawn to writing novels. Because I don’ see that people develop and arrive somewhere. I just see people living in flashes. From time to time.
(Me gusta contemplar la vida de la gente a lo largo de una serie de años sin continuidad. Como si los captara en instantáneas. Y me gusta la forma en que la gente guarda relación o no con quien era anteriormente..... Creo que esa es la razón por la que no me atrae escribir novelas. Porque no veo a la gente en un desarrollo que llega hasta algún lugar. Sólo veo a la gente viviendo a fogonazos. Entre un momento y otro.). Alice Munro [3]
Alice Munro es considerada hoy en día, en su país y fuera de él [4], como una de las maestras del cuento [5] y como tal ha sido galardonada con numerosos y autorizados premios [6]. En 2009 obtuvo el Premio
Sus circunstancias biográficas [8] y la declarada influencia literaria de narradoras como Eudora Welty, Katherine Anne Porter, Katherine Mansfield, Elizabeth Bishop, Flannery O’Connor o Carson McCullers incidieron también en su inclinación por el relato breve. Asimismo, debemos tener en cuenta que hablamos de un género con gran vitalidad en la literatura canadiense, y que numerosas escritoras (nacidas o afincadas en Canadá) han contribuido a consolidar en su país: Isabella Valancy Crawford, Ethel Wilson, Margaret Laurence, Mavis Gallant [9], Audrey Thomas, Margaret Atwood [10], Marie-Claire Blais o Sandra Birdsell, entre otras [11]. Con todo, Alice Munro ha declarado en diversas ocasiones no ser consciente de influencias literarias canadienses en su obra. Conoce y admira la narrativa de su país, pero no ha sido importante para ella.
Sin desbordar el género en el que voluntaria y decididamente compite, Alice Munro tiene sin embargo el talento de una corredora de fondo. No es, en ningún caso, una velocista. Es decir, que siendo como es una escritora de cuentos, sus procedimientos se dirían similares en muchos casos a los de los maratonianos escritores de novela. Y tal vez sea ésta la razón de que la sintamos capaz de muchas más páginas.
Uno de los rasgos más sobresalientes de sus cuentos es la marcada atención al detalle, al matiz, siempre significativos y reveladores. Bastarían unos cuantos relatos de la autora para ilustrar un volumen sobre la importancia del detalle en la narración. No en vano, es considerada la escritora canadiense más proustiana. Autor, Proust, por el que se siente secundada (cualquier detalle es merecedor de atención). De esta forma, con gran precisión narrativa y sin prisa, construye las situaciones, los personajes y su concreto y particular entorno.


Flannery O’Connor escribió: El principio del conocimiento humano se da a través de los sentidos, y el novelista empieza donde empieza la percepción humana. El escritor atrae por medio de los sentidos, y no se puede atraer a los sentidos con abstracciones. Para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que está viendo realmente. Pero el mundo del novelista está lleno de materia, que es lo que los novelistas que empiezan están poco dispuestos a tratar. Están interesados principalmente en las ideas abstractas (…) en lugar de todos esos detalles concretos de la vida que hacen real el misterio de nuestra situación en la tierra [12].
Munro demuestra en su escritura tener bien aprendida esta lección, siempre atenta a los aspectos más físicos y tangibles de los objetos, deteniéndose especialmente en aquellos que forman parte del cotidiano entorno familiar y doméstico. No descuida sin embargo aquellos otros detalles (tangibles o intangibles, se atreve incluso con los más íntimos) que ponen de manifiesto la psicología y el carácter o que traducen emociones o sentimientos complejos. Unas veces procede (nunca prolija, siempre concisa y sutil) deteniéndose; el detalle puede llegar a convertirse en núcleo del relato, multiplicándose. Otras veces es suficiente con una pincelada, inteligente y precisa, rápida.
Este rasgo de la literatura de Munro tiene distintos alcances y, a su vez, concretas funciones como herramienta estructural de sus relatos.
Por un lado, muestra atención para con el lector, que ve, reconoce y recuerda a través de los detalles, y, al tiempo, crea la ilusión de un profundo conocimiento y una temprana familiaridad e intimidad con los personajes y su mundo (el lector cree conocerlos como conoce a los personajes de una novela). Familiaridad que en muchos casos el narrador presupone de antemano (y de la que parte) y que el lector debe ir adquiriendo; la autora ofrece suficientes elementos para que logre superar el reto.
En las primeras colecciones de Munro -como concluye María Jesús Hernández Lerena [13] en un estudio sobre sus relatos breves-, el relato iterativo consume al singulativo. Existe un narrador en primera persona que no sigue el curso de los acontecimientos, sino que está más “interesado” en dejar constancia de ciertas manifestaciones habituales de un grupo reducido de personajes. Modo que combinado con un ocasional uso del singulativo, siempre en un periodo muy limitado de la narración, permite que los personajes asuman momentáneamente proporciones exageradas o aspectos inusuales.
Los detalles son, por lo tanto, componentes necesarios en la construcción de los entornos rutinarios del relato estático (es en este contexto donde tiene cabida la llamativa tendencia de Munro a producir enumeraciones o listas). Se trata de elementos que ayudan a crear profundidad en las escenas, soportando de esta manera parte de la verticalidad, y, curiosamente, parte también de la horizontalidad, ya que lo iterativo llega a producir la sensación de continuidad y progresión temporal. Por otro lado, el detalle es a veces utilizado para iluminar el relato singulativo, el momento revelador.
El detenimiento minucioso no disminuye en las siguientes colecciones de relatos, en las que Munro experimenta progresivamente con la dislocación temporal, yuxtaponiendo varias líneas de tiempo y distintos espacios. En este caso, los detalles facilitan la labor asociativa y de reordenamiento que tiene que llevar a cabo el lector. La autora no sigue un recorrido biográfico sino que se concentra en un número reducido de momentos de vida singulares, hilvanados por un narrador omnisciente o por la memoria del personaje autodiegético cuya focalización íntima subraya los detalles.
Curiosamente, es en ocasiones también un detalle el que origina y mantiene el suspense del relato (El amor de una mujer generosa). Subrayado al principio de la narración, el lector espera y busca la causa de su importancia, no siempre desvelada en su totalidad. Munro ha demostrado ser también una maestra del suspense.
Otra de las características de corredora de fondo de Alice Munro es el largo alcance temporal. Tanto a través de la apariencia de continuidad del relato iterativo como a través del procedimiento estructural de yuxtaposición de distintos momentos (los intervalos cronológicos son en ocasiones muy amplios), consigue abarcar un largo espacio de tiempo. Las diversas instantáneas son elegidas y combinadas con suma inteligencia, distintos pasados y distintos presentes (el lector no sabe cuál debe tomar como principal) son suficientes para imaginar una vida completa, de la que no interesa el continuo seguimiento de la acción sino el análisis de situaciones y la creación de personajes.
En muchos de sus relatos podemos observar el transcurrir de largos tramos de vida, lo paradójico es que en ningún caso disminuye la abundancia y riqueza de información. Se da una perfecta combinación entre el alcance cronológico y la profundidad meticulosa, entre la escritura horizontal y la vertical. Sin duda, la herramienta fundamental para lograrlo (además de la economía) es la precisión, su asombrosa precisión narrativa y lingüística. La autora es también muy hábil a la hora de introducir sumarios (Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio) y maneja con inteligencia las elipsis temporales.
No debe sorprender por lo tanto el hecho de que sus relatos sean apropiados para la adaptación cinematográfica. Cada uno de sus cuentos contiene material suficiente para un largometraje [14].
Como puede desprenderse de lo hasta aquí comentado, Alice Munro no escribe atendiendo al principio del iceberg enunciado por Hemingway (Hay nueve décimos del bloque de hielo bajo el agua por cada parte que se ve de él). La alusión no es, de hecho, una herramienta estructural en sus relatos. Si algo caracteriza su escritura es precisamente (y esto no significa que siempre sea explícita, ni que se revele el misterio) que casi todo queda al descubierto, sin que por ello sus relatos se agoten en el argumento. Y si atendemos a lo afirmado por Ricardo Piglia -un cuento siempre cuenta dos historias [15]-, Munro suele proceder poniendo las dos historias boca arriba y en un mismo plano de importancia, de tal manera que el lector debe atender a ambas sin descuidar ningún detalle. Si bien, en ocasiones sabe narrar con maestría en dos planos simultáneos, una historia en la superficie y otra que discurre paralelamente por debajo. Un buen ejemplo de ello es el relato Poste y Viga.
Los cuentos de Alice Munro siguen la tradición chejoviana (nuestra Chejov, dicen sus compatriotas), pero este hecho da más cuenta de la omnipresencia de Chejov (el más influyente de todos los cuentistas, según Harold Bloom) que de la escritura de Munro. Sin embargo, la comparación, además de acertada, es útil para destacar otro de los rasgos que caracterizan la narrativa de la autora.
Nabokov consideraba que el léxico de Chéjov era pobre y su combinación de palabras casi trivial; el paisaje artístico, el verbo jugoso, el adjetivo de invernadero, el epíteto de crema de menta servido en bandeja de plata, todo eso le era ajeno. Chejov no fue un inventor verbal, como sí lo fue Gógol; su estilo literario acude a las fiestas en traje de diario. Tampoco estaba preocupado, como Turguéniev, por la raya del pantalón de la frase. Sin embargo, Chéjov conseguía dar una impresión de belleza artística muy superior a la de muchos escritores que creían saber lo que es la prosa rica y bella. Lo hacía manteniendo todas sus palabras a la misma luz moderada y con el mismo tinte exacto de gris, un tinte que está a medio camino entre el color de una empalizada vieja y el de una nube baja. La variedad de sus atmósferas, el centelleo de su ingenio arrebatador, la economía profundamente artística de sus caracterizaciones, el detalle vívido y el “desdibujarse” de la vida humana, todos los rasgos chejovianos típicos, ganan con estar saturados y envueltos de una borrosidad verbal levemente iridiscente. [16]
Alice Munro escribe sin exhibiciones ni énfasis retóricos, su preocupación está centrada en la precisión. Una precisión verbal y artística que al tiempo que delimita se expande en sutilezas y matices. Este es el tipo de destellos que, sin complicar la sencillez, caracterizan su prosa y sus relatos. Por otro lado, tiene buena mano y excelente oído para los diálogos. Como Chéjov, su traje también es el de diario.
Entre los rasgos que singularizan el mundo literario de Alice Munro, sobresale el hecho de que éste está habitado en su mayoría por protagonistas femeninos. La autora revela sus intrincados espacios secretos, ofreciendo la visión de un submundo bajo la vida familiar o conyugal estable, mostrando sentimientos y emociones complejos, profundizando en la psicología y el entorno de los personajes sin apartarse ni manipular la realidad (con frecuencia ha sido etiquetada como escritora realista). Mujeres casadas (se han casado jóvenes) o muchachas sin gran altura intelectual, sexualmente activas, con voluntarias ataduras familiares que no aceptan como único destino y que saben dejar al margen; mujeres atentas también a sus propios intereses, capaces de reconocer sus no del todo honrosas motivaciones; mujeres realistas y no siempre buenas; mujeres fuertes (no son el sexo débil ni son presentadas como víctimas), decididas, con tesón, y nunca estereotipadas (los sucesos tampoco son previsibles); mujeres que son conscientes de sus ambiciones futuras o perdidas (mujeres a veces brillantes); mujeres que atentas y receptivas a cualquier transformación o posibilidad de cambio, facilitan y aceptan la entrada de lo extraordinario en sus vidas sin arrepentimiento; mujeres deseosas de salir por un momento de su papel cotidiano de madres y esposas, mujeres que viven con la esperanza de la recompensa y la autoestima; mujeres que saborean momentos excepcionales, momentos inéditos e inesperados que en muchos casos sostendrán su realidad conyugal (la unión de lo cotidiano y de lo extraordinario es recurrente en la escritura de Munro). Mujeres, en fin, deseosas de porvenir y temerosas del porvenir. Mujeres en tránsito, entre una etapa y otra, que temen que nada cambie o que cambie. Mujeres que se niegan a creer que su destino ya está decidido, que ya no hay más que la realidad cotidiana, que lo que tienen es todo lo que hay, que en su vida no quede nada que ella o cualquier persona razonable no pueda prever.
