viernes, 8 de abril de 2011

"La mujer de espaldas" de José Balza


Cuento de José Balza (Venezuela, 1939)

Tras el indiscriminado entusiasmo dejado en su estilo por el modo de Tom Wolfe, el joven periodista (en verdad: con más de treinta años; dos divorcios) quería que sus reportajes tuviesen algo de poema, de novela, de drama; o quería redactar noticias tan vivaces que fuesen como novelas. Tal vez sólo ansiaba escribir ficción, pero el oculto y paradójico temor de narrar con fórmulas periodísticas, lo mantiene prisionero del gran diario en el cual trabaja. Su simpatía, su desparpajo cultural, sus guiños mentales me permitieron asociarlo con cierta idea exterior de lo que debe ser un escritor. Durante una hora de la mañana había cumplido conmigo -sin que yo pudiese resistir o reaccionar- la entrevista acordada. El tema: un gran diccionario elaborado por el equipo a mi cargo. Sé que cualquier diccionario omite precisamente aquello que un lector urgido desea encontrar; también que es un libro incompleto para siempre. Pero el resto del equipo estaba satisfecho, y terminé aceptando lo glorioso de cinco años en tal tarea. Mientras el periodista destacó su entusiasmo por la exactitud de los datos, por el método aplicado, por las novedosas clasificaciones (que obliteraban el orden alfabético), no sospeché que ni siquiera había (h)ojeado el ejemplar remitido por nuestra oficina de Relaciones una semana antes. Él es así: puede improvisar preguntas como si supiera a qué se refieren. Y convence a millones de lectores. Cuando nuestra secretaria advirtió -desde el cristal vecino- que sería oportuno hacerlo, trajo café para ambos. Ya el hombre guardaba sus cassettes y una libreta que realmente no abrió. Por segundos imagine cómo afrontaría la noticia; temí que destacara -más que al diccionario, según su new periodismo- dos inoportunos estornudos míos. Evidentemente no tenía prisa (el equipo que al verlo supuso un destacado lugar para el día siguiente, tuvo que esperar semana y media; y ni siquiera vino la foto del grupo, que el acompañante del entrevistador nos hizo antes de la sesión) en aquel momento ni después: habló del entusiasmo con que su mujer -¿la tercera?- recorría ya el primer tomo de nuestra edición. Sólo entonces comenzó a contar cuanto realmente te interesaba. Pienso que hubiera dado cualquier cosa por ser, el entrevistado, él; por responder sutilezas acerca del proyecto que empezaba a exponer. Lo inició como una vasta idea para su pieza de teatro (ha cundido ahora, entre otros vicios, la creencia de que cualquier novelista escribe mejor teatro): con dos actos tensos e ineludibles. Aludió al esfuerzo para diluir la trama, y contó algún rasgo de la protagonista: extranjera, borracha o drogómana. Si no me distraje, creo que indicó como absolutamente suya la trama central; pero con total naturalidad, al segundo cigarrillo («¿Podríamos tener un poco más de café?») adjudicó el argumento a un limpiabotas de la Plaza Central. De ese hombre anciano y fiel a su oficio, de ese niño que llegó en 1910 al mismo lugar donde está hoy, el periodista había captado la extraña anécdota. Sí: ocurrió ayer, cuando en una manifestación más de su pluralidad entrevistó al viejo limpiabotas del centro. Fue fácil imaginar que convenció al jefe de redacción (tan anhelante de la moda y el éxito como él) para que lo enviara a hacer un reportaje en la Plaza Central, con sus humildes personajes. Algo novedoso, distinto de pintores y poetas, se dirían ambos. Por eso llegó ayer, cuenta antes de irse, a la Plaza: esperaba ver sólo muchachitos, pero encontraría al anciano. Con él se quedó algunas horas (antes lustró sus zapatos) y lo invitó a un bar. El anciano no aceptó el brindis: en cambio le otorgó esa interesante historia de 1930, ese suceso que él -desde ayer- imagina convertido en un texto policial o en una obra dramática. El viejo aún puede recordar los títulos de la prensa: fue un escándalo mayor y el limpiabotas (que es a la vez el muchachito de 1910 y el anciano de ahora) no ha olvidado ciertos rasgos de los participantes. Comprendo