martes, 28 de diciembre de 2010

Fragmentos de "Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma" de Herta Müller



Tomado de El País
Estoy citada. El jueves a las diez en punto.
Cada vez me citan más a menudo. El martes a las diez
en punto. El sábado a las diez en punto. Miércoles o lunes.
Como si los años fueran una semana. Ya me sorprende que,
después del verano tardío, pronto sea otra vez invierno.
En el camino al tranvía cuelgan otra vez los arbustos con
las bayas blancas entre las vallas. Como botones de nácar
que estuvieran cosidos por debajo, quizás hasta dentro de la
tierra. O como diminutos panecillos. Para las cabezas blancas
de pájaros de pico curvo son demasiado pequeñas esas
bayas blancas. Pese a lo cual debo pensar en cabezas blancas
de pájaros, y eso produce vértigo. Mejor pienso en manchas
de nieve en la hierba, aunque ahí uno se pierde, y pensar en
tiza adormece.

El tranvía no tiene horarios fijos.
Me parece que está llegando, si no es el susurro de los
álamos de hojas duras. Ya está aquí, hoy quiere llevarme
enseguida. Me he propuesto dejar que suba primero el anciano
del sombrero de paja; cuando llegué, él ya estaba en
la parada, quién sabe desde hace cuánto tiempo, achacoso
no está, pero es delgado como su sombra, giboso y opaco.
En el pantalón no hay posaderas ni caderas, sólo las rodillas
están abombadas. Aunque si justamente ahora, cuando se
abre la puerta del vagón, se le ocurre escupir en el suelo,
subiré yo antes que él. Casi todos los asientos están libres. Él
los recorre detenidamente con la mirada y se queda de pie.

Por qué la gente mayor no se cansa ni se reserva el quedarse
de pie para cuando no pueda sentarse. A veces uno oye decir
a la gente mayor: en el cementerio habrá tiempo más que
suficiente para yacer. Y al decirlo no piensan en absoluto en
morirse, además tienen razón. La gente no se va por turnos,
también se mueren los jóvenes. Yo siempre tomo asiento
cuando no tengo que ir de pie. Viajar en un asiento es como
caminar sentada. El hombre me examina con detenimiento,
en ese vagón vacío una lo siente de inmediato. Para hablar
no tengo la cabeza despejada, si no, le preguntaría qué hay
que ver en mí. Le tiene sin cuidado que sus miradas me incomoden.
Fuera va pasando media ciudad, los árboles alternan
con las casas. Dicen que la gente mayor intuye más que los
jóvenes. Quizás incluso que hoy llevo en el bolso una toalla
pequeña, un cepillo de dientes y dentífrico. Y ningún pañuelo,
porque llorar no quiero. Paul no intuyó cuánto miedo
tengo de que Albu pueda llevarme hoy a la celda que hay
debajo de su despacho. No le dije nada, si ocurriera, él ya
se enterará muy pronto. El tranvía avanza lentamente. El
sombrero de paja del anciano tiene la cinta manchada, probablemente
por el sudor o la lluvia. Al saludarme, Albu me
besará la mano dejando en ella saliva, como siempre.

El mayor Albu me levanta la mano por las puntas de
los dedos y me aprieta tanto las uñas que podría gritar. Con
el labio inferior me besa los dedos, el superior lo mantiene
libre, para poder hablar. Siempre me besa la mano del mismo
modo, aunque al hablar dice siempre algo distinto.
Vaya, vaya, hoy tienes los ojos inflamados.
Me parece que te está creciendo bigote, a tu edad es un
poquito precoz.
Ah, esta manita está hoy helada, ojalá que no sea la circulación.
Huy. Se te han reducido las encías, como si fueras una
abuela.

Mi abuela no llegó a vieja, le dije, no le quedó tiempo
para perder los dientes.
Qué tendrían los dientes de mi abuela lo sabrá Albu, por
eso los menciona.
Como mujer, una sabe qué aspecto tiene hoy. Y que un
beso en la mano en primer lugar no duele, en segundo lugar
no es húmedo, y en tercer lugar se debe dar en el dorso
de la mano. Qué aspecto debe tener un beso en la mano lo
saben los hombres mejor que las mujeres, seguro que Albu
también. Toda su cabeza huele a Avril, un perfume francés
que también usaba mi suegro, el comunista de los perfumes.
Toda la demás gente que conozco no lo compraría, en el
mercado negro cuesta más que un traje en la tienda. Quizá
se llame también September, aunque yo no confundo ese
olor a humo, amargo, del follaje quemado.

Cuando me he sentado a la mesita, Albu ve que me froto
los dedos en la falda, no sólo para sentirlos de nuevo, sino
también para limpiarme la saliva. Él gira su anillo de sello
y sonríe satisfecho. Qué más da. Pues sí, la saliva se puede
limpiar frotándola, incluso se seca por sí misma y no es venenosa.
Saliva tiene todo el mundo en la boca. Otros escupen
en la acera y trituran el esputo con el zapato, porque ni
en la acera se debe escupir. Seguro que Albu no escupe en
la acera; en la ciudad, donde no lo conocen, se da aires de
gran señor. Las uñas me duelen, aunque él nunca me las ha
apretado hasta dejarlas azules, vuelven a deshelarse, como
si las manos heladas recuperasen de pronto el calor. Lo venenoso
es que yo crea que el cerebro se me resbala hasta la
cara. Humillación, cómo decirlo de otro modo cuando una
se siente descalza en todo el cuerpo, qué hacer cuando con
la palabra no puede decirse mucho, cuando la mejor palabra
es mala.