Mujeres como Kath y Sonje (Yakarta):
Estas mujeres no son mucho mayores que Kath y Sonje. Pero han llegado a un punto en la vida que ambas temen. Han convertido la playa en un estrado. Sus responsabilidades, su despliegue de progenie, su carga maternal y su autoridad pueden aniquilar el brillo del agua, la perfecta cala con las ramas rojas de los árboles, los cedros que crecen torcidos sobre las altas rocas. Kath en particular siente su amenaza en mayor medida porque ella misma es madre. Cuando le da el pecho a su bebé suele leer al mismo tiempo, a veces fuma un cigarillo, para así no hundirse en el fango de la mera función animal. Y le da el pecho para poder encoger su útero y aplanar su estómago, no sólo para proveer al bebé -a Noelle- de los preciosos anticuerpos maternos.
No la echaron, pero de todas formas dejó el trabajo. Pensó que esto era lo mejor, ya que ella y Cottar habían previsto cambios para el futuro. Kath pensó que tal vez uno de esos cambios fuera un bebé. Tenía la impresión de que la vida, una vez se acababan los estudios consistía en una sucesión de nuevos exámenes que había que aprobar. El primer examen era casarse. Si una no lo había superado al cumplir los veinticinco años, ese examen habría sido, se mirara por donde se mirase, un fracaso. (Kath siempre firmaba como “la señora de Kent Mayberry” con una sensación de alivio y moderada euforia.) Luego venía lo de tener el primer bebé. Esperar un año antes de quedar embarazada era una buena idea. Esperar dos años era un poco más prudente de lo necesario. Y si pasaban tres años la gente comenzaba a extrañarse. Luego, antes o después, llegaba el segundo bebé. Después de eso, la progresión se volvía borrosa y era difícil estar segura de si una había llegado a dondequiera que fuera que estaba yendo.
Mujeres como Lorna (Poste y viga)
Lo que en realidad quería Lorna era dejarse de investigar y sentarse en el suelo en medio del cuadrado de linóleo. Pasarse horas sentada, no tanto mirando como sumergiéndose en la habitación. Quedarse en ese lugar donde no había nadie que la conociera ni necesitara nada de ella. Quedarse un tiempo largo, muy largo, volverse liviana, ligera como una aguja.
No era sino ahora, en aquel momento, cuando veía con claridad que había contado con que pasaría algo, algo que le cambiaría la vida. Había aceptado su matrimonio como un cambio mayor, pero no el último.
Mujeres como Nina (Consuelo)
No obstante, el recuerdo del beso de Ed. Shore detrás de la puerta de la cocina se transformó en un tesoro. El momento regresaba a ella cada Navidad, cuando Ed cantaba los solos para tenor de El Mesías en la Sociedad Coral. “Da consuelo a mi pueblo” le perforaba la garganta con agujas fulgurantes. Como si todo lo que ella era fuese reconocido, honrado e iluminado.
Eran dos seres sin campo intermedio, nada que separase la cortesía formal de la intimidad devoradora. Lo que durante tantos años había habido entre los dos se había mantenido en equilibrio gracias a esos matrimonios. Los matrimonios eran el contenido real de sus vidas; el matrimonio de ella con Lewis era a veces enconado y apabullante, indispensable contenido de su vida. Lo otro dependía de aquellos matrimonios, por su dulzura, su promesa consoladora. Era improbable que lograra mantenerse en pie por sí mismo, ni siquiera siendo los dos libres. Sin embargo tampoco era nada. El peligro radicaba en ponerlo a prueba, verlo derrumbarse y entonces pensar que no había sido nada realmente.
Mujeres como Meriel (Lo que se recuerda):
El hecho de que hubiera muerto no tuvo mucho efecto aparente en los ensueños de Meriel, si cabía llamarlos así. Aquellos en que imaginaba encuentros fortuitos o aun reuniones desesperadamente acordadas nunca habían tenido asidero en la realidad, de todos modos, y no fueron revisados porque él estuviera muerto. Tendrían que consumirse de una manera que ella no controlaba y nunca entendería.
Tal como estaba, repleta de felicidad, recompensada como seguramente no volvería a estar nunca, con cada célula del cuerpo henchida de autoestima.
Es preciso señalar, dado que el destino y la preocupación por el paso del tiempo es un tema que aparece una y otra vez en la obra de Munro (un tiempo siempre personal y vivido que se enreda con el cronológico), que entre las mujeres hay niñas y adolescentes con todas sus esperanzas depositadas en el futuro, un futuro dominado en su mayoría por la figura del hombre y el matrimonio, y esposas voluntariamente atrapadas en ese porvenir único. Sin embargo, Munro explora en muchos de sus relatos los cambios inesperados que se pueden experimentar en la vida (Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio; Ortigas; Yakarta). El destino se relaciona así con el deseo, con el temor, con la lucha, con lo imprevisto, con el azar y el juego. Los cambios son en ocasiones un mero deseo, o una posibilidad, o duran tan sólo unas horas, unos momentos o un instante aunque se recuerden toda la vida, pero a veces son un hecho: mujeres que se encuentran por azar ante un nuevo destino (Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio), o que abandonan el hogar familiar o el matrimonio, que huyen de la pobreza o que renuncian a la estabilidad social y a la solidez económica y cambian a otra vida simplemente mediocre (Ortigas; Queenie; Yakarta). Mujeres que llevan a cabo escapadas o huidas (Runaway es el título de una de sus colecciones de relatos) que en casi todos los casos suponen un cambio de lugar, de escenario. Escenario que en la literatura de Munro es recurrente: la provincia de Ontario. Ahora bien, tras estas escapadas (a veces huyen de sí mismas) no siempre se encuentra la satisfacción o la felicidad, ni el verdadero destino. Y en ocasiones se regresa de nuevo al lugar y se lleva a cabo un análisis, ni benévolo ni sentimental, un enfrentamiento de diversos tiempos (presentes y pasados) que se van yuxtaponiendo desde la íntima memoria narradora de la protagonista o desde una cada vez más dominada omnisciencia.
Muchos de los relatos de Munro tienen ese tono de revisión de lo ocurrido, y a través del recuerdo se busca el sentido, la memoria trata de dar significado. Desde el ahora hay sucesos que se convierten en singulares, incluso el significado de lo iterativo y rutinario viene con el tiempo. Y hasta ese ahora (que a su vez también se desarrolla) no queda el tiempo cerrado, y en ocasiones permanece abierto y no del todo explicado. De este modo, los relatos siguen fielmente los mecanismos de la memoria o el recuerdo: momentos que se singularizan, situaciones que se entienden, sucesos que no se explican del todo, cuyo significado puede permanecer siempre a media luz.
Como afirma el escritor Jonathan Franzen [17], podría pensarse que Alice Munro cuenta siempre la misma historia, o una historia con los mismos elementos recurrentes.
Here's the story that Munro keeps telling: A bright, sexually avid girl grows up in rural Ontario without much money, her mother is sickly or dead, her father is a schoolteacher whose second wife is problematic, and the girl, as soon as she can, escapes from the hinterland by way of a scholarship or some decisive self-interested act. She marries young, moves to British Columbia, raises kids, and is far from blameless in the breakup of her marriage. She may have success as an actress or a writer or a TV personality; she has romantic adventures. When, inevitably, she returns to Ontario, she finds the landscape of her youth unsettlingly altered. Although she was the one who abandoned the place, it's a great blow to her narcissism that she isn't warmly welcomed back -- that the world of her youth, with its older-fashioned manners and mores, now sits in judgment on the modern choices she has made. Simply by trying to survive as a whole and independent person, she has incurred painful losses and dislocations; she has caused harm.
(Esta es la historia que Munro cuenta una y otra vez: hay una muchacha brillante, sexualmente voraz, que ha crecido en el Ontario rural sin mucho dinero, con una madre enferma o que ha muerto y un padre maestro de escuela cuya segunda mujer es problemática. La chica, en cuanto puede, escapa de ese entorno gracias a una beca o mediante alguna decidida acción en su propio interés. Se casa joven, se muda a la Columbia Británica, cría a sus hijos y está lejos de ser del todo inocente de la ruptura de su matrimonio. Puede haber tenido éxito como actriz, como escritora o como celebridad televisiva; goza de aventuras románticas. Cuando, inevitablemente, acaba por regresar a Ontario, se encuentra con el paisaje de su juventud inquietantemente alterado. Aunque fue ella la que se marchó del lugar, es un golpe duro para su narcisismo no verse cálidamente recibida de nuevo y comprobar que el mundo de su juventud, con sus anticuadas maneras y costumbres, ahora se dispone a juzgar las opciones modernas por las que se decidió. Al intentar sencillamente sobrevivir como persona independiente y plena, ha incurrido en dolorosas pérdidas y dislocaciones; ha hecho daño.)
Sin embargo, cada vez que Alice Munro vuelve sobre esta historia encuentra más y más. Ninguno de los relatos la agota. Y lo sorprendente, tal y como afirma Jonathan Franzen, es lo que la autora puede hacer con poco más que su pequeña historia; la complejidad de las cosas dentro de las cosas parece ser algo sin fin. Cada situación es diferente y compleja, cada una presenta un mundo imaginario propio y distinto, con variedad de tiempos, perspectivas y procedimientos; cada relato explora una experiencia singular y amplía nuestro conocimiento de la naturaleza humana. Imposible, por lo tanto, tratar de resumir un relato sin desvirtuarlo, todo en la narración es significativo, y una temeridad pretenderlo con una o varias colecciones de cuentos. Cualquier intento está de antemano abocado al fracaso. No hay más que leerla. Y al hacerlo, el lector podrá comprobar cómo va llegando al final del relato y todavía no está seguro del significado de la historia, ni de cuál es la línea central (procedimiento que, como ya hemos dicho, mantiene el suspense). Es siempre, afirma Jonathan Franzen, en las dos últimas páginas cuando enciende todas las luces. Pero lo cierto es que esas luces no siempre lo iluminan todo.
Lo dicho hasta ahora puede dar pie a diversas e inevitables confusiones.
Podría suponerse que la literatura de Alice Munro es literatura para mujeres o literatura feminista o didáctica. En sus cuentos no hay actividad ideológica o misionera alguna, no hay actitud combativa, no hay lección, ni deben ser leídos como denuncia, tampoco hay convenientes discursos ni maquilladas declaraciones. A diferencia de otros narradores, por ejemplo de su compatriota Margaret Atwood, Munro no hace más que literatura (lo que no quiere decir que sus relatos dejen de reflejar sus preocupaciones). Ahora bien, hay pasajes (otros, no) que probablemente suscribiría con entusiasmo una feminista o escenas que una lectora pueda sentir más cercanas a su experiencia cotidiana; pero están ahí porque forman parte de la verdad y la singularidad de un personaje, no de un símbolo ni mucho menos de un estereotipo. Su obra muestra y revela un profundo conocimiento y comprensión de la naturaleza humana.
Aun a riesgo de abusar de Nabokov, volvemos a citarlo con el objeto de subrayar de nuevo la raíz chejoviana de los cuentos de Munro. En el relato La nueva dacha, Chéjov pone en boca de un viejo campesino lo que sería una verdad intocable para los radicales de su tiempo. Sin embargo, como afirma su compatriota, la intención de Chejov no es la instrucción.