que el periodista, ansioso de ser entrevistado, está buscando mis preguntas, que le anote sus contradicciones, pero no hablo. Retomo el segundo café, y lo escucho hasta que decide irse. Ni le reclamaré la oferta de que el argumento era suyo ni destacaré cómo se la escuchó ayer a un viejo lustrabotas. Allá él; sabré esperar hasta que la convierta en ficción o en trazos de una cosa teatral. (Lástima por mis compañeros de equipo que, más allá del vidrio de la oficina, imaginan al periodista comentando nuestro Diccionario, mientras él narra su argumento). Y aun escuchándolo el asunto es confuso: no posee el periodista los claros hilos que exige un relato de muerte; se extiende en detalles, en la moda de los '30, interpola tonos locales, se complace con una frase. En fin... un francés gordo, envejecido, absolutamente desconocido, con sólo una semana en el puerto, mató a la extranjera, apuñalándola en un lunar con forma de lis, que tenía en la espalda. La sometió hasta dejarla en tal posición que pudiera operar mil veces sobre el lunar. Ella era fuerte y pudo defenderse (¿una réplica de Simone Signoret?), pero él actuó por sorpresa e iba equipado. La historia se conoció por el asesino mismo: no tenía deseos ni fuerzas para escapar. Le daba igual volver a Francia, quedarse en las cárceles de Guyana o morir envuelto por un clima y por un idioma que desconocía. Contó que durante cuarenta años había lamentado la ausencia de esa mujer; ni siquiera formó pareja o pudo casarse; la amó en exceso. Murió a los veintisiete años cuando ella murió, y desde entonces siguió como aislado. Permaneció siempre en la Petite Ville, antes de ella y después de enterrarla allí, pero su alegría, sus amores estuvieron en Marseille. La vida del puerto repetía la de esa mujer: cambiante, transitoria. Quizá en una ocasión así lo dijo; y sin embargo, él prefería creer en su fuerza para hacerla distinta con su amor: un amor formal y loco al mismo tiempo. ¿Tendría ella entonces dieciocho años? Él andaba por los veinticinco; y aunque la mujer fuese muy joven, parecía haber vivido todo: menos un amor tan leal como éste que él ofrecía. En algún momento debió reconocer que, tal vez, ni ella ni él podían aspirar a ese afecto por él pintado; sin padres, sin familiares, la mujer había andado siempre entre hombres. (Estaba seguro de que, en su soledad, un finísimo límite -el azar- habría podido convertir a la mujer en monja, en enfermera). Carecía de arrugas y quizá nunca tuvo prolongadas relaciones de afecto con otro ser. Sexo, dinero, fiestas. Así la encontró él: al comienzo como una óptima oportunidad para algún negocio. A pesar de su alegría, de sus pequeños escándalos con marinos y policías, borracha y feliz a ratos, nadie la hubiese imaginado metida en negocios serios. Era demasiado habladora y franca para guardar misterios. Él supo enamorarla y aprovecharla. Sensual, golosa, Marie-Jos podía encarnar los bruscos deseos de algún hombre sin ser realmente atractiva; tal vez su propia espontaneidad le restaba artificio, pero encantaba. No sólo contribuyó firmemente con él en esa oportunidad sino que desde entonces comenzaron a practicar dos costumbres: la de escapar del puerto, de venirse a Petite Ville, y gozar como en un hogar seguro; también la de cumplir negocios cada vez más audaces. Burlaron a los especializados del puerto y a las autoridades. En el refugio se acumulaba una fortuna. Pero François no contó con el sentimiento que iba a nacer: ahora le cuesta dejarla volver al puerto, admitir su vida con otros hombres, sus noches de borrachera. Supo que debía permitirlo para despistar y por los nuevos negocios. Pero un extraño escozor lo impulsaba a Marseille en horas en que no debía hacerlo. Muchas veces la vio, fingiendo naturalidad: ella te hacía un guiño y dos o tres días después recomenzaba la dicha. Entonces Marie-Jos era exclusivamente su mujer; la huella del desorden, del trasnocho y de la sexualidad sin dueño, desaparecía; asomaba en ella su casi adolescente frescura, el verdadero deseo: una identidad tierna y lúdica, tal