Desde las tres de la mañana estuve escuchando hoy
cómo el tictac del despertador repetía: citada, citada, citada...
Dormido, Paul estira las piernas por encima de la cama
en diagonal, luego las recoge tan bruscamente que, sin despertarse,
él mismo se asusta. Es un hábito. Se me va el sueño.
Me quedo despierta y sé que tendría que cerrar los ojos para
volver a dormirme. Pero no los cierro. Con frecuencia se me
ha olvidado qué es preciso hacer para dormirse y he tenido
que aprenderlo de nuevo. O funciona de manera muy simple
o no funciona en absoluto. Todo duerme por la mañana.
También los gatos y los perros merodean sólo la mitad de la
noche en torno a los cubos de basura. Cuando uno sabe que
no va a poder dormirse, en la habitación oscura, es más fácil
pensar en algo claro que apretar en vano los párpados. Pensar
en nieve, troncos de árboles blanqueados, habitaciones
blancas, mucha arena; de ese modo he matado el tiempo con
mucha mayor frecuencia de lo que hubiera deseado, hasta
que amanecía. Esta mañana hubiera podido pensar en girasoles,
y lo hice, pero no podía olvidar que estaba citada a las
diez en punto. Desde que el tictac del despertador empezó
a repetir: citada, citada, citada, no pude dejar de pensar en
el mayor Albu, aún antes de pensar en mí y en Paul. Hoy
estaba ya despierta cuando Paul flexionó bruscamente las
piernas. Cuando la ventana se puso gris, yo ya había visto
en el techo de la habitación la boca de Albu, muy grande,
la punta de la lengua rosada detrás de la hilera inferior de
dientes, y había escuchado la voz burlona:

Para qué perder los nervios, sólo estamos empezando.
Únicamente cuando no estoy citada durante dos o tres semanas
me despiertan las piernas de Paul. Entonces me pongo
contenta, es una señal de que he vuelto a aprender cómo
funciona eso de dormirse.
Cuando he vuelto a aprender a dormirme y le pregunto
a Paul por la mañana: Qué has soñado, no puede acordarse
de nada. Le muestro cómo estira las piernas con los dedos
del pie estirados y luego las vuelve a flexionar rápidamente
y curva los dedos. Llevo la silla de la mesa al centro de la
cocina, me siento, levanto las piernas e imito todos sus movimientos.
Paul se ríe y yo le digo:

Te estás riendo de ti.
Bueno, tal vez soñé que iba en la moto y te llevaba conmigo,
dice.
Ese estirar bruscamente las piernas y flexionarlas es como
precipitarse hacia delante y de pronto retroceder. Me imagino
que es por la bebida. No se lo digo. Ni tampoco que la
noche se lleva el tambaleo de sus piernas. Tiene que ser eso.
Lo aferra a la altura de las rodillas, lo arrastra primero hasta
los dedos del pie y luego a la oscuridad de la habitación; y
en la madrugada, cuando la ciudad duerme toda para sí,
lo saca fuera, a la negrura de la calle. Si no fuese así, Paul
no podría mantenerse erguido al despertarse. Si la noche se
llevara la borrachera de todos, por la mañana tendría que
estar llena hasta las estrellas, son muchos los que beben en
esta ciudad.

Poco después de las cuatro van llegando abajo, a la calle
de las tiendas, las furgonetas de reparto. Desgarran el silencio,
gruñen mucho y reparten poco. Unas cuantas cajas de
pan, leche y verduras, y muchas de aguardiente. Cuando allá
abajo se acaba la comida, las mujeres y los niños se dan por
satisfechos, las colas se dispersan y los caminos conducen a
casa. Pero cuando se acaban las botellas, los hombres maldicen
su vida y sacan la navaja. Los vendedores tratan de
calmarlos, pero lo consiguen sólo mientras sus clientes permanecen
dentro de las tiendas; luego se lanzan a recorrer la
ciudad en busca de un trago. Las primeras riñas se producen
porque no encuentran aguardiente, las siguientes, porque ya
están borrachos como una cuba.

El aguardiente crece entre los Cárpatos y la árida llanura
de la región montañosa. Allí hay tantos ciruelos que apenas
dejan ver las minúsculas aldeas. Bosques enteros que en el
verano tardío se tiñen de una lluvia azul, las ramas se curvan
bajo la carga. El aguardiente se llama como la región montañosa,
pero nadie usa el nombre de la etiqueta, y de hecho
no necesitaría ningún nombre, aguardiente sólo hay uno en
el país, y la gente lo llama por el dibujo que hay en la etiqueta:
Dos ciruelas. Las dos ciruelas, cuyas mejillas se apoyan
una en la otra, les resultan tan familiares a los hombres
como a las mujeres la Virgen María con el Niño. Se dice que
las ciruelas representan el amor entre el bebedor y la botella.
A mis ojos, esas ciruelas con las mejillas apoyadas una en
la otra se asemejan más a las fotografías de bodas que a la
Virgen María con el Niño. En ninguna imagen de la iglesia
la cabeza del Niño es tan grande como la de su madre. El
Niño apoya su frente en la mejilla de la Virgen, su mejilla en
el cuello y su barbilla sobre el seno de ella. Además, entre el
bebedor y la botella ocurre lo mismo que entre las parejas en
las fotos de bodas, se destruyen mutuamente y no se sueltan.
En la foto de mi boda con Paul no llevo flores ni velo. El
amor me brilla nuevo en los ojos, aunque me esté casando
por segunda vez en esa foto. Nuestras mejillas se apoyan
una en la otra como dos ciruelas. Desde que Paul bebe tanto,
la foto de nuestra boda resulta profética. Cuando Paul inicia
su recorrido por los bares de la ciudad hasta que acaba la
noche, tengo miedo de que nunca más vuelva a casa y me
quedo mirando la foto de la boda en la pared hasta que la
mirada se desvía, entonces nadan nuestras caras, la posición
de nuestras mejillas cambia y entre ellas asoma un poco de
aire. La mayoría de las veces, la mejilla de Paul se aleja nadando
de la mía como si quisiera volver tarde a casa. Pero
regresa. Paul ha regresado siempre a casa, incluso después
del accidente.