(...) En una historia didáctica, sobre todo en una de esas historias cargadas de buenas ideas y propósitos, esas palabras serían la voz de la sabiduría, y el viejo campesino que con tanta sencillez y hondura expresa la idea de un modo de vida como regulador de la existencia se nos aparecería más adelante como un anciano extraordinario, símbolo de la conciencia de clase de los campesinos como fuerza en expansión, etcétera. ¿Qué hace Chejov? (...) Lo que a él le interesaba era que eso era verídico, fiel al carácter del hombre como personaje y no como símbolo; un hombre que decía aquello no por sabio sino porque siempre estaba intentando fastidiar y aguar los placeres ajenos: aborrecía aquellos caballos, aquel cochero grueso y apuesto; él era un hombre solitario, viudo, llevaba una existencia gris (...).
Dicho en otras palabras: en lugar de convertir a un personaje en vehículo de una lección y en lugar de prolongar lo que a Gorki, o a cualquier autor soviético, le habría parecido una verdad socialista, haciendo que aquel hombre fuera buenísimo en lo demás (lo mismo que en una historia burguesa corriente si uno ama a su madre o a su perro no puede ser mala persona), en lugar de eso, Chéjov nos ofrece un ser humano, vivo, sin calentarse la cabeza con mensajes políticos ni tradiciones literarias.[18]
También ocurre que la literatura de Munro suele quedar cerca o muy cerca de su biografía. Alice Clarke Laidlaw nació en 1931 en Whingham, zonal rural de la provincia de Ontario. Estudió en la Universidad de Ontario occidental. En 1951 abandonó sus estudios y se casó con James Munro, con quien se trasladó a Vancouver. Vivió veinte años en la Columbia Británica, periodo en el que tuvo tres hijas y estableció, junto a su marido, la librería Munro’s Books. En 1972, después de que su matrimonio fracasara, volvió a London (Ontario), y entre los años 1974-75 se convirtió en writer in residence de la Universidad de Western Ontario. En 1976 contrajo matrimonio con Gerald Fremlin, y en la actualidad vive en Clinton (Ontario), un pueblo rural no lejos de su Wingham natal.
Sus historias, sin ser autobiográficas, están construidas sobre una realidad emocional trazada a partir de experiencias propias. Experiencias que ha incorporado al repertorio de sus temas y a las que ha sabido sacar partido literario, creando un mundo propio lleno de matices, sentimientos complejos y paradojas morales.



Otra de las posibles confusiones que conviene aclarar es la relativa a los personajes masculinos, ya que podría pensarse que éstos quedan desdibujados o sin peso alguno. No hay más que leer un relato como Consuelo para que se desvanezca esta impresión. A través de Nina, aparentemente el centro del relato, se lleva a cabo un exacto y profundo retrato de la acentuada personalidad de Lewis, su marido. Y Consuelo no es una excepción. Personajes como Grant (Ver las orejas al lobo) o Neal (Puente Flotante) o el señor Vorguilla (Queenie) pueden también testimoniar la importancia del personaje masculino.
Decíamos que la literatura de Alice Munro queda cerca de su propia vida. Esto vale también para los espacios en los que se desarrollan sus historias. El mapa geográfico de su escritura coincide con el de su biografía. Nunca se aventura fuera de Canadá, límite espacial de sus narraciones. Los entornos más recurrentes son los de la provincia de Ontario y el escenario de la Columbia Británica, entornos rurales o semirrurales (granjas, pueblos o ciudades pequeñas); en todo caso, su literatura nunca es urbana, de gran ciudad. Personajes e historias están fundidos con este espacio concreto que no puede ser omitido o intercambiado y que adquiere una entidad literaria cuya dimensión y significación, fidelidad y familiaridad es comparable al sur americano de Faulkner o de Flannery O’Connor. No deja de ser revelador el hecho de que Alice Munro haya mostrado siempre preferencia y singular afinidad con los escritores sureños de los Estados Unidos. En ellos encontró su propia forma de expresar la visión de su tierra natal.
La autora muestra en sus cuentos las peculiaridades de la región de Ontario y las de sus habitantes, y lo hace porque las conoce perfectamente como para poder usarlas. Su terreno biográfico queda convertido así en su terreno literario y esta relación directa y única es la que aparece en su literatura. Alice Munro se encuentra cómoda en su territorio, siendo así parte de lo que escribe. Y a través de ese mundo exterior e interior concreto, y sin que este pierda nada de sus peculiaridades, el lector ve el Mundo y la Vida con mayúsculas. No se trata de literatura localista [19]; Munro sabe (como han sabido los escritores sureños), sin deformar ni manipular el mundo que presenta, atravesar los límites del realismo y moverse en lo simbólico, inexplicado o misterioso, cualidad que ha sido subrayada con frecuencia en su literatura.
Como ya hemos mencionado, dentro de la concreta geografía literaria de Munro destaca el entorno rural, que es al que la autora pertenece. Alice Munro nació en el seno de una familia de granjeros (descendientes de pioneros emigrados desde Escocia); su padre criaba zorros plateados. Creció por lo tanto en estrecho contacto con la naturaleza, todavía no amaestrada en su totalidad, conoce esa forma de vida, el aislamiento de las granjas, los periodos de escasez, toda una manera de vivir y de pensar, muy influida en su caso por la moral presbiteriana. Todas estas experiencias las ha sabido aprovechar literariamente. Y si esto se hace evidente, por declarado, en los relatos autobiográficos contenidos en La vista desde Castle Rock, donde la ficción parte de la historia familiar convirtiéndose en método de trabajo, en forma de creación, es algo que, sin embargo, puede también rastrearse con facilidad en relatos anteriores (Miles City, Montana; Ortigas; Los muebles de la familia). En ellos habla de granjas, prados, árboles (cedros, olmos, arces, espino...), ríos cambiantes, pozas, establos, graneros, pozos cavados en la tierra para la provisión de agua, animales enjaulados (zorros plateados y armiños), de lugares donde se colgaban los cuerpos muertos de los caballos antes de molerlos para hacer alimento, de suelos teñidos de sangre, de cobertizos delimitados por muros de malla cubiertos de moscas, de trayectos al pueblo vecino para comprar provisiones, de las idas y venidas a la escuela rural, de viajes a la ciudad.
No hay sin embargo en su obra menosprecio de corte y alabanza de aldea, lo que hay es aprovechamiento de una circunstancia vital como podía haber sido otra.
Más allá de los rasgos que caracterizan los relatos de Alice Munro, hay algo que debe ser subrayado y que sus lectores saben: nunca defrauda. Dicho de otro modo: su calidad literaria tiene una constancia y una consistencia poco habituales. Y esto sólo es posible cuando se domina el género. Técnicamente maneja con maestría tanto la autodiégesis como la omnisciencia (en ocasiones selectiva, siempre invisible, que le permite penetrar y profundizar en una variedad de personajes); es además muy hábil combinando diégesis y mimesis, con el fin de ocultar o subrayar puntos de vista, iluminar momentos o significados, dosificar la información, mantener el suspense o el misterio, e impedir que el lector se acomode en una focalización, en un tiempo preciso o en un espacio o situación. Su dominio de los recursos narrativos le permite crear estructuras complejas, donde nada es previsible (siempre hay giros imprevistos y profundidades sorprendentes). No entra de manera directa en el relato, se podría decir que lo hace por la puerta de la cocina y desde allí avanza en profundidad, con armonía y proporción, combinando planos, tiempos y espacios, atravesando y trascendiendo la realidad visible, manteniendo la tensión de un relato de difícil medida, creando complejos personajes y situaciones singulares. Nunca violenta al lector, con el que consigue establecer una profunda relación de confianza. Los finales no tienden a ser sorpresivos ni conclusivos; prefiere, como Borges, la preparación de una expectativa a la de un asombro. Y todo ello con una voz narrativa propia y novedosa, a pesar de que sus relatos están construidos con los mimbres de siempre.
Her work -dijo el jurado que le concedió en 2009 el Premio Man Booker International- is practically perfect.
 http://www.ucm.es/info/especulo/numero46/amunro.html

Notas
[1] Nabokov, Vladimir, Curso de literatura rusa, Barcelona, Ediciones B, 1997, p. 445.
[2] La unidad de sus ciclos de relatos es la razón principal de estos malentendidos. Tal es el caso del volumen de cuentos Lives of Girls and Woman, tomado como novela en algunas bibliografías.
[3] Hancock, Geoff, “An Interview with Alice Munro”, Canadian Fiction Magazine, 43 (1982): 74-114. Cita en inglés tomada de Hernández Lerena, Mª Jesús, Exploración de un género literario: Los relatos breves de Alice Munro, Logroño, Universidad de la Rioja, 1998, p. 7.
[4] Sus libros de relatos han sido traducidos a una veintena de idiomas. En España se han publicado los siguientes:
—— Las lunas de Júpiter, Versal, 1990.
—— Amistad de juventud, Versal, 1991.
—— El progreso del amor, Madrid, Debate, 1991.
—— El amor de una mujer generosa, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 2002.
—— Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Madrid, RBA, 2003.
—— Secretos abiertos, Madrid, Debate, 2004.
—— Escapada, Madrid, RBA, 2005
—— Secretos a voces, Madrid, RBA, 2008.
—— La vista desde Castle Rock, Madrid, RBA, 2008.
—— El progreso del amor, Madrid, RBA, 2009.
—— Demasiada felicidad, Madrid, Lumen, 2010.
[5] Harold Bloom, en su libro Cuentos y Cuentistas. El canon del cuento (Madrid, Páginas de Espuma, 2009) si bien no incluye comentarios sobre Alice Munro, sí lamenta en la Introducción su ausencia.
[6] Tres de sus colecciones de relatos han merecido el Governor General’s Award (Dance of the Happy Shades, en 1968; Who Do You Think You Are?, en 1978; The Progress of Love, en 1986). El libro de relatos Friend of My Youth (1990) obtuvo el Trillium Book Award. En 1995, sus relatos merecieron el Lannan Literary Award for Fiction y la colección de relatos Open Secrets obtuvo el W.H. Smith Award. The Love of a Good Woman ganó en 1998 el premio Giller Prize, el mismo que en 2004 merecieron los relatos del volumen Runaway. En 2001, Munro fue galardonada con el Rea Award for the Short Story. Como curiosidad, mencionamos que Alice Munro fue distinguida en 2005 con el Premio Reino de Redonda (creado por el escritor Javier Marías) y bautizada con el título de Duchess of Ontario.
[7] Un año, el 2009, en el que han sido mujeres las que han recogido muchos de los laureles del relato breve. Junto a Alice Munro, destacan las narradoras Petina Gappah (ganadora del premio de ficción del diario The Guardian) y Kate Clanchy (ganadora del Premio Nacional de Relatos Cortos de la BBC). Vid. Crown, Sarah, “Short Stories: great literature”, en The Guardian, 11-12-2009.
[8] Alice Munro, que en sus relatos sabe describir con detalle el tipo de cosas que un matrimonio no puede hacer tras la llegada de un hijo, se cuenta entre las escritoras y escritores condicionados por el llamado pram in the hall. La frase fue acuñada por Cyril Connolly (Enemigos de la promesa, 1938): There is no more sombre enemy of good art than the pram in the hall. (No hay enemigo más sombrío del buen arte que el cochecito en el hall).
        A este respecto, es interesante la respuesta que Munro ofrece en la entrevista realizada por Juana Libedinsky (“Munro con las mujeres”, en La Vanguardia, 27-5-2009, p. 32). ¿Es muy distinta la escritura de cuentos de la de novelas? No tengo la menor idea. Adoraría escribir ahora una novela, pero el cuento es la forma en la que me siento cómoda. Siempre pensé que iba a ser novelista. Me decía que, cuando crecieran mis chicos y tuviese más tiempo, iba a hacerlo. El cuento estaba determinado por las siestas de mis hijos. Pero resultó que esa fue la manera en la que aprendí a escribir y ya no pude hacer otra cosa. Igual debo aclarar que las novelas que más me gustan son las cortas.