vez fraternal. François no ignoraba los peligros: antiguos compañeros suyos, traficantes rivales detectaban su discreción, su manera de operar. Nadie tenía pruebas de su contacto con los barcos (para eso estaba Marie-Jos), pero se sabía vigilado. ¿Duró dos años el asunto? Había programado cuatro años para ser millonario y desaparecer; pero la muerte de la muchacha interrumpió el ascenso de su fortuna. La tragedia ocurrió una noche, mientras curiosamente él estaba en el puerto y la chica en el refugio. Al volver halló la casita arrasada: ni un billete ni una joya. Sangre en el piso y una cita a la morgue. Comprendió que había sido trabajo de rivales: ¿quién de ellos? Durante años no logró una pista ni un sospechoso y eso debió alertarlo, pero no fue así: la amaba demasiado. La pérdida lo aniquiló todo. Realmente, algunos empleados del puesto de asistencia (pasó por alto entonces que el cadáver no había sido llevado al hospital principal, sino a esta especie de triste dispensario) ofrecieron mostrarte el cuerpo destrozado a puñaladas, pero él rehusó. Una horrible debilidad le impedía ver aquellos senos y aquella piel, tan protegidos por él, ya destrozados. Firmó los documentos necesarios. Pagó el entierro, y durante meses acudió al pequeño cementerio. «Marie-Jos» y nada más decía la breve lápida. A ella dedicó horas de silencio, de adoración. Con los años olvidó el lugar, envejeció. Como ninguna otra cosa sabía hacer, siguió adherido al negocio; pero ahora asociado con cualquiera (incluso con alguno que pudo ser el ladrón, el asesino). No le interesaba averiguar; la había perdido, era suficiente vivir un poco. Tal vez carecía de condiciones para millonario u hombre rico, como creyó poseer estando cerca de ella. El tiempo lo volvió manso y hasta respetado dentro de los comprometidos. Tuvo el primer rumor hace cinco años; alguien, un ex recluso que volvía de América lo había contado a un amigo común del puerto. La noticia era escueta: una mujer idéntica a Marie-Jos vivía al otro lado del mar, en un puerto como éste; no discernió bien los componentes del comentario, pero algo agudo se revolvió en su cuerpo. Esa tarde tomó el bus y visitó el cementerio. Bajo la hojarasca descubrió la antigua lámina: el nombre querido, su propia historia, seguían allí, detenidos. Dedicó una noche confusa a evocarla, y se emborrachó. Por azar, meses después encontró a ese mismo amigo, y tomaron el tema con calma. El hombre tampoco había llegado a aquel puerto; sin embargo, conocía datos concretos a través del ex recluso. La mujer del otro lado se llamaba María Inés, tenía ya cierta edad y, a pesar de su lenguaje local, su acento extranjero era inconfundible. El recluso, para entonces en su vida de aventuras, había pasado una noche con María Inés; y ésta lucía un lunar en forma de lis, en su espalda. François se estremeció. La coincidencia era exagerada. ¡Una flor de lis! ¡Un tatuaje: no un lunar! Rememoró entonces los primeros encuentros, la alegría de tener a Marie-Jos como a un juguete. Él, François mismo, había grabado aquella flor en la piel de la mujer; ella soñaba con los tatuajes de los marineros, quería gozar de alguno. Se informó sobre los procedimientos; ebrios practicaron -donde ahora pasa su mano- con la piel de él, porque quiso complacerla sin riesgos. Poco después la obligó a aceptar que el tatuaje fuese en la espalda: temía arruinar un detalle notable del amado cuerpo, mas la flor tomó forma y color, triunfante. Marie-Jos estuvo feliz: hasta aprendió a mirarse, divertida, su «lunar» con dos espejos. Ahora el viejo François estaba alerta con los viajeros que llegaban de América; la intuición le indicaba exactamente a cuáles consultar: un detalle de la ropa, ciertas leves grietas en la piel, una marca en el brazo: indicios de vida en los suburbios y en los puertos. Así estableció contacto con un joven viajero que, curiosamente, no era europeo. («¿Debo -me preguntó el periodista- colocar aquí una tinta oscura sobre el limpiabotas? Él indicó que un cómplice venezolano iba a ayudar a François, pero no se adjudicó