A veces traen el vodka polaco Büffelgras, el amarillo, de
sabor dulce y amargo. Se vende primero. En cada botella
hay un tallito largo, ebrio, que tiembla cuando sirven el vodka,
pero nunca se cae ni sale con él. Los borrachos dicen:
El tallito se queda en la botella como el alma en el cuerpo,
por eso protege el alma.

Esta creencia forma parte del sabor que arde en la boca y
de la curda tambaleante en la cabeza. Los borrachos abren
la botella, lo que vierten suena como una risa en la copa,
el primer trago baja por el gaznate, y el alma, que siempre
tiembla y nunca se cae ni abandona al cuerpo, empieza a
ser protegida. También Paul protege su alma y no tiene que
decirse ningún día que no va a ser capaz de vivir. Tal vez ésta
sería buena sin mí, pero estamos a gusto juntos. El aguardiente
se lleva el día; y la noche, la borrachera. Desde la
época en que aún tenía que ir muy de mañana a la fábrica de
ropa donde trabajaba sé que los obreros decían:
El rodaje de las máquinas de coser se lubrica por las ruedecillas;
el aparato locomotor de los hombres, por el gaznate.
En aquel entonces Paul y yo íbamos todos los días a las
cinco en punto al trabajo en la motocicleta. Veíamos las furgonetas
frente a las tiendas, los chóferes, los cargadores de
cajas, los vendedores y la luna. Ahora sólo escucho el ruido
y no me asomo a la ventana, tampoco miro la luna. Todavía
sé que, como un huevo de oca, se va de la ciudad por un
lado del cielo y por el otro llega el sol. Esto no ha cambiado
nada. Ya era así cuando aún no conocía a Paul y tenía que
ir andando hasta el tranvía. En el camino me resultaba sospechoso
que arriba, en el cielo, hubiera algo hermoso y en
la tierra, abajo, no hubiera ninguna ley que prohibiese mirar
a lo alto. Estaba, pues, permitido robarle con engaños algo
al día, antes de que en la fábrica se convirtiera en miseria.
Sentía frío porque no me hartaba de mirar, no porque me
hubiera puesto ropa demasiado delgada. La luna está carcomida
a esa hora, no sabe adónde ir en un extremo de la
ciudad. El cielo debe dejar el suelo cuando clarea. Las calles
corren empinadas hacia abajo y hacia arriba. Los vagones
de los tranvías van y vienen como habitaciones iluminadas.
También conozco los tranvías desde dentro. Quien sube
a esas horas usa manga corta, tiene una cartera de cuero raída
y carne de gallina en ambos brazos. Es juzgado con miradas
perezosas. Uno está entre los suyos, la clase obrera. La
gente acomodada va al trabajo en coche. Y entre nosotros se
hacen comparaciones: a aquél le va mejor, a ese otro, peor;
exactamente como a uno mismo no le va a nadie, eso no
existe. Se tiene poco tiempo, pronto llegan las fábricas. Los
evaluados bajan uno detrás del otro. Zapatos lustrados o
polvorientos, tacones torcidos o rectos, un cuello de camisa
recién planchado o arrugado, uñas de los dedos, correas del
reloj, hebillas del cinturón, crenchas, todo despierta envidia
o desprecio. A las miradas apáticas nada se les escapa, ni
siquiera entre la multitud. La clase obrera busca diferencias.
No hay ninguna igualdad por la mañana. El sol también
viaja dentro, y fuera va tirando hacia arriba de las nubes
blancas y rojas hasta el ardor del mediodía. Nadie lleva
puesta una cazadora. Pasar frío por la mañana se llama aire
fresco, porque al mediodía llegan el polvo espeso y el calor
infernal.

Ahora, cuando no estoy citada nos quedamos muchas
horas más durmiendo. En vez de ser negro azabache, el sueño
diurno es liso y amarillo. Dormimos inquietos, el sol nos
cae sobre la almohada. Sin embargo, aún se puede acortar
el día. Somos observados ya bastante temprano, el día no se
nos escapa. Siempre se nos puede reprochar algo, aunque
durmamos casi hasta el mediodía. De todas formas, siempre
nos reprochan algo que ya no puede cambiarse. Dormimos,
pero el día aguarda, y una cama tampoco es otro país. En
paz nos dejarán sólo cuando podamos yacer junto a Lilli.
Por supuesto que Paul también tiene que dormir la mona.
Sólo al mediodía la cabeza se le asienta firme en la nuca, su
boca puede hablar de nuevo sin sorber las palabras con una
voz tomada por la borrachera. Únicamente su aliento huele
aún, como si yo tuviera que pasar, abajo, ante la puerta del
bar abierta cuando Paul entra en la cocina. Desde la primavera
una ley regula las horas para beber, sólo está permitido
beber después de las once. Pero el bar sigue abriendo a las
seis, y hasta las once el aguardiente está en las tazas de café,
después hay copas.

Paul bebe y ya no es el mismo, duerme su mona y vuelve a
ser el mismo. Al mediodía todo estaría otra vez bien y vuelve
a estropearse. Paul protege su alma hasta que la hierba de
búfalo está de nuevo en un espacio seco, y me pongo a pensar
quiénes somos, yo y él, hasta que ya no sé nada. Cuando
al mediodía estamos sentados a la mesa de la cocina, resulta
falso hablar de la curda de la víspera. No obstante, digo una
vez esto y otra aquello:

El aguardiente no cambia nada.
Por qué me complicas la vida.
Tu curda de ayer fue más grande que esta cocina.
Sí, el apartamento es pequeño y no quiero evitar a Paul,
pero cuando nos quedamos en casa, de día nos sentamos
demasiado a menudo en la cocina, por la tarde ya está borracho
y por la noche todavía más. Yo aplazo la conversación,
porque él se pone de mal humor. Espero toda la noche
hasta que esté otra vez sobrio en la cocina, con ojos de cebolla
en la frente. Lo que digo entonces pasa a su lado sin
que él lo escuche. Quisiera que alguna vez Paul me dé la razón.
Pero los borrachos no hacen ninguna confesión, ni una
muda para ellos mismos, ni mucho menos una arrancada a
la fuerza, para quienes la están esperando. Ya al despertarse
Paul piensa en la bebida y lo niega. Por eso no hay ninguna
verdad. Cuando, sin callar, no escucha lo que le digo, me
dice para todo el día:




No te preocupes, yo no bebo por desesperación, sino porque
me gusta el sabor.
Puede ser, le digo, tú piensas con la lengua.
Paul mira el cielo por la ventana de la cocina, o la taza.
Toca ligeramente unas gotas de café sobre la mesa, como si
tuviera que convencerse de que son húmedas y se expanden
cuando uno las emborrona. Me coge la mano, yo miro por
la ventana de la cocina el cielo, la taza, también toco ligeramente
una y otra de las gotas de café sobre la mesa. El bote
pintado con esmalte rojo nos mira, yo retiro la mirada. Paul
no, de lo contrario hoy tendría que proponerse algo distinto
de ayer, será débil o fuerte cuando calla, en vez de decir: hoy
no voy a beber. Ayer Paul volvió a decir:
No te preocupes, tu hombre bebe porque le
gusta el sabor.
Las piernas lo llevaron por el vestíbulo, demasiado pesadas,
demasiado ligeras, como si dentro hubiese arena y
aire mezclados. Le puse mi mano en el cuello, le acaricié los
cañones de la barba, que por la mañana me encanta tocar
porque le han crecido mientras duerme. Él subió mi mano
hasta debajo de su ojo, la mano se deslizó por la mejilla hasta
su barbilla. No retiré los dedos, solamente pensé:

No hay que apoyar nada en la mejilla cuando se conoce
el dibujo de las dos ciruelas.
Me gusta escuchar cuando Paul habla así al final de la
mañana, y a la vez no me agrada. Justo cuando me aparto de
él me envía su amor, que se acerca tan desnudo que él ya no
necesita seguir hablando sobre sí mismo. No tiene que esperar
nada. Mi conformidad está lista. Ya no tengo ningún reproche
en la lengua. Y el de la cabeza desaparece velozmente.
Por suerte no puedo verme, mi cara se pone torpe y clara.
Ayer por la mañana también se deslizó inesperadamente del
gato de Paul un morro gatuno que camina sobre patas mullidas.
TU HOMBRE, así habla sólo quien es liso en la cabeza
y muy orgulloso en las comisuras de los labios. Aunque la
ternura al mediodía allana los caminos para la borrachera
de la noche, dependo de ella y no me gusta cómo la necesito.
El mayor Albu dice:

Uno ve lo que piensas, no tiene ningún sentido negarlo,
sólo perdemos tiempo.
Yo, no nosotros, él está trabajando. Se remanga la camisa
y mira el reloj, ahí está la hora, pero no lo que yo pienso. Si
Paul no ve lo que yo pienso, mucho menos lo verá él.
Paul duerme pegado a la pared, y yo en el mismo borde
de la cama, porque muy a menudo no puedo dormir. Sin
embargo, al despertarse él dice siempre:
Has dormido en el centro y me has empujado contra la
pared.

A lo cual respondo:
No puede ser. En el borde mi espacio era tan estrecho
como el cordel de tender ropa. En el centro estabas tú.
Uno de los dos podría dormir en la cama y el otro en el
sofá. Lo hemos intentado. Una noche me acosté yo en el
sofá, y la noche siguiente lo hizo Paul. Ambas noches me las
pasé girando de un lado para otro. Mi cabeza molía pensamientos,
y de madrugada, en duermevela, tuve pesadillas.
Dos noches llenas de pesadillas que, enhebradas una tras
otra, todo el día intentaban aferrarme. Cuando dormí en el
sofá, mi primer marido puso la maleta en el puente del río,
me agarró por la nuca y soltó una carcajada estruendosa.

Luego miró el agua y silbó la canción en la que el amor
se rompe y el agua del río se pone negra como tinta. No
era como tinta, yo la vi, y dentro, la cara de él, empinada e
invertida, hasta el fondo, donde había guijarros. Luego un
caballo blanco empezó a comer albaricoques entre una densa
arboleda. Con cada albaricoque alzaba la cabeza y escupía
el carozo como un hombre. Y cuando dormí sola en la
cama, alguien me cogió el hombro por detrás y dijo:
No mires a tu alrededor, no estoy aquí.
Yo no había girado la cabeza, sólo atisbé por el rabillo
del ojo. Los dedos de Lilli me tocaron, su voz era una voz
de hombre, de modo que no era ella. Levanté mi mano para
tocarla. Y la voz dijo entonces:

Lo que no se ve, no se toca.
Yo había visto los dedos, eran los suyos, sólo que otra
persona los había cogido. A ésta no la veía. Y en el sueño siguiente
mi abuelo estaba atusando un corimbo de hortensia
nevado y me llamó a su lado:
Ven aquí, que tengo un cordero.
La nieve le caía sobre los pantalones. Las tijeras atusaban
la inflorescencia manchada de color pardo por la helada. Le
dije:
Eso no es un cordero.

Un hombre tampoco es, dijo él.
Sus dedos estaban rígidos y sólo podían abrir y cerrar
las tijeras lentamente. Yo no estaba segura de si lo que chirriaba
eran las tijeras o la mano. Tiré las tijeras a la nieve.
Se hundieron, no se notaba dónde habían caído. Él se puso
a buscarlas por todo el patio con la nariz muy pegada a la
nieve. Junto a la cancela le pisé las manos para que levantara
la nariz y no saliera y siguiera buscando por toda la calle
blanca. Le dije:
Déjalo ya. El cordero se ha congelado y la lana se ha quemado
con la helada.
En la valla del jardín aún quedaba una hortensia totalmente
atusada. Se la señalé.