[9] Una recopilación de sus mejores relatos ha sido publicada recientemente en España: Gallant, Mavis, Los cuentos, Lumen, 2009.
[10] Galardonada en 2008 con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
[11] Vid. Hernández Lerena, M. J., Exploración de un género literario: Los relatos breves de Alice Munro, op. cit. Vid. Cap. I: Alice Munro, la literatura canadiense y el relato corto.
[12] “Naturaleza y finalidad de la narrativa”, en El negro artificial y otros escritos, Madrid, Ediciones Encuentro, 2000, p. 285.
[13] Hernández Lerena, María Jesús, Exploración de un género literario: Los relatos breves de Alice Munro, Logroño, Universidad de La Rioja, 1998.
[14] Lejos de ella (Away from her), Canadá 2006, primera película dirigida por la actriz canadiense Sarah Polley, es una adaptación del relato de Alice Munro Ver las orejas al lobo (The bear came over the mountain), del libro Odio, Amistad, Noviazgo, Amor, Matrimonio, Madrid, RBA, 2003. Parece ser que la cineasta neozelandesa Jane Campion tiene la intención de adaptar el relato Runaway al cine.
[15] Vid. Piglia, Ricardo, “Tesis sobre el cuento. Los dos hilos. Análisis de las dos historias”, en Formas Breves, Barcelona, Anagrama, 2000.
[16] Nabokov, Vladimir, Curso de literatura rusa, op. cit., pp. 446-447.
[17] Franzen, Jonathan, “Runaway: Alice’s Wonderland”, Sunday Book Review, The New York Times, 14-11-2004.
[18] Nabokov, Vladimir, Curso de literatura rusa, op. cit., pp. 441-442.
[19] A este respecto es interesante la lectura del artículo de Flannery O’Connor titulado “El escritor regional”, en Misterios y Maneras, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007, pp. 66-75.

jueves, 10 de octubre de 2013

Para leer a Alice Munro: "Ficción", cuento completo

... Alice Munro (Ontario, Canadá, 1931) fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura y con ella el cuento como género literario. Incluso hay quienes la llaman la Chejov contemporánea.  A continuación su cuento "Ficción" del libro "Demasiada felicidad"  El cuento ha sido tomado de Revista Ñ



Lo mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de
todo el día dando clases de música en los colegios de Rough River.
Ya había oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando
mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa.
Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se internó en el bosque, y
aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros,
cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada.
Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o caballos, y había empresas
como la de Jon, que restauraba y hacía muebles. También ofrecían
servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial en
esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución
de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido
casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon
y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza.
Había algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía
a casa y entraba en su finca. En esa época mucha gente, incluso algunos
habitantes de las casas con techo de paja, estaban instalando lo
que llamaban puertas de patio, aun cuando, como Jon y Joyce, no tenían
patio. No solían ponerles cortinas, y los dos rectángulos de luz
parecían ser indicio o promesa de comodidad, de seguridad y abundancia.
Por qué era así, más que con las ventanas corrientes, Joyce
no lo sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía solamente para
asomarse sino que se abrían directamente a la oscuridad del bosque y
a que exhibían el refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente cocinando
o viendo la televisión, de cuerpo entero; escenas que la seducían,
aunque sabía que las cosas no serían tan especiales dentro.
Lo que Joyce veía cuando entraba en el sendero de su casa, sin
pavimentar y encharcado, era el par de puertas de aquellas que había
colocado Jon enmarcando el interior resplandeciente y a medio hacer.
La escalera de mano, las estanterías de la cocina sin acabar, las escaleras
al descubierto, la cálida madera iluminada por la bombilla
que Jon colocaba para enfocar donde quisiera, dondequiera que estuviera
trabajando. Se pasaba el día trabajando en su cobertizo, y
cuando empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía
con las obras de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia
ella un momento, a modo de saludo. Normalmente tenía las manos
demasiado ocupadas para saludar con la mano. Sentada allí, con
los faros del coche apagados, recogiendo la compra o el correo que
tenía que llevar a casa, Joyce era feliz incluso por tener que recorrer
ese último trecho hasta la puerta, en medio de la oscuridad, el viento
y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del trabajo cotidiano,
agobiante e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes y sensibles
por igual. Mucho mejor trabajar con la madera solo —no tenía
en cuenta a la aprendiza— que con las impredecibles crías humanas.
A Jon no le contaba nada de eso. No le gustaba oír a los que hablaban
de lo básico, delicado y respetable que era trabajar la madera.
Qué integridad, qué dignidad tenía.
Qué gilipollez, decía él.
Jon y Joyce se habían conocido en un instituto de una zona industrial
de Ontario. Joyce tenía el segundo coeficiente intelectual
más alto de su clase; Jon, el coeficiente intelectual más alto del cole-
gio y probablemente de la ciudad. Todos esperaban que ella llegara a
ser una brillante violinista —antes de que abandonara el violín por el
violoncello— y él, un científico impresionante, dedicado a unas tareas
difícilmente comprensibles en el mundo común y corriente.
En el primer año de universidad dejaron de ir a clase y se escaparon
juntos. Encontraron trabajitos aquí y allá, recorrieron el continente
en autobús, vivieron durante un año en la costa de Oregón, se
reconciliaron a distancia con sus padres, para quienes se había apagado
una luz en el mundo. A esas alturas ya no se los podía llamar hippies,
pero así era como los llamaban sus padres. Ellos no se consideraban
tales. No tomaban drogas, vestían de forma conservadora,
aunque un tanto desastrada, y Jon se empeñaba en afeitarse y en que
Joyce le cortara el pelo. Con el tiempo se cansaron de sus trabajos
temporales y mal pagados y pidieron dinero prestado a sus decepcionadas
familias para especializarse en algo y poder ganarse mejor la
vida. Jon aprendió carpintería y ebanistería y Joyce se sacó un título
para dar clase de música en los colegios.
El trabajo que encontró estaba en Rough River. Compraron
aquella casa en ruinas a un precio de risa e iniciaron una nueva fase
de su vida. Plantaron un jardín y empezaron a relacionarse con los
vecinos, algunos de los cuales seguían siendo auténticos hippies que
cultivaban pequeñas plantaciones de marihuana en pleno monte y
hacían collares de cuentas y sobrecitos de hierbas para vender.
A los vecinos les caía bien Jon, que seguía siendo flaco, de ojos
relucientes y egoísta pero siempre dispuesto a escuchar. Y era una
época en que la gente empezaba a acostumbrarse a los ordenadores,
que Jon comprendía y era capaz de explicar con paciencia. Joyce no
gozaba de tantas simpatías. Sus métodos para enseñar música se consideraban
demasiado apegados a las normas.
Joyce y Jon preparaban juntos la cena y bebían vino casero. (Jon
tenía un procedimiento para elaborar vino muy estricto y logrado.)
Joyce hablaba de las frustraciones y las situaciones cómicas del día.
Jon no hablaba mucho; le interesaba más cocinar. Pero cuando llegaba
la hora de cenar a lo mejor le hablaba a Joyce de un cliente que había
llegado, o de su aprendiza, Edie. Se reían de algo que había dicho
Edie, pero no con desprecio; Edie era como una mascota, pensaba a
veces Joyce. O como una niña. Aunque si hubiera sido una niña, su
hija, y hubiera sido como ella, estarían demasiado confusos y quizá
demasiado preocupados para reírse.
¿Por qué? ¿En qué sentido? Edie no era imbécil. Jon decía que no
era precisamente un genio de la carpintería pero que aprendía y recordaba
lo que le enseñaban. Y sobre todo no era una charlatana. Eso
era lo que más temía cuando se planteó el asunto de contratar un
aprendiz. Había un nuevo programa del gobierno, según el cual a él
le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona
cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía. Aunque al principio
Jon no parecía muy dispuesto, Joyce lo convenció. Ella pensaba
que tenían una obligación para con la sociedad.
Edie a lo mejor no hablaba mucho, pero cuando hablaba era rotunda.
—Me abstengo de drogas y alcohol —les dijo en la primera entrevista—.
Soy de Alcohólicos Anónimos y soy alcohólica en proceso
de recuperación. Nunca decimos que nos hemos recuperado, porque
nunca llegamos a hacerlo. No te recuperas, en toda tu vida. Tengo
una hija de nueve años, y como nació sin padre es responsabilidad
únicamente mía y mi intención es criarla como es debido. Quiero
aprender carpintería para mantener a mi hija y mantenerme a mí
misma.



Pronunciaba este discurso sentada al otro lado de la mesa de la
cocina, mirándolos fijamente, primero al uno después al otro. Era
una joven baja y robusta, que no parecía ni lo bastante mayor ni lo
bastante deteriorada para tener un pasado de gran disipación. Hombros
anchos, flequillo tupido, cola de caballo apretada, ni la más mínima
posibilidad de una sonrisa.
—Y otra cosa —añadió.
Se desabrochó y se quitó la blusa de manga larga. Debajo llevaba
una camiseta. Tenía los brazos, la parte superior del pecho y —cuando
se dio la vuelta— la parte superior de la espalda decorados con tatuajes.
Parecía que su piel se hubiese transformado en un traje, o quizá
en un tebeo con caras lascivas y tiernas al mismo tiempo, acosadas
por dragones, ballenas y llamas, demasiado intrincado o tal vez demasiado
horripilante para comprenderlo.
Lo primero que te preguntabas era si todo su cuerpo se habría
transformado de la misma manera.
—Es alucinante —dijo Joyce en el tono más neutro posible.
—Pues no sé si es alucinante, pero si hubiera tenido que pagarlo
habría costado un montón de dinero —contestó Edie—. Estuve metida
en eso durante un tiempo. Si se lo enseño es porque a algunas
personas les molestaría. O supongamos que hace calor en el cobertizo
y tengo que trabajar en camisa.
—A nosotros no —dijo Joyce mirando a Jon, que se encogió de
hombros.
Joyce le preguntó a Edie si le apetecía un café.
—No, gracias. —Edie se estaba poniendo la camisa—. Hay un
montón de gente en Alcohólicos Anónimos que parece vivir a base de
café. Y yo les digo, les digo: «¿Por qué cambiáis un mal hábito por
otro?».
—Es increíble —comentó Joyce más tarde—. Te da la sensación
de que digas lo que digas te soltará un sermón. No me he atrevido a
preguntar por la partenogénesis.
—Es fuerte —dijo Jon—. Eso es lo fundamental. Me he fijado
en sus brazos.
Cuando Jon dice «fuerte» se refiere simplemente a lo que esa palabra
significaba antes. Se refiere a que Edie puede levantar una viga.
Jon escucha CBC Radio mientras trabaja. Música, pero también
noticias, comentarios, llamadas de los radioyentes. A veces habla de
las opiniones de Edie sobre lo que han oído.
Edie no cree en la evolución.
(En un programa con participación del público varias personas
se oponían a lo que se enseñaba en los colegios.)
¿Por qué no?
—Bueno, porque en esos países de la Biblia —dijo Jon, y a continuación
adoptó el tono firme y monótono de Edie—, en esos países
de la Biblia hay un montón de monos y los monos estaban venga
a bajarse de los árboles y por eso a la gente se le metió en la cabeza la
idea de que los monos se bajaron de los árboles y se transformaron en
personas.
—Pero para empezar… —dijo Joyce.
—Eso no importa. Ni lo intentes. ¿Es que no conoces la primera
norma para discutir con Edie? No importa y cállate la boca.