tal función», «Nadie va a reconocer que él era malandro, y además ya pasaron cuarenta años -respondí. El niño limpiabotas de la Plaza que narró la historia es el vicio que aún recuerda los titulares de prensa. Por lo tanto también pudo ser él un joven aventurero, el vínculo insospechado entre Marie-Jos y François»). Cierto que François no volvió a la situación floreciente de su juventud; pero vivía adecuadamente y tenía ahorros. Tampoco le importaba perder ese dinero en una obsesión como la que lo invadía. Si antes enloqueció de amor, ahora estaba asediado por la sospecha (o por la venganza). Aceptó que el joven aventurero viviera de él; en su casa, con mujeres del puerto y bebiendo sin parar. Un extraño vínculo de afecto (el otro parecía necesitar conversaciones, calor) y de chantaje, se produjo entre ambos. Realmente lo compró. En medio de tantas fiestas y complacencias, el aventurero supo corresponderle: además el trabajo que le ofreció sería un placer: volver a su país, instalarse brevemente en Puerto Cabello y encontrar una dama algo mayor, tal vez inclinada a las drogas, y un tanto borracha. Su misión: retener cualquier dato acerca de ella, y lograr una noche en su cama, hasta poder observar cuidadosamente su espalda. Sólo fue necesario un viaje del malandrito. Mientras estuvo ausente François se las ingenió para obtener el permiso de abrir la tumba; logró la mayor discreción (al fin y al cabo había prestado favores especiales a una persona del gobierno) y un mediodía, en la soledad del cementerio, comprobó, ansioso, que aparte de los restos de un paño y algunas piedras, nada más había contenido la urna de su mujer. Tal vez era demasiado viejo para sentir una emoción parecida, pero oleajes de pasión, una furia tensa, la impotencia, lo invadieron desde entonces. El desprecio y el odio ocupaban el lugar de su gran amor. Sin embargo, volvió a la ternura de los veinte años, a su entrega: a su necesidad de ella y a la violenta decisión de destruirla, de cerrar aquel prolongado sueño. Marie-Jos, concluyó entonces, había sido un objeto desconocido, alguien capaz de engañar en todo (como debió hacer con sus clientes en la cama): un alma intocada, tras la cercanía de los licores, de las noches. François se aisló durante algunas semanas indeciso, desconsolado. Solo, volvió a vivir como en los días de Marie-Jos; sonidos, detalles de las esquinas, lo retenían en un tiempo ya muerto. Cuando extirpó ese desdoblamiento únicamente quedaba el puro odio. Necesitaba esperar al viajero pero ya para él todo estaba confirmado. Utilizó entonces esos días tratando de obtener (¡tan tarde!) una pista. ¿Por qué lo traicionó Marie-Jos? ¿Con quién se había ido? Pasó revista a centenares de rostros con los cuales la había encontrado en los bares. Pudo haber sido cualquier marino, cualquier pasajero transitorio, alguien de quien él jamás habría sospechado (como nadie hubiera imaginado la profunda relación de ellos). Gastó noches llenando ese rostro vacío, la figura de un hombre imprecisable; el fantasma lo humilló con su ausencia. Y entonces reapareció el viajero. Sus noticias (ya que ignoraba la historia) contrastaron con las interrogantes de François, por su precisión, por su frescura, por su fatalidad. Aquella mujer era Marie-Jos. Ahora, al final de la plenitud, tampoco a ella parecía importarle el secreto que guardó durante décadas: habló en exceso de su vida al aventurero. Éste tuvo cierto asco al comienzo ante la marchita mujer, pero se dejó llevar por su eficacia en la cama, por su jugueteo. Y cuando la sintió dormida descubrió, con sorpresa, los pétalos violetas de una pequeña flor en la mujer de espaldas. Pasaba borracha, en efecto, casi todas las noches y padecía de un mal: la nostalgia por Marseille. Año tras año consideró la posibilidad de regresar, de pedir perdón a alguien, pero la lenta dulzura del trópico la inmovilizaba. Nunca hizo un gesto para volver, aun cuando -averiguando con cautela- llegó a saber que ese «alguien» había desaparecido de la vida activa del puerto, durante los últimos años. Hubo un