Qué pasa con ése.
Eso es lo peor, dijo, en primavera tendrá crías, y eso no
puede ser.
Tras la segunda noche, Paul me dijo por la mañana:
Si nos incordiamos uno al otro, es que hay alguien. Únicamente
en el ataúd duerme uno solo. Y eso no tarda demasiado
en llegar. Quién sabe qué habrá soñado y olvidado
enseguida.
Habló de dormir, no de sueños. Esta mañana a las cuatro
y media vi en la luz gris a Paul dormido, una cara deforme,
con papada. Y en la calle de las tiendas, abajo, se oían maldiciones
y carcajadas estentóreas a una hora muy temprana.
Lilli dijo:
Las maldiciones alejan el mal.
Idiota, quita el pie. Agáchate, o tienes mierda en los zapatos,
abre las orejotas y escucharás, pero con ese viento no
eches a volar. Deja el peinado, todavía estamos descargando.
Una mujer cloqueó sonidos breves, roncos, como una gallina.
La puerta de un coche retumbó. Agarra fuerte, imbécil,
si quieres descansar, vete al sanatorio.

La ropa de Paul yace tirada en el suelo. En el espejo de
la puerta del armario está el día de hoy, el día en que estoy
citada. Entonces me levanté, primero puse el pie derecho en
el suelo, como siempre que estoy citada. No sé si creo en eso,
aunque falso no puede ser.
Me gustaría saber si en otras personas el cerebro es competente
para el juicio y para la felicidad. En mí el cerebro alcanza
sólo para hacer una felicidad. Para hacer una vida no
alcanza. En cualquier caso no para la mía. Con la felicidad
me he conformado, aunque Paul dice que no es tal. De vez
en cuando digo:
Me va bien.
La cabeza de Paul, inmóvil y recta frente a mí, me mira
asombrada, como si el hecho de vivir juntos no significase
nada. Dice:
Te va bien porque has olvidado lo que eso significa para
otros.
Puede que otros se refieran a la vida cuando dicen:
Me va bien.
Yo me refiero sólo a la felicidad. Paul sabe que con la
vida no me he conformado, tampoco quisiera decir no, no
todavía.
Míranos, dice Paul, y no hables vanamente de la felicidad.
La luz en el cuarto de baño proyectó una imagen en el
espejo. Fue algo tan rápido como una mano llena de harina
que volara ante el cristal de una ventana. Luego se convirtió
en una imagen con arrugas de rana ahí donde están los ojos,
y se me parecía. El agua me corría caliente sobre las manos,
en la cara era fría. Para mí no es una novedad que, cuando
me lavo los dientes, me salga espuma de dentífrico por los
ojos. Me siento mal, escupo y lo dejo.
Desde que estoy citada, separo la vida de la felicidad.
Cuando voy al interrogatorio, de entrada tengo que dejar
en casa la felicidad. La dejo en la cara de Paul, en torno a
sus ojos, a su boca, en los cañones de su barba. Si alguien la
viese, la cara de Paul estaría recubierta de algo transparente.
Cada vez que debo irme, quisiera quedarme en el apartamento
como se queda el miedo que no puedo quitarle a
Paul. Como mi felicidad, que dejo ahí cuando me voy. Él no
lo sabe, no podría soportar que mi felicidad se confiara en su
miedo. Pero sabe lo que se ve, que me pongo siempre la blusa
verde y me como una nuez cuando estoy citada. La blusa
es una herencia de Lilli, pero su nombre es mío: la blusa que
aún crece. Cuando me llevo la felicidad, tengo los nervios
demasiado débiles. Albu dice:
Para qué perder los nervios, sólo estamos empezando.
Y es que yo no pierdo los nervios, no es que sean menos,
sino demasiados. Y todos susurran como el tranvía al pasar.
Se dice que, en el estómago vacío, las nueces son buenas
para los nervios y el juicio. Eso lo sabe cualquier crío, pero
yo lo había olvidado. No se me ha vuelto a ocurrir porque
esté citada tan a menudo, sino sólo por casualidad. Como
hoy tenía que estar a las diez en punto donde Albu, a las
siete y media ya estaba lista para salir. El trayecto dura a lo
sumo una hora y media. Yo me tomo dos horas, y cuando
llego demasiado pronto, prefiero dar unas cuantas vueltas
por los alrededores. Nunca he llegado demasiado tarde. No
puedo imaginarme que la indolencia sea tolerada.

Comerme la nuez se me ocurrió porque a las siete y media
ya estaba lista. Antes también era así cuando estaba citada,
pero esta mañana había una nuez en la mesa de la cocina.
Paul la había encontrado el día anterior en el ascensor y se la
había guardado, porque una nuez no es algo que se deja. Era
la primera del año, aún tenía pegados los hilillos húmedos de
su envoltura verde. La sopesé en la mano, para ser una nuez
nueva era demasiado ligera, como si por dentro estuviera
vacía. No encontré el martillo y la golpeé con la piedra que
antes estaba en el vestíbulo, pero ahora está en un rincón de
la cocina. Tenía el cerebro suelto. Sabía a nata agria. Ese día
el interrogatorio fue más breve que de costumbre. No perdí
los nervios y pensé, cuando estuve otra vez en la calle:
Se lo debo a la nuez.

Desde entonces creo que las nueces ayudan. No lo creo
de verdad, pero quiero haber hecho todo cuanto sea posible,
todo cuanto pueda ayudar. Por eso me quedo con la piedra
como herramienta y con la mañana como hora. Si la nuez
pasa la noche abierta, su ayuda se consume. No sólo para
los vecinos y para Paul, también para mí sería más fácilmente
soportable golpearla de noche, pero no puedo dejarme
inducir a hacerlo a esas horas.