Edie también estaba convencida de que las grandes compañías
farmacéuticas conocían la cura del cáncer pero tenían un acuerdo
con los médicos para guardarse la información por el dinero que ganaban
ellas y los médicos.
Cuando ponían el «Himno a la alegría» en la radio Edie obligaba
a Jon a apagarla porque era espantoso, como un funeral.
Además, pensaba que Jon y Joyce —bueno, en realidad Joyce—
no debían dejar botellas de vino a la vista en la mesa de la cocina.
—¿Y se tiene que meter en eso?
—Pues al parecer, eso cree.
—¿Cuándo inspecciona la mesa de nuestra cocina?
—Tiene que pasar por allí para ir al baño. No va a hacer pis entre
las matas.
—Pero no acabo de entender por qué tiene que meterse en…
—Y a veces entra a preparar unos bocadillos para los dos…
—¿Y qué? Es mi cocina. Nuestra cocina.
—Es que se siente amenazada por la priva. Es muy frágil todavía.
Es algo que ni tú ni yo podemos entender.
Amenaza. Priva. Frágil.
¿Cómo era posible que Jon empleara esas palabras?
Joyce debería haberlo entendido en aquel preciso instante, aunque
el mismo Jon estaba muy lejos de saberlo. Jon estaba empezando
a enamorarse.
Empezar a enamorarse. Eso sugiere cierto paso del tiempo, cierto
abandono; pero también se puede tomar como una aceleración, el
momento o el segundo en que te enamoras. Ahora Jon no está enamorado
de Edie. Tic, tac. Ahora lo está. Eso no se podía considerar probable
ni posible de ninguna manera, a menos que pensaras en que
de repente te parte un rayo, en una desgracia inesperada. El revés del
destino que deja a una persona impedida, la broma terrible que
transforma unos ojos claros en ojos ciegos.
Joyce se propuso convencerlo de que estaba equivocado. Jon tenía
tan poca experiencia con las mujeres… Ninguna, salvo con ella.
Siempre habían pensado que experimentar con diversas parejas era
pueril, que el adulterio era algo enrevesado y destructivo. Entonces
Joyce se lo planteó: ¿debería Jon haber tenido líos con otras mujeres?
Jon había pasado los oscuros meses de invierno encerrado en su
taller, expuesto a los efluvios de convencimiento de Edie. Era como
ponerse enfermo por falta de ventilación.
Edie lo volvería loco, si Jon seguía adelante y se la tomaba en serio.
—Ya lo había pensado —dijo Jon—. Quizá ya me he vuelto loco.
Joyce contestó que eso eran tonterías de adolescente, y lo hizo
sentirse desconcertado e impotente.
—Pero ¿quién te has creído que eres, un caballero de la Tabla Redonda?
¿O crees que te han dado una poción mágica?
Después dijo que lo sentía. Lo único que podían hacer era tomárselo
como un programa compartido, añadió. El valle de las sombras,
que algún día verían como un simple problema técnico en el
curso de su matrimonio.
—Nosotros sabremos solucionarlo —dijo Joyce.
Jon la miró con frialdad, pero con cierta gentileza.
—No hay ningún «nosotros» —replicó.
¿Cómo podía haber ocurrido algo semejante? Joyce se lo plantea a
Jon, a sí misma y después a los demás. Una aprendiza de carpintero
torpe de andares y de ideas, con pantalones anchos y camisas de franela
y —en invierno— un jersey grueso y sin gracia moteado de serrín.
Una cabeza que pasa lenta e inexorable de una estupidez o un
lugar común a otro y eleva cada paso a la categoría de ley universal.
Una persona así ha eclipsado a Joyce, con sus piernas largas, su cintura
fina y su larga trenza de pelo oscuro y sedoso. Con su inteligencia,
su música y el segundo coeficiente intelectual más alto.
—Creo que sé qué pasó —dice Joyce.
Esto es más adelante, cuando los días se han alargado y los contoneos
de los crinums refulgen junto a las cunetas. Cuando iba a dar
clase de música con gafas oscuras para ocultar unos ojos hinchados
de llorar y beber y en lugar de volver a casa después del trabajo iba a
Willingdon Park, donde esperaba que Jon fuera a buscarla, temiendo
que se suicidara. (Jon fue, pero solo una vez.)
—Creo que fue porque había hecho la calle —dijo—. Las pros-
titutas se hacen tatuajes por el negocio, los hombres se excitan con
esas cosas. No me refiero a los tatuajes, aunque, bueno, también, claro
que también se excitan con eso; me refiero al hecho de que se hayan
vendido. Tanta disponibilidad y tanta experiencia… Y encima
reformadas. Una María Magdalena de mierda, eso es lo que es. Y Jon
es tan crío sexualmente… Te dan ganas de vomitar.
Ahora tiene amigas con las que puede hablar así. Todas tienen
algo que contar. A algunas las conocía de antes, pero no como ahora.
Hablan en confianza, beben y se ríen hasta llorar. Dicen que no se lo
pueden creer. Los hombres. Las cosas que hacen. Es asqueroso, absurdo.
Increíble.
Y por eso es verdad.
Hablando así Joyce se siente bien, realmente bien. Dice que incluso
hay momentos en que le está agradecida a Jon, porque se siente
más viva que antes. Es terrible pero maravilloso. Un nuevo comienzo.
La verdad desnuda. La vida desnuda.
Sin embargo, al despertarse a las tres o las cuatro de la madrugada no
sabía dónde estaba. No en su casa. Ahora en la casa estaba Edie. Edie
y su hija y Jon. Era un cambio que la propia Joyce había apoyado,
pensando que a lo mejor Jon entraría en razón. Se mudó a un apartamento
de la ciudad, cuya dueña era una profesora que se había tomado
un año sabático. Se despertó en plena noche con las oscilantes
luces rosas del letrero del restaurante de enfrente que destellaban por
la ventana, iluminando los chismes mexicanos de la otra profesora.
Macetas con cactos, colgantes de ojo de gato, mantas de rayas del color
de la sangre seca. Toda la perspicacia de la borrachera y toda la euforia
expulsadas como un vómito. Aparte de eso, no tenía resaca. Al parecer
era capaz de beberse ríos de alcohol y despertarse seca como el
cartón, aplanada.
Su vida acabada. Una catástrofe como tantas otras.
Lo cierto era que seguía borracha, aunque se sintiera completamente
sobria. Corría el peligro de meterse en el coche e ir a la casa.
No de caerse a una cuneta, porque en tales ocasiones conducía tranquila
y despacio, sino de aparcar en el jardín frente a las oscuras ventanas
y gritarle a Jon que tenían que acabar con aquello.
Se acabó. No está bien. Dile que se marche.
¿Te acuerdas de cuando dormíamos en el prado y al despertarnos
las vacas estaban pastando a nuestro alrededor y no nos habíamos
dado cuenta de que ya estaban allí por la noche? ¿Te acuerdas de
que nos lavábamos en el arroyo helado? Recogíamos setas en la isla
de Vancouver, volvíamos en avión a Ontario y los vendíamos para
pagarnos el viaje cuando tu madre estaba enferma y creíamos que se
moría. Y decíamos, qué cosas, si ni siquiera somos drogatas, si solo
cumplimos una misión de amor filial.
Salió el sol y los espantosos colores mexicanos empezaron a agredirla,
intensificados, y al cabo de un rato se levantó, se lavó, se dio un
toque de colorete en las mejillas, se tomó un café, espeso como el barro,
y se puso ropa nueva. Se había comprado blusas ligeras, faldas
ondulantes y pendientes adornados con plumas multicolores. Iba a
dar clase de música a los colegios como una bailarina gitana o una camarera.
Se reía de todo y coqueteaba con todo el mundo. Con el
hombre que le preparaba el desayuno en la cafetería de abajo, con
el chico que le echaba gasolina al coche y con el empleado de Correos
que le vendía sellos. Tenía la vaga idea de que Jon se enteraría de lo
guapa, lo atractiva y lo feliz que estaba, de que todos los hombres
iban detrás de ella. En cuanto salía del apartamento se ponía a actuar,
y Jon era el espectador principal, si bien a distancia. Aunque Jon
nunca se había dejado deslumbrar por un aspecto llamativo ni por
los coqueteos, jamás había pensado que era eso lo que hacía atractiva
a Joyce. Cuando viajaban, en muchas ocasiones se las arreglaban con
la misma ropa para los dos: calcetines gruesos, vaqueros, camisas oscuras,
cazadoras.
Otro cambio.
Incluso con los chicos más jóvenes o más torpes a los que daba
clase, Joyce había adoptado un tono acariciador, desbordante de risas
y picardía; resultaba irresistiblemente estimulante. Estaba preparando
a sus alumnos para el concierto de fin de curso. Hasta entonces no
le entusiasmaba esa tarde de actuación en público; pensaba que obstaculizaba
el avance de los alumnos con aptitudes, que los empujaba
a una situación para la que no estaban listos. Tanto esfuerzo y tanta
tensión solo podían crear valores falsos. Pero aquel año se entregó a
todas y cada una de las facetas del espectáculo. El programa, la iluminación,
las presentaciones y, por supuesto, las actuaciones. Debería
ser divertido, aseguraba. Divertido para los estudiantes y divertido
para el público.
Naturalmente, contaba con que Jon asistiera. La hija de Edie era
uno de los intérpretes, de modo que Edie iría. Y Jon tendría que
acompañar a Edie.
La primera aparición de Jon y Edie como pareja ante el resto del
mundo. Su declaración. No podían eludirlo. Los cambios como el
suyo no eran insólitos, sobre todo entre la gente que vivía al sur de la
ciudad, pero ellos no eran precisamente gente común. El hecho de
que tales reajustes no escandalizaran a nadie no significaba que no
llamaran la atención. Había un período necesario de curiosidad antes
de que las cosas volvieran a su sitio y la gente se acostumbrase a la
nueva unión. Como hacían ellos, y entonces se veía a la pareja recién
creada en las tiendas hablando, o al menos saludando, a los abandonados.
Pero ese no era el papel que se imaginaba Joyce que desempeña-
ría observada por Jon y Edie —bueno, en realidad por Jon— la tarde
del concierto.
¿Qué se imaginaba? Sabe Dios. No se le pasó por la cabeza que
fuera a causarle a Jon tan buena impresión que él entraría en razón
cuando apareciera para recibir los aplausos del público al final del espectáculo.
No pensó que Jon fuera a morirse de la pena por su estupidez
cuando la viera feliz y deslumbrante, dominando la situación,
y no hecha un trapo y con ganas de suicidarse, pero sí algo no muy
diferente, algo que no era capaz de definir a pesar de que en el fondo
lo esperaba.
Fue el mejor concierto de todos los años. Todo el mundo lo dijo.
Decían que había tenido más fuerza. Más entretenido, pero con mayor
intensidad. Los chicos con un vestuario que armonizaba con la
música que interpretaban. Sus rostros maquillados de tal manera que
no parecían tan asustados ni abnegados.
Cuando Joyce salió al final llevaba una camisa larga de seda negra
que lanzaba destellos de plata al moverse. También pulseras y brillos
de plata en el pelo suelto. Con los aplausos se mezclaron varios
silbidos.
Jon y Edie no estaban entre el público.
2
Joyce y Matt van a dar una fiesta en su casa de North Vancouver. Es
para celebrar que Matt cumple sesenta y cinco años. Matt es neuro -
psicólogo y un buen violinista aficionado. Así conoció a Joyce, violoncelista
profesional y su tercera esposa.
—Mira a toda esa gente —no para de decir Joyce—. Desde luego,
son la historia de toda una vida.
Es una mujer delgada e inquieta con una mata de pelo del color
del estaño y una ligera joroba, debido a tanto mimar su gran instrumento
o simplemente a su costumbre de ser una amable oyente y
siempre dispuesta conversadora.