tipo que le juró haber asistido a su sepelio. ¿Y con quién vive, qué hace? El viajero destacó detalles de la casa, de cómo la mujer había administrado una gran fortuna. Vivió para divertirse, pero como ciega: sin aspiraciones, sin búsquedas. Y lo menos creíble: sin hombre fijo. Gozaba y padecía los encuentros. Sólo en dos o tres ocasiones aceptó a un extranjero, porque la enloquecían esos hombres criollos -de nalgas estrechas y macizas, con empuje- («Como yo, ¿no crees?», dijo el moreno), a los cuales mantenía por períodos. ¿Tal traición, reflexionó François, tan largo viaje, tanto cambio de identidad para ser nada, una simple mujer? Allá sus amores seguían siendo fugaces. Puerto Cabello la recibió con festiva comicidad; tuvo problemas ante algunas esposas, pero la aceptaron gradualmente, y hasta algunas familias decentes llegaron a ser sus amigos. El viajero hablaba, completando el mosaico del pasado, ignorante de la precisión con que François ajustaba cada detalle. Era Marie-Jos. Pero ¿por qué había hecho todo aquello? Allí concluía su complicidad con el viajero, y quedaba instaurado un nuevo deseo: ya no tanto el de venganza, el de destruir a la mujer, sino el de saber qué había determinado a Marie-Jos a planificar su abandono, el robo y la indiferencia de tantos años. Para ello el malandrito no le serviría, tampoco ningún nuevo intermediario. Sólo él podría obtener de la mujer la confesión certera; pero volver a verla significaba matarla. Organizó de nuevo su vida en torno a Marie-Jos: como si nada suyo pudiera ser excluido en el reino de ella; como si el pasado, su vida actual y cualquier invención futura únicamente pudieran girar en ella, por ella. Revisó sus papeles; ordenó su dinero y, algún negocio pendiente; sin decirlo fue despidiéndose de su idioma, de los pocos amigos casuales, del refugio doméstico, de su aire predilecto, el aroma de Marseille. El limpiabotas lo siguió, por súbita decisión, en su búsqueda de Puerto Cabello. Prácticamente no se separaron durante el trayecto: un trago, algún chiste, las interminables conversaciones del malandrito, François no aludió más a la mujer; el otro se quedó sin algo concreto sobre los motivos del viaje. Ya en Puerto Cabello el viejo pareció aturdido; el excesivo brillo del cielo, el calor, lo inhibían. Tal vez no deseaba ser visto con claridad. Y entonces el amigo resultó de gran utilidad: casi lo guardó en una discreta pensión, le sirvió de intérprete y, sobre todo, por las noches -a ratos caminando, a veces en taxi- fue mostrándole los pasos de María-Inés. François se convenció de que nada había sentido la primera vez que la vio: ella salía de su gran casa, conduciendo un auto. Algo gorda, decaída, en nada se parecía a su graciosa muchacha de Marseille: pero en tal diferencia supo encontrarla: bajo cierta fijeza de los gestos, en la boca, en un olvidado movimiento de los ojos. El criollo jamás notó en la parsimonia del otro alguna violencia: sólo parecía rememorar, comparar la imagen de una antigua amante con su presente. Tres días después, en la madrugada, Marie-Jos murió atravesada por el puñal de François; el cuerpo permaneció íntegro, menos en el lugar de la flor. ¿Es producto del periodista o comentario verdadero del anciano limpiabotas que François la obligó antes a responder una pregunta? ¿Necesita un relato o un drama en dos actos la confesión del protagonista? Las voces de aquellos, en todo caso, coincidían en un punto: Marie-Jos había actuado exclusivamente por sí misma; adivinó, utilizó la confianza de François en ella, y lo abandonó cuando quiso. Ni otro hombre ni una verdadera traición: apenas el juego de sus deseos. François nunca supo que aquel día, cuando fue a la morgue, Marie-Jos aún estaba escondida en Marseille; si él hubiese abierto la urna; si hubiese descubierto la mascarada, los enfermeros -íntimos amigos de la mujer- la habrían llamado. Ella hubiera acudido, pidiéndole perdón, explicando de algún modo tan terrible broma; lo habría convencido, y tal vez nunca se separaran. Pero él creyó su muerte desde el primer minuto.