Esa piedra la traje de los Cárpatos. Mi primer marido
estuvo desde marzo en el ejército. Me escribía cada semana
una carta lacrimosa y yo respondía con una postal consoladora.
Había llegado el verano y se podía calcular exactamente
cuántas cartas y postales tendrían que ir y venir hasta
que él regresara. Como mi suegro quería sustituirlo y dormir
conmigo, me harté del jardín y de la casa. Llené mi mochila
y, cuando él se marchó a trabajar muy de mañana, la escondí
en un matorral ante un agujero de la valla. Con las manos
vacías salí a la calle a eso del mediodía.
Mi suegra estaba colgando ropa recién lavada y no se
percató de mis intenciones. No dije una sola palabra, saqué
la mochila a través de la valla y me encaminé a la estación
del ferrocarril. Viajé a las montañas y me uní a un grupo de
estudiantes recién graduados del Conservatorio. Caminábamos
todos los días hasta que oscurecía, de un lago a otro
entre los glaciares. En cada orilla se alzaban, entre los pedregales,
unas cruces de madera con las fechas de muerte de
los ahogados. Cementerios bajo el agua y cruces alrededor
como advertencias ante días peligrosos. Como si esos lagos
redondos estuvieran hambrientos y necesitaran carne cada
año en las fechas que figuraban en las cruces. En busca de
muertos no se sumergía allí nadie. El agua cortaba la vida
de un tajo, uno se congelaba al instante. Los estudiantes
cantaban pese a que, estando ellos de pie, el lago los reflejaba
cabeza abajo para probar si serían buenos cadáveres. Al
caminar, descansar y comer cantaban a coro. No me habría
asombrado si, al dormir de noche, hubieran cantado a varias
voces como en las cumbres más peladas, donde el cielo
le echaba a uno el aliento en la boca. Tenía que permanecer
unida al grupo, porque la muerte no devuelve a ningún
paseante que se extravíe solo. Los lagos hacían crecer los
ojos a diario, los bajaban hasta las mejillas. Yo lo veía en
todas las caras, y las piernas se acortaban de día en día. Sin
embargo, el último día quise llevarme algo a casa y cogí en
un pedregal una piedra que parecía un pie de niño. Los estudiantes
escogieron piedras lisas y pequeñas para la mano,
piedras de la aflicción. Sus piedras de mano parecían botones
de abrigo, de esos que yo tenía a diario en cantidad más
que suficiente en la fábrica de ropa. Pero esos estudiantes
creían entonces en las piedras de la aflicción como yo creo
ahora en las nueces.

No puedo cambiarlo: me he puesto la blusa verde que
aún crece y he golpeado dos veces con la piedra, en la cocina
tiembla la vajilla, y la nuez queda abierta. Y mientras me
la como llega Paul en pijama, asustado por los golpes, y se
bebe uno o dos vasos de agua. Cuando, como ayer, ha estado
borracho como una cuba, dos. No necesito comprender
las palabras por separado, también así sé lo que dice al beber
el agua:
Tú no crees realmente que la nuez sirva para algo.
Por supuesto que no lo creo realmente, como tampoco
creo de verdad en todas las cosas a las que me he ido acostumbrando.
Y soy tanto más testaruda.
Déjame creer lo que quiera.
Paul ya no añade nada más, porque ambos sabemos que
antes del interrogatorio hay que tener la cabeza despejada
y no debemos reñir. La mayoría de los interrogatorios son,
pese a la nuez, atrozmente largos. Pero cómo puedo saber si
no serían peores sin la nuez. Paul no comprende que soy aún
más dependiente de las cosas a las que me he acostumbrado
cuando él las menosprecia con su boca húmeda y su vaso
vacío antes de ponerlo sobre la mesa.
Cuando una está citada, se acostumbra a cosas que sirven
para algo. Si realmente o no, eso no importa. No una, yo
me he acostumbrado a esas cosas, que van llegando una tras
otra, deslizándose.

Paul dice:
Con eso te entretienes.
En vez de eso él se preocupa por las preguntas que me
aguardan cuando estoy citada. Es necesario, opina, y lo que
yo hago, insensato. Necesario sería si las preguntas para las
que él me prepara me aguardasen realmente. Hasta ahora
siempre me han hecho preguntas totalmente distintas.
Sería demasiado pedir que las cosas a las que me he acostumbrado
me sirvan para algo. Sirven para algo, no me sirven
a mí. Algo significa a lo sumo la vida de día en día. De
eso no debe uno prometerse la felicidad en la cabeza. Sobre
la vida hay mucho que decir. Sobre la felicidad, nada. De
lo contrario ya no lo sería. Ni siquiera la felicidad que se
nos ha escapado tolera los comentarios. En las cosas a las
que me he ido acostumbrando se trata de los días, no de la
felicidad.
Seguro que Paul tiene razón, la nuez y la blusa que aún
crece sólo aumentan el miedo.

Y qué. Por qué uno debe desear hacer su felicidad si sólo
consigue hacer su miedo. A eso me dedico tranquilamente y
no pretendo tanto como otras personas. Y nadie codicia el
miedo que otro se hace. Con la felicidad ocurre lo contrario.
Por eso no es un buen objetivo, para ningún día.
La blusa verde que aún crece tiene un gran botón de nácar,
que una vez elegí entre muchos otros y me llevé de la
fábrica para Lilli.
Durante el interrogatorio estoy sentada a la mesita, giro
el botón y respondo con calma, aunque todos los nervios
me zumben. Albu camina de un lado para otro; el hecho de
tener que preguntar como es debido devora su calma tanto
como el hecho de tener que responder como es debido
devora la mía. Mientras yo permanezca tranquila, él hará
algo mal, o quizás todo. Cuando vuelvo a casa después del
interrogatorio, me pongo la blusa gris. Se llama: la blusa
que aún espera. Es de Paul. Seguro que ese nombre me hace
sentir a menudo escrúpulos que, sin embargo, aún no me
han perjudicado. Ni siquiera los días en que estaba citada.
La blusa que aún crece me ayuda, y la blusa que aún espera
quizás ayuda a Paul. Su miedo por mí llega hasta el techo,
así como el mío por él cuando está en el apartamento y bebe
y espera o se va a recorrer bares en la ciudad. Todo resulta
más fácil cuando uno mismo tiene que salir, se lleva consigo
el miedo, deja allí la felicidad y es esperado por el otro. Quedarse
en casa y esperar estira el tiempo hasta desgarrarlo y
lleva el miedo al extremo.
Lo que espero de las cosas a las que me he ido acostumbrando
no puede hacerlo nadie.
Albu exclama:
Ya ves, ahora las cosas concuerdan.
Y yo giro el gran botón de mi blusa y le digo:
Para usted, para mí no.