Están los colegas de universidad de Matt, por supuesto, los que
él considera amigos íntimos. Es un hombre generoso pero sincero, de
modo que lógicamente no todos los colegas entran en esa categoría.
Está su primera esposa, Sally, acompañada por su cuidadora. Sally sufrió
daños cerebrales en un accidente de tráfico cuando tenía veintinueve
años, de modo que es prácticamente imposible que sepa quién
es Matt o quiénes son sus tres hijos, ya mayores, o que esa es la casa
donde vivía cuando era joven y estaba casada. Pero mantiene intactos
sus agradables modales y le encanta conocer gente, aunque ya la haya
conocido hace quince minutos. Su cuidadora es una mujercita escocesa
muy arreglada que cada dos por tres explica que no está acostumbrada
a las fiestas ruidosas como esa y que no bebe mientras trabaja.
Doris, la segunda esposa de Matt, vivió con él menos de un año,
aunque estuvo casada con él durante tres. Ha ido con su pareja,
Louise, mucho más joven que ella, y la hija de ambas, a quien Louise
había dado a luz unos meses antes. Doris ha seguido siendo amiga
de Matt y sobre todo del hijo menor de Matt y Sally, Tommy, que era
lo bastante pequeño para quedar a su cuidado cuando estaba casada
con su padre. También están presentes los dos hijos mayores de
Matt, con sus hijos y las madres de sus hijos, aunque una de ellas ya
no está casada con el padre. Él va acompañado por su actual pareja y
el hijo de esta, que se está peleando con uno de los hijos de la misma
línea por ver a quién le toca subirse al columpio.
Tommy ha llevado por primera vez a su amante, Jay, que de momento
no ha dicho nada. Tommy le ha dicho a Joyce que Jay no está
acostumbrado a las familias.
—Lo compadezco —dice Joyce—. En realidad, antes yo tampoco
lo estaba.
Se ríe; apenas para de reírse mientras explica la situación de los
miembros oficiales y distantes de lo que Matt llama el clan. Ella no
tiene hijos, pero sí un ex marido, Jon, que vive en una ciudad fabril
de la costa que pasa por una mala racha. Lo había invitado a la fiesta,
pero no podía asistir. Bautizaban al nieto de su tercera esposa el
mismo día. Naturalmente, Joyce también había invitado a la esposa,
que se llama Charlene y regenta una panadería. Ella había escrito la
amable nota sobre el bautizo que llevó a Joyce a decirle a Matt que le
resultaba increíble que Jon se hubiera metido en la religión.
—Ojalá hubieran podido venir —dice tras explicarle todo esto a
un vecino. (Han invitado a los vecinos para que no se quejen del ruido)—.
Así yo también habría participado en estas complicaciones.
Hubo una segunda esposa, pero no tengo ni idea de adónde ha ido a
parar y creo que él tampoco.
Hay un montón de comida, que han cocinado Matt y Joyce y
que ha llevado la gente, y un montón de vino y de ponche de frutas
para los niños y de auténtico ponche que Matt ha preparado especialmente
para la ocasión, en recuerdo de los viejos tiempos, dice,
cuando la gente sabía beber de verdad. Asegura que lo habría metido
en un cubo de basura bien fregado, como hacían entonces, pero que
hoy en día a todo el mundo le daría aprensión bebérselo. De todos
modos, la mayoría de los adultos jóvenes ni lo tocan.
El jardín es grande. Hay críquet, para quien quiera jugar, y está
el disputado columpio de su infancia que Matt ha sacado del garaje.
Muchos de los niños solo han visto columpios en los parques y módulos
de plástico en los jardines traseros. Sin duda Matt es una de las
últimas personas de Vancouver que tiene un columpio de su infancia
y que vive en la casa en que se crió, una casa en Windsor Road, en la
ladera de Grouse Mountain, donde antes estaba la linde del bosque.
Ahora las viviendas no paran de amontonarse ladera arriba, la mayoría
como castillos con garajes gigantescos. Esta casa tendrá que desaparecer
un día de estos, dice Matt. Los impuestos son espantosos.
Tendrá que desaparecer, y un par de monstruosidades ocuparán su
lugar.
Joyce no se imagina su vida con Matt en otro sitio. Aquí siempre
pasan tantas cosas… Gente que viene y va, se deja cosas (niños incluidos)
y las recoge más tarde. El cuarteto de cuerda de Matt en el
estudio los domingos por la tarde, la reunión de la Hermandad Unitaria
en el salón los domingos por la noche, la planificación de la estrategia
del Partido Verde en la cocina. El grupo de lectura de teatro
dramatiza en la parte delantera de la casa mientras alguien desgrana
los detalles del drama de la vida real en la cocina (la presencia de Joyce
se requiere en ambos sitios). Matt y unos colegas de la facultad negocian
la estrategia en el estudio con la puerta cerrada.
Joyce comenta con frecuencia que Matt y ella raramente están
juntos a solas, salvo en la cama.
—Y él leyendo algo importante.
Mientras ella lee algo sin importancia.
Da igual. A Matt lo animan una cordialidad y un entusiasmo
que ella podría necesitar. Incluso en la universidad —donde se relaciona
con estudiantes de posgrado, colaboradores, posibles enemigos
y detractores— da la impresión de moverse en un torbellino difícil de
controlar. En su momento a Joyce todo aquello le había parecido reconfortante,
y probablemente se lo seguiría pareciendo, si tuviera tiempo
para verlo desde fuera. Probablemente se envidiaría a sí misma,
desde fuera. Quizá la gente la envidiaba, o al menos la admiraba,
pensando que encajaba tan bien con él, con todos sus amigos, obligaciones
y actividades, y naturalmente por su propia trayectoria pro-
fesional. Al verla nadie pensaría en que cuando llegó a Vancouver se
sentía tan sola que accedió a salir con el chico de la tintorería, diez
años demasiado joven para ella. Y después Matt la sacó del pozo.
En este momento está atravesando el césped con un chal en el
brazo para la anciana señora Fowler, la madre de Doris, la segunda
esposa y lesbiana tardía. La señora Fowler no puede estar sentada al
sol, pero a la sombra tiene escalofríos. Y en la otra mano lleva un vaso
de limonada recién hecha para la señora Gowan, la cuidadora de
Sally. A la señora Gowan le parece demasiado dulce el ponche para
los niños. No le permite a Sally que beba nada; podría derramárselo
sobre el bonito vestido o tirárselo a alguien si le da por ponerse traviesa.
A Sally no parece importarle que la priven de eso.
En el trayecto por el césped Joyce sortea un grupo de jóvenes
sentados en círculo. Tommy, su nuevo amigo, otros amigos a los que
ha visto con frecuencia en la casa y algunos a los que cree no haber
visto nunca. Oye decir a Tommy:
—No, no soy Isadora Duncan.
Todos se echan a reír.
Joyce comprende que deben de estar jugando a ese juego complicado
y esnob, tan de moda hace unos años. ¿Cómo se llamaba?
Cree que empezaba por B. Habría pensado que actualmente la gente
era demasiado antielitista para dedicarse a semejante pasatiempo.
Buxtehude. Lo ha dicho en alto.
—Estáis jugando al Buxtehude.
—Por lo menos has adivinado la B —dice Tommy, riéndose de
ella para que los demás también puedan reírse—. No, si mi belle mère
no es tonta. Pero es música. ¿No era músico Buxtahoody?
—Buxtehude recorrió ochenta kilómetros a pie para oír a Bach
tocar el órgano —responde Joyce con cierto mal humor—. Sí. Era
músico.
—Joder —dice Tommy.
Una chica del círculo se pone en pie y Tommy la llama.
—Oye, Christie. Christie. ¿No vas a seguir jugando?
—Ahora vuelvo. Voy a esconderme un rato entre los arbustos
con mi repugnante cigarrillo.
La chica lleva un vestido negro, corto y con volantes, que recuerda
una prenda de lencería o un camisón, y una chaquetita negra,
austera pero escotada. Pelo escaso y descolorido, rostro esquivo y descolorido,
cejas invisibles. A Joyce le desagrada inmediatamente. Una
de esas chicas cuya misión en la vida consiste en hacer que la gente se
sienta incómoda, piensa. Colándose —Joyce presume que debe de
haberse colado— en una fiesta en casa de unas personas a las que no
conoce pero a las que se cree con derecho a despreciar. Por su espontaneidad
y alegría (¿superficiales?) y su hospitalidad burguesa. (¿Se sigue
diciendo «burgués»?)
No es que los invitados no puedan fumar donde les apetezca. No
hay ningún cartelito latoso, ni siquiera dentro de la casa. Joyce nota
que le arrebatan gran parte de su alegría.
—Tommy —dice bruscamente—. Tommy, ¿te importaría llevarle
este chal a la abuela Fowler? Parece que tiene frío. Y la limonada es
para la señora Gowan. Ya sabes. La persona que está con tu madre.
No viene mal recordarle ciertas relaciones y responsabilidades.
Tommy se pone en pie rápidamente y con gesto cortés.
—Botticelli —dice, aliviándola del chal y el vaso.
—Perdón. No quería interrumpir el juego.
—De todos modos no se nos da nada bien —dice un chico a
quien Joyce conoce. Justin—. No somos tan listos como erais vosotros
antes.
—Eso es. Antes —dice Joyce. Momentáneamente perdida, sin
saber qué hacer ni adónde ir.
Están fregando los platos en la cocina. Joyce, Tommy y el nuevo amigo,
Jay. La fiesta ha terminado. La gente se ha marchado entre abrazos,
besos y alboroto, algunos con bandejas de comida para las que
Joyce no tiene sitio en la nevera. Han tirado ensaladas mustias, tartas
de nata y huevos picantes. De todos modos, pocos huevos picantes
han comido. Trasnochados. Demasiado colesterol.
—Una lástima, con el trabajo que han dado. A lo mejor a la gente
le han recordado las cenas de la iglesia —dice Joyce vaciando un
plato entero en el cubo de la basura.
—Mi abuela los hacía —dice Jay.
Son las primeras palabras que le ha dirigido a Joyce, y ella ve la
expresión agradecida de Tommy. Ella también está agradecida, a pesar
de que Jay la haya incluido en la categoría de su abuela.
—Nosotros hemos comido unos cuantos y estaban buenos
—dice Tommy.
Jay y él llevan al menos media hora trajinando con Joyce, recogiendo
los vasos, platos y cubiertos que había diseminados por la
hierba, la galería y toda la casa, incluso en los sitios más curiosos,
como en las macetas y bajo los cojines del sofá.
Los chicos —ella los considera chicos— han llenado el lavaplatos
con más maña de la que habría tenido ella, rendida como está, y
han llenado los fregaderos, uno con agua caliente y jabón y el otro
con agua fría para enjuagar los vasos.
—Podríamos dejarlos para cuando pongamos en marcha el lavaplatos
otra vez —ha dicho Joyce, pero Tommy se ha negado.
—No se te ocurriría meterlos en el lavaplatos si todo lo que has
tenido que hacer hoy no te hubiera hecho perder el juicio.
Jay friega, Joyce seca y Tommy recoge. Aún recuerda dónde va
cada cosa en esa casa. En el porche Matt mantiene una enérgica con-
versación con un señor del departamento. Al parecer no está tan borracho
como daban a entender los múltiples abrazos y las prolongadas
despedidas de hace un rato.
—Es posible que haya perdido el juicio —dice Joyce—. De momento
lo que me pide el cuerpo es librarme de todo esto y comprarlo
de plástico.
—El síndrome posfiesta —asegura Tommy—. Lo conocemos
muy bien.
—¿Y quién es esa chica del vestido negro? —pregunta Joyce—.
La que ha dejado de jugar.
—¿Christie? Debes de referirte a Christie. Christie O’Dell. Es la
mujer de Justin, pero conserva su apellido. Conoces a Justin, ¿no?