sábado, 18 de diciembre de 2010

"Letanía de la desesperanza"
de Fernando Pessoa


...A propósito de todo, de nosotros mismos, del hoy que nos toca, del mañana incierto, algo de Fernando Pessoa, mago de las letras, de la tristeza y de los sentimientos más humanos: Letanía de la desesperanza, un fragmento del Libro del desasosiego



Junta las manos, ponlas entre las mías y escúchame, oh amor mío.

Quiero, hablando con una voz suave y arrulladora, como la de un confesor que aconseja, decirte
cuán acá de lo que conseguimos queda el ansia de conseguir.

Quiero rezar contigo, mi voz con tu atención, la letanía de la /desesperanza/.

No hay obra de artista que no pudiese haber sido más perfecta. Leído verso por verso, el mayor de los poemas tendría pocos versos que no pudiesen ser mejores, pocos episodios que no pudiesen ser más intensos, y nunca es su conjunto tan perfecto que no pudiese serlo muchísimo más.

¡Ay del artista que se da cuenta de esto, que un día piensa en esto! Nunca más su trabajo es alegría,

ni su sueño sosiego. Es un joven sin juventud y envejece descontento.
¿Y para qué expresarse? Lo poco que se dice mejor seria que se quedase por decir.

¡Si yo pudiese compenetrarme realmente de cuán bella es la renuncia, qué dolorosamente feliz
sería para siempre!

Porque tú no amas lo que digo con los oídos con que yo me oigo decirlo. Yo mismo, si me oigo
hablar alto, los oídos con que me oigo hablar alto no me escuchan del mismo modo que el oído íntimo con que me oigo pensar palabras. Si me equivoco, oyéndome, y tengo que preguntarme tantas veces a mí mismo lo que he querido decir, ¡cuánto no me entenderán los demás!

De qué complejas ininteligencias no está hecha la comprensión que los demás tienen de nosotros.
La delicia de verse comprendido no puede tenerla quien se quiere no comprendido, porque sólo a
los complejos e incomprendidos les sucede esto; y los otros, los sencillos, aquellos a quienes los
demás pueden comprender, ésos nunca sienten el deseo de ser comprendidos.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Los textos perdidos de Marilyn Monroe

...La publicación a cargo de la familia Strasberg (descendientes de su mentor Lee, en el Actors’ Studio) de Fragmentos, una serie de papeles, cuadernos, poemas, cartas y anotaciones que permanecieron desconocidos hasta ahora, escritos por Marilyn, fue anunciada como la aparición de una faceta insospechada de la actriz.





Taaaantas luces en la oscuridad convirtiendo en esqueletos los edificios y la vida de las calles.
¿Qué era lo que iba pensando ayer por la calle?
Parece tan lejano, hace mucho y la luna.
Menos mal que me explicaron de niña lo que era
porque ahora no podría entenderlo.
Ruidos de impaciencia de los taxistas manejando que deben manejar –
calles calurosas, polvorientas, heladas, para poder comer, y quizás ahorrar para
unas vacaciones, en las que puedan llevar a sus mujeres a la otra punta del país para ver a la familia.
Entonces el río - la parte hecha de pepsi cola - el parque - gracias a dios por el parque.
Aunque no estoy mirando nada de esto,
estoy buscando a mi amante.
Menos mal que me explicaron de niña lo que era la luna.
Ese río silencioso que se agita y se hincha con todo lo que pasa por encima de élel viento, la lluvia, los grandes navíos.
Amo el río - nunca inmóvil por nada.
Está tranquilo ahora
y el silencio está solo
salvo por el ensordecedor estruendo de cosas desconocidas,
tambores lejanos muy presentes
excepto por los penetrantes aullidos
y los susurros de las cosas
los sonidos agudos y luego de pronto acallados
hasta convertirse en sollozos más allá de la tristeza - en terror más allá del miedo.
El grito de las cosas indeciso y demasiado joven para ser conocido aún.Los sollozos de la propia vida.

Tienes que sufrir –
la pérdida de tu oscuro dorado cuando hasta tu cobertura de hojas muertas te abandone
fuerte y desnuda debes permanecer –
viva - mientras miras adelante, aunque el viento te haga inclinarte
y llevar el dolor y la alegría
de lo nuevo en tus miembros.

Soledad - permanece quieta.

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El mejor de los cirujanos - Strasberg me va a abrir lo cual no me importa porque la Dra. H me preparó - me puso la anestesia y diagnosticó el caso y coincide en lo que debe hacerse - una operación - para devolverme a la vida y curarme esta terrible enfermedad sea lo que demonios fuere -Arthur es el único que está esperando afuera - preocupado y deseando que la operación vaya bien por muchas razones - por mí - por su obra y por él mismo indirectamente.
Hedda - preocupada - no para de llamar por teléfono durante la operación - Norman - pasa una y otra vez por el hospital para ver si estoy bien, pero más que nada para consolar a Art que está muy preocupado.
Milton llama desde su enorme despacho, muy espacioso y todo de muy buen gusto - y lleva sus asuntos de un modo novedoso con estilo - y suena música y él está relajado y disfrutando, aunque también esté muy preocupado al mismo tiempo - hay una cámara encima de su mesa, pero ya no hace fotos salvo de grandes pinturas.
Strasberg me abre después de haberme puesto la anestesia la Dra. H. y trata de consolarme de un modo clínico - todo en la habitación es blanco, de hecho no veo a nadie, sólo objetos blancos - me abren - Strasberg con la asistencia de Hohenberg. Y no hay absolutamente nada - Strasberg está profundamente decepcionado e incluso - académicamente sorprendido de haber cometido semejante error. Creyó que iba haber tantísimo - más de lo que nunca soñó posible en casi nadie, perono había absolutamente nada - vacío de todo sentimiento humano vivo - lo único que salió fue aserrín finamente cortado - como de dentro de una muñeca Raggedy Ann - y el aserrín se desparrama por el suelo y la mesa, y la Dra. H está atónita porque de pronto se da cuenta de que éste es un nuevo tipo de alumno (o de estudiante, iba a escribir).
El caso del paciente totalmente vacío.
Los sueños y esperanzas de Strasberg sobre el teatro se han derrumbado.Los sueños y esperanzas de la Dra. H de una cura psiquiátrica permanente son resignados - Arthur está decepcionado - abandonado –