—Claro que conozco a Justin. Lo que no sabía es que estuviera
casado.
—Hay que ver qué mayores se hacen todos —dijo Tommy, burlón—.
Justin tiene treinta años —añade—. Probablemente ella es
mayor.
—Mucho mayor, desde luego —dice Jay.
—Tiene un aspecto interesante esa chica —dice Joyce—. ¿Có -
mo es?
—Es escritora. Está bien.
Inclinándose sobre el fregadero, Jay hace un ruido que Joyce no
sabe interpretar.
—Es muy dada a mantener las distancias —dice Tommy dirigiéndose
a Jay—. ¿O me equivoco? ¿A ti qué te parece?
—Se cree la hostia —contesta Jay con toda claridad.
—Bueno, acaba de publicar su primer libro —dice Tommy—.
No me acuerdo del título. Es como de manual de instrucciones. No
me parece buen título. Cuando sacas tu primer libro, supongo que
eres la hostia por una temporada.
Al pasar ante una librería de Lonsdale unos días más tarde, Joyce ve
la cara de la chica en un cartel. Y allí está su nombre, Christie O’-
Dell. Lleva sombrero negro y la misma chaquetita negra de la fiesta.
Entallada, austera, muy escotada. Aunque prácticamente no tiene
nada de lo que presumir en esa zona. Mira directamente a la cámara,
con su mirada sombría, herida, vagamente acusadora.
¿Dónde la ha visto Joyce? En la fiesta, claro. Pero incluso entonces,
con su rechazo probablemente injustificado, tuvo la sensación de
que conocía aquella cara.
¿Una alumna? Había tenido tantos alumnos en sus tiempos…
Entra en la librería y compra un ejemplar del libro. Cómo hemos
de vivir. Sin signos de interrogación. La mujer que se lo ha vendido
dice: «Y si lo trae el viernes por la tarde, entre las dos y las cuatro, la
autora estará aquí para firmárselo. No arranque la etiqueta dorada
para que se vea que lo ha comprado aquí».
Joyce nunca ha llegado a comprender eso de hacer cola para ver
unos momentos al autor y después marcharse con el nombre de un
desconocido escrito en tu libro. Así que murmura algo cortésmente,
sin dar a entender ni sí ni no.
Ni siquiera sabe si leerá el libro. De momento tiene a medias un
par de buenas biografías que sin duda son más de su gusto.
Cómo hemos de vivir es una colección de relatos, no una novela.
Eso ya supone una decepción. Parece mermar la autoridad del libro,
da la impresión de que la autora se queda a las puertas de la literatura
en lugar de encontrarse acomodada dentro.
Sin embargo, Joyce se lleva el libro a la cama esa noche y consulta
el índice con diligencia. En mitad de la lista le llama la atención un
título.
—«Kindertotenlieder».
Mahler. Terreno conocido. Más tranquila, va a la página indicada.
Alguien, probablemente la autora, ha tenido el sentido común de
poner una traducción.
«Canciones a la muerte de los niños.»
Matt resopla a su lado.
Joyce sabe que no está de acuerdo con algo de lo que lee y que le
gustaría que ella le preguntara qué es. Así que se lo pregunta.
—Por Dios. Menudo imbécil.
Joyce deja Cómo hemos de vivir boca abajo sobre su pecho y hace
unos ruiditos para demostrar que le está prestando atención a Matt.
En la contracubierta del libro aparece la misma foto de la autora,
en esta ocasión sin sombrero. Igualmente adusta, y huraña, pero un
poco menos pretenciosa. Mientras Matt habla, Joyce mueve las rodillas
para apoyar el libro sobre ellas y leer las pocas frases de la nota
biográfica de la cubierta.
Christie O’Dell se crió en Rough River, un pueblo de la costa
de la Columbia Británica. Cursó el Programa de Escritura Creativa de
la Universidad de la Columbia Británica. Vive en Vancouver, Columbia
Británica, con su marido, Justin, y su gato, Tiberius.
Después de explicarle en qué consiste la imbecilidad de su libro,
Matt levanta la vista para mirar el libro de Joyce y dice:
—Esa chica estuvo en nuestra fiesta.
—Sí. Se llama Christie O’Dell. Es la mujer de Justin.
—¿Y ha escrito un libro? ¿De qué?
—De ficción.
—Ah.
Matt reanuda la lectura pero al cabo de un momento con un
dejo de arrepentimiento, le pregunta:
—¿Está bien?
—Todavía no lo sé. «Ella vivía con su madre —lee Joyce—, en
una casa entre las montañas y el mar…»
Nada más leer esas palabras se siente demasiado incómoda para
seguir leyendo. O para seguir leyendo con su marido al lado. Cierra
el libro y dice:
—Creo que me voy abajo un rato.
—¿Te molesta la luz? Estaba a punto de apagarla.
—No. Creo que me apetece un té. Ahora te veo.
—Probablemente me quedaré dormido.
—Entonces, buenas noches.
—Buenas noches.
Joyce le da un beso y coge el libro.
Ella vivía con su madre en una casa entre las montañas y el mar. Antes
había vivido con la señora Noland, que tenía una casa de acogida.
El número de niños que había en la casa cambiaba de vez en cuando,
pero siempre eran demasiados. Los pequeños dormían en una cama
en medio de la habitación y los mayores en catres a ambos lados de la
cama para que los pequeños no se cayeran. Sonaba una campana para
despertarlos por la mañana. La señora Noland se quedaba en la puerta
y tocaba la campana. Cuando volvía a tocarla tenías que haber hecho
pis, haberte lavado y estar vestido y listo para desayunar. Después
los mayores debían ayudar a los pequeños a hacer las camas. A
veces los pequeños del centro habían mojado la cama porque les costaba
trabajo salir a cuatro patas por encima de los mayores. Algunos
mayores se chivaban pero otros eran más amables y se limitaban a tirar
de las sábanas y a dejarlas secar, y a veces cuando volvías a la cama
por la noche no estaban del todo secas. Eso era casi todo lo que recordaba
de la casa de la señora Noland.
Después se fue a vivir con su madre, y todas las noches su madre
la llevaba a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Tenía que llevarla
porque no había nadie con quien dejarla. En Alcohólicos Anónimos
había una caja de Lego para que jugaran los niños pero a ella no le
gustaban mucho los Lego. Cuando empezó a estudiar violín en el colegio
la madre se llevaba el violín a Alcohólicos Anónimos. Aunque
allí no le permitían tocar, no podía perderlo de vista porque era del
colegio. Si la gente se ponía a hablar muy alto ella ensayaba bajito.
Las clases de violín eran en el colegio. Si no querías tocar un instrumento
podías tocar el triángulo, pero la profesora prefería que tocaras
algo más potente. La profesora era una mujer alta de pelo castaño
que normalmente llevaba recogido en una larga trenza que le
caía por la espalda. No olía como las demás profesoras. Algunas se
ponían perfume, pero ella nunca. Olía a madera o a estufa o a árboles.
Más adelante la niña pensó que el olor era a cedro machacado.
Cuando la madre de la niña empezó a trabajar para el marido de la
profesora olía a lo mismo, pero no exactamente igual. La diferencia
parecía consistir en que su madre olía a madera y la profesora olía a
la madera de la música.
La niña no estaba muy dotada pero trabajaba mucho. No lo hacía
porque le gustara la música. Lo hacía por amor a la profesora,
nada más.
Joyce deja el libro en la mesa de la cocina y vuelve a mirar el retrato
de la autora. ¿Tiene algo de Edie esa cara? Nada. Nada, ni en los rasgos
ni en la expresión.
Se levanta y coge el brandy; se pone un poco en el té. Intenta hacer
memoria del nombre de la hija de Edie. Christie no, desde luego.
No recordaba que Edie la hubiera llevado nunca a la casa. En el colegio
había entonces varios niños que estudiaban violín.
La niña no debía de carecer por completo de aptitudes, pues Joyce
la habría derivado hacia algo menos difícil que el violín. Pero no
estaría muy dotada —bueno, eso es lo que pasaba, no estaba do ta -
da— de lo contrario a Joyce se le habría quedado su nombre.
Un rostro sin expresión. Una borrosa puerilidad femenina. Aunque
había algo que Joyce reconoció en el rostro de la chica, la mujer,
adulta.
Era probable que hubiese ido a la casa si Edie estaba ayudando a
Jon un sábado. O incluso en aquellos días en los que Edie se presentaba
como una especie de visita, no para trabajar sino para ver cómo
iba el trabajo, echar una mano en caso necesario. Plantificarse a mirar
lo que quiera que estuviera haciendo Jon y meterse en cualquier
conversación que pudiera tener con Joyce en su valioso día libre.
Christine. Claro. Eso era. Fácil de cambiar por Christie.
Christine debía de estar de alguna manera al tanto del noviazgo;
Jon debía de pasarse por el apartamento, al igual que Edie se pasaba
por la casa. Quizá Edie había sondeado a la niña.
¿Qué te parece Jon?
¿Qué te parece la casa de Jon?
¿No estaría bien irse a vivir a casa de Jon?
Mamá y Jon se gustan mucho, y cuando dos personas se gustan
mucho quieren vivir en la misma casa. Tu profesora de música y Jon
no se gustan tanto como mamá y Jon, así que mamá, Jon y tú viviréis
en casa de Jon y tu profesora de música se irá a vivir a un apartamento.
Todo eso era absurdo; Edie jamás soltaría semejantes chorradas,
reconócelo.
Joyce cree saber qué sesgo tomará la historia. La niña hecha un
lío con los asuntos y los engaños de los adultos, zarandeada de acá
para allá. Pero cuando vuelve a coger el libro descubre que apenas se
menciona el cambio de vivienda.
Todo gira alrededor del amor de la niña por la profesora.
El jueves, el día de la clase de música, es el día memorable de la
semana; su felicidad o desdicha depende del éxito o el fracaso de la interpretación
de la niña y de la atención que la profesora preste a la
interpretación. Ambas cosas son casi insoportables. Aunque la voz de
la profesora fuera controlada, bondadosa y bromista para disimular
su desánimo y su decepción. La niña se siente fatal. O la profesora de
repente parece contenta y de buen humor.
—Muy bien. Muy bien. Hoy sí que has dado la talla.
Y la niña se siente tan feliz que tiene retortijones en las tripas.
Luego llega el jueves en que la niña tropieza en el patio del recreo
y se hace un arañazo en la rodilla. La profesora limpiando la herida
con un paño húmedo y templado, con voz repentinamente dulce
asegurando que eso se merece algo especial al tiempo que se
acerca al cuenco de los Smarties con que anima a los niños más pequeños.
—¿Cuál prefieres?
La niña, abrumada, dice:
—Cualquiera.
¿Es el comienzo de un cambio? ¿Es por la primavera, los preparativos
del concierto?
La niña se siente única. Va a ser solista. Eso significa que tiene
que quedarse después de clase los jueves para ensayar, así que no puede
coger el autobús escolar para salir de la ciudad hasta la casa donde
viven su madre y ella. La lleva la profesora en su coche. Por el camino
le pregunta si está nerviosa por el concierto.
Un poco.
Pues entonces, dice la profesora, tiene que acostumbrarse a pensar
en algo muy bonito. Como un pájaro cruzando el cielo. ¿Qué pájaro
prefiere?
Otra vez las preferencias. La niña no puede pensar, no puede
pensar en ningún pájaro. Y suelta:
—¿Un cuervo?
La profesora se ríe.
—Vale. Vale. Piensa en un cuervo. Justo antes de empezar a tocar
piensa en un cuervo.
Después, quizá para contrarrestar la risa, al percibir la humillación
de la niña, la profesora propone que vayan a Willingdon Park a
ver si el puesto de helados está abierto para el verano.
—¿No se preocupan si no vuelves enseguida a casa?
—Saben que estoy con usted.
El puesto de helados está abierto, pero tiene una oferta muy limitada.
Todavía no han llevado los sabores más fascinantes. La niña
elige la fresa; esta vez tenía la respuesta preparada con gran agitación
y dicha. La profesora escoge la vainilla, como muchos adultos. Sin
embargo, bromea con el dependiente y le dice que como no se dé prisa
en llevar ron con pasas empezará a caerle mal.
Quizá sea entonces cuando se produce otro cambio. Al oír a la
profesora hablar de esa manera, con descaro, casi como hablan las
chicas mayores, la niña se tranquiliza. A partir de aquel momento se
siente menos atenazada por la adoración, pero completamente feliz.
Van en el coche hasta el muelle para ver los botes amarrados, y la profesora
dice que siempre ha querido vivir en una casa flotante. A que
sería divertido, dice, y naturalmente, la niña le da la razón. Señalan
la que escogerían. Es de factura casera, y está pintada de azul claro,
con una hilera de ventanitas en las que hay macetas de geranios.
Eso las lleva a una conversación sobre la casa donde vive actualmente
la niña, la casa donde vivía la profesora. Y después, en sus viajes
en coche, vuelve a surgir el tema con frecuencia. La niña cuenta
que le gusta tener un dormitorio para ella sola pero no le gusta lo os-
curo que está fuera. A veces cree oír animales salvajes cerca de su ventana.
—¿Qué animales salvajes?
Osos, pumas. Su madre dice que están en el bosque y que nunca
llegan hasta allí.
—¿Te metes corriendo en la cama de tu madre cuando los oyes?
—Se supone que no debo.
—¡Dios mío! ¿Por qué?
—Está Jon.
—¿Qué dice Jon de los osos y los pumas?
—Dice que solo son ciervos.
—¿Se enfadó con tu madre por lo que ella te había dicho?
—No.
—Me imagino que no se enfada nunca.
—Una vez se enfadó un poco. Cuando mi madre y yo le tiramos
todo su vino al fregadero.
La profesora dice que es una lástima tener siempre miedo del
bosque. Se puede pasear por allí, dice, sin que te molesten los animales
salvajes, sobre todo si haces algún ruido, cosa que normalmente
haces. Ella conoce los senderos más resguardados y los nombres de
todas las flores silvestres que están a punto de salir. Violetas de perro.
Trilios. Violetas moradas y colombinas. Lirios de chocolate.
—Creo que se llaman de otro modo, pero a mí me gusta llamarlas
lirios de chocolate. Es un nombre delicioso. No tiene nada que
ver con el sabor, por supuesto, sino con el aspecto. Parecen de chocolate
con un trocito morado, como moras machacadas. No abundan
pero yo sé dónde hay unos cuantos.
Joyce vuelve a dejar el libro. Ahora, ahora comprende el giro, presiente
el horror que se avecina. La niña inocente, la adulta enfermiza
y astuta, esa seducción. Debería haberlo sabido. Todo muy de moda
hoy en día, algo prácticamente obligatorio. Los bosques, las flores de
primavera. Aquí era donde la autora injertaba su odiosa ficción en la
gente y la situación que había sacado de la vida real, demasiado perezosa
para inventar pero no para difamar.
Porque una parte era verdad, desde luego. Joyce recuerda cosas
que había olvidado. Llevar a Christine a casa con el coche, sin pensar
jamás en ella como Christine sino como la hija de Edie. Recuerda
que no podía entrar en el jardín para dar la vuelta, que siempre dejaba
a la niña junto a la carretera y que después seguía unos trescientos
metros para buscar un sitio donde girar. No recuerda nada del helado.
Pero había una casa flotante exactamente como la que estaba
amarrada en el muelle. Incluso las flores, y el artero interrogatorio a
la niña; eso podía ser verdad.
Joyce tiene que continuar. Le gustaría servirse más brandy, pero
tiene ensayo a las nueve de la mañana.
Nada por el estilo. Ha vuelto a equivocarse. Los bosques y los lirios
de chocolate desaparecen del relato, el concierto apenas se menciona.
El colegio acaba de terminar. Y la mañana del domingo de la última
semana la niña se despierta temprano. Oye la voz de la profesora en
el jardín y se acerca a la ventana de su habitación. La profesora está
en su coche, con la ventanilla bajada, hablando con Jon. El coche lleva
un pequeño remolque. Jon va descalzo, con el torso desnudo, solamente
con los vaqueros. Llama a la madre de la niña, que sale por
la puerta de la cocina y da unos pasos por el jardín, pero no llega hasta
el coche. Lleva una camisa de Jon a modo de bata. Siempre lleva
manga larga para ocultar los tatuajes.
La conversación es sobre algo del apartamento que Jon promete
recoger. La profesora le lanza las llaves. Después, quitándose la pala-
bra de la boca el uno al otro, Jon y la madre de la niña insisten para
que se lleve otras cosas. Pero la profesora se ríe desabridamente y
dice: «Todo vuestro». Enseguida Jon dice: «Vale. Hasta pronto», y la
profesora repite: «Hasta pronto», y la madre de la niña no dice nada
audible. La profesora se ríe como antes y Jon le indica cómo dar la
vuelta en el jardín con el coche y el remolque. La niña ya está corriendo
escaleras abajo en pijama, aunque sabe que la profesora no
está de humor para hablar con ella.
—Acaba de irse —dice la madre de la niña—. Tenía que coger el
ferry.
Se oye un bocinazo, Jon levanta una mano. Después cruza el jardín
y le dice a la madre de la niña: «Ya está».
La niña pregunta si la profesora va a volver y Jon dice:
—No creo.
Lo que ocupa otra media página es la cada vez más clara comprensión
de la niña de lo que ha ocurrido. A medida que se hace mayor
recuerda ciertas preguntas, el sondeo en apariencia casual. Información
—en realidad bastante inútil— sobre Jon (a quien ella no
llama Jon) y su madre. ¿A qué hora se levantaban por la mañana?
¿Qué les gustaba comer? ¿Cocinaban juntos? ¿Qué oían en la radio?
(Nada. Habían comprado una televisión.)
¿Qué se proponía la profesora? ¿Esperaba oír cosas desagradables?
¿O solo anhelaba oír lo que fuera, estar en contacto con alguien
que dormía bajo el mismo techo, comía en la misma mesa, estaba
junto a esas dos personas a diario?
Eso es lo que la niña nunca sabrá. Lo que sí sabe es lo poco que
importaba ella, cómo se había manipulado su cariño, hasta qué punto
era una pobre inocentona. Y eso la llena de amargura, claro que sí.
De amargura y orgullo. Se considera una persona a la que jamás volverán
a tomar el pelo.
Sin embargo, ocurre algo. Y he aquí el final inesperado. Su opinión
sobre la profesora y esa época de su infancia cambia un buen
día. No sabe ni cómo ni cuándo, pero se da cuenta de que ya no cree
que esa época fuera una mentira. Piensa en la música que tan dolorosamente
aprendió a tocar (por supuesto la dejó, incluso antes de la
adolescencia). El empuje de sus esperanzas, las rachas de felicidad, los
nombres curiosos y encantadores de las flores del bosque que nunca
llegó a ver.
El amor. Lo agradecía. Casi parecía que tuviera que producirse
un ahorro aleatorio y, por supuesto, injusto en los gastos emocionales
del mundo, como si la gran felicidad de una persona —aunque fuera
pasajera y endeble— pudiera derivar de la gran infelicidad de otra.
Pues sí, piensa Joyce. Sí.
El viernes por la tarde Joyce va a la librería. Lleva su libro para que se
lo firmen, y también una caja pequeña de Le Bon Chocolatier. Se
pone en la cola. Le sorprende un poco ver cuánta gente ha ido. Mujeres
de su edad, mujeres mayores y más jóvenes. Unos cuantos hombres,
todos más jóvenes, algunos acompañando a sus novias.
La señora que le vendió el libro la reconoce.
—Me alegro de volver a verla —dice—. ¿Ha leído la crítica del
Globe? ¡Caray!
Joyce está aturdida, incluso tiembla un poco. Le cuesta trabajo
hablar.
La señora pasa junto a la cola, explicando que la autora solo puede
firmar los ejemplares comprados en esa librería, que no aceptan
cierta antología en la que aparece uno de los relatos de Christie
O’Dell y que lo lamenta.
Joyce tiene delante una señora alta y ancha y no consigue ver a
Christie O’Dell hasta que la mujer se inclina para poner el libro so-
bre la mesa de firmas. Entonces ve a una joven completamente distinta
de la chica del cartel y de la chica de la fiesta. Ha desaparecido
el conjunto negro, también el sombrero negro. Christie O’Dell lleva
una chaqueta de brocado de seda rosa oscuro, con diminutas cuentas
doradas cosidas a las solapas. Debajo, una delicada camisola rosa.
Lleva el pelo recién teñido de dorado, aros de oro en las orejas y
una cadena de oro fina como un cabello alrededor del cuello. Sus labios
brillan como pétalos de flor y los párpados están sombreados de
ocre.
En fin…, ¿quién querría comprar un libro escrito por un quejica
o un fracasado?
Joyce no tiene pensado qué va a decir. Confía en que se le ocurra
algo.
La dependienta vuelve a hablar.
—¿Ha abierto el libro por la página donde quiere la firma?
Joyce tiene que dejar la caja para hacerlo. Nota una palpitación
en la garganta.
Christie O’Dell levanta la vista y la mira, le sonríe; una sonrisa
de refinada cordialidad, de distanciamiento profesional.
—¿Cómo se llama?
—Joyce. Con eso vale.
El tiempo pasa con mucha rapidez.
—¿Nació usted en Rough River?
—No —dice Christie O’Dell un tanto fastidiada o al menos más
apagada—. Viví allí una temporada. ¿Pongo la fecha?
Joyce recupera su caja. En Le Bon Chocolatier vendían flores de
chocolate, pero no lirios. Solamente rosas y tulipanes. Así que había
comprado tulipanes, que en realidad no son tan distintos de los lirios.
Ambos son bulbos.
—Quiero darle las gracias por «Kindertotenlieder» —dice tan
precipitadamente que casi se traga la larga palabra—. Para mí significa
mucho. Le he traído un regalo.
—Una historia preciosa, ¿verdad? —La dependienta coge la
caja—. Voy a guardar esto.
—No es una bomba —dice Joyce riéndose—. Son lirios de chocolate.
Tulipanes, en realidad. Como no tenían lirios he traído tulipanes.
Creo que son lo que más se les parece.
Se da cuenta de que la dependienta ya no sonríe, sino que la mira
con dureza.
—Gracias —dice Christie O’Dell.
El rostro de la chica no expresa ni pizca de reconocimiento. La chica
no conoció a Joyce hace años en Rough River ni hace dos semanas
en la fiesta. Ni si  quiera parece que haya reconocido el título de su propio
relato. Se diría que no tiene nada que ver con él. Como si fuera
algo de lo que se hubiera librado y hubiera dejado tirado en la hierba.
Christie O’Dell sigue sentada y escribe su nombre como si fueran
las únicas palabras escritas de las que pudiera hacerse responsable
en este mundo.
—Ha sido un placer charlar con usted —dice la dependienta,
aún mirando la caja que la chica de Le Bon Chocolatier ha adornado
con una cinta amarilla enroscada.
Christie O’Dell ha levantado la vista para saludar a la siguiente
persona de la cola y Joyce al fin tiene la sensatez de marcharse, antes
de convertirse en el hazmerreír de la gente y de que su caja, quién
sabe, se convierta en objeto de interés para la policía.
Andando por Lonsdale Avenue, cuesta arriba, se siente hundida, pero
poco a poco va recuperando la calma. Todo aquello incluso podría
acabar como una historia divertida que algún día contaría. No le sorprendería
nada.