Hedda se hizo muy amiga de Marilyn en 1955 y durante un tiempo fue su asistente. Norman es el marido de Hedda. La Dra H. es Hohenberg, su psiquiatra. Art es Miller.

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Dejé mi casa de madera sin pulir –
un sofá de terciopelo azul con el que sueño todavía.
Un arbusto oscuro y resplandeciente justo a la izquierda de la puerta.
Al final del camino los crujidos mientras mi muñeca
en su cochecito pasaba sobre las grietas - “Nos iremos lejos”.

Los prados son enormes la tierra (será) dura
a mis espaldas. La hierba tocaba
el azul y nubes aún blancas cambiaban la forma
de un anciano por la de un perro sonriente con las orejas desplegadas.
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Mira –
Los prados se extienden - están tocando el cielo.
Dejamos nuestros contornos sobre la hierba aplastada.Morirá más pronto porque estamos aquí - ¿habrácrecido algo más?

No llores muñeca no llores
te tengo en brazos y te acuno hasta que te duermes.
Calla calla sólo estaba fingiendo que no soy (era)
tu madre que murió.

Te alimentaré del arbusto oscuro y resplandeciente
justo a la izquierda de la puerta.


Esa mujer llamada Marilyn



Tomado de Página 12
Marilyn Monroe tiene un sueño: sueña que es Marilyn Monroe, que está en un quirófano y Lee Strasberg está por operarla. La Dra. Hohenberg, su psiquiatra, coincide con Strasberg: operarla es el único modo de curarla de la terrible enfermedad que la aqueja y devolverla a la vida. Afuera, su marido, Arthur Miller, espera ansioso el resultado de la intervención. La Dra. Hohenberg es la encargada de administrarle la anestesia. Strasberg procede, toma un bisturí y la abre. Pero no encuentra absolutamente nada, la operación es un fracaso: Strasberg queda profundamente decepcionado, la Dra. Hohenberg está atónita y Miller, triste y abandonado. Alrededor de la camilla yace desparramado el relleno que cayó de Marilyn después de la intervención: aserrín.

Marilyn Monroe anotó este sueño en 1955, en uno de los innumerables cuadernos y hojas membretadas que comenzaba y dejaba. Marilyn ya era Marilyn, y todavía faltaban siete años para que efectivamente la encontraran muerta en una cama rodeada de lo mismo que tenía dentro: pastillas, barbitúricos, un teléfono descolgado, el encanto muerto y desparramado. Pero ya en ese sueño podría decirse que está todo: su entrega ciega al gurú del Actors’ Studio, su miedo a ser una decepción, los fracasos de su terapia para tender puentes entre sus traumas y el mundo exterior, su incapacidad para amar completamente a un hombre sin abandonarlo, el doloroso esfuerzo por mostrar que había algo debajo de ese encanto imposible de diseccionar. Pero lo más sorprendente tal vez sea no que Marilyn se pregunte lo mismo que el mundo se viene preguntando desde su muerte, ¿quién era la persona dentro de Marilyn Monroe?, sino que ella misma ofrezca una respuesta: No importa, Marilyn Monroe es Marilyn Monroe, y el resto es relleno.

No es que lo que sepamos o podamos saber sobre ella no importe. Sabemos de su padre ausente y desconocido, de una madre internada en clínicas psiquiátricas, de una infancia en familias adoptivas, de los abusos sexuales en una de esas familias, de su primer matrimonio a los 16 años para evitar el orfanato, del fantasma de la locura familiar hereditaria. Pero, ¿cuántas chicas lindas con infancias trágicas hay que no terminan siendo Marilyn Monroe? Sabemos que a los 20 años, después de firmar contrato con la Fox, dejó caer su Norma Jean Mortenson y se envolvió como una boa de plumas el nombre de Marilyn Monroe, en homenaje a la actriz Marilyn Miller y al apellido de soltera de su madre. Pero, ¿cuántas actrices se cambian el nombre al empezar? La diferencia está, quizás, en que mientras muchas se cambian el nombre para dejar atrás quienes son, Marilyn Monroe parece cambiarse de nombre para empezar a ser quien siempre fue. Años después, cuando sale a la luz el calendario de sus días como modelo pin up para el que posó desnuda, poniendo en peligro su carrera, Marilyn sellará su prehistoria mítica y su romance con América pronunciando una frase que podría cerrar cualquier gran novela de Steinbeck, Dos Passos o Faulkner durante la Depresión y la guerra: “Tenía hambre”. Hambre, aserrín o pastillas: el relleno dice mucho de ella, pero no explica quién es, qué significa. A Marilyn Monroe nada la llena. Todos se enamoran de Marilyn, pero a Marilyn nada le alcanza: ni Jim Daugherty, ni Joe Di Maggio, ni Arthur Miller, ni Frank Sinatra, ni Yves Montand, ni los taxistas anónimos a los que se entregaba, ni JFK. Uno tiene la sensación de que, de haber sobrevivido a sí misma esa noche de 1962, Marilyn Monroe hubiera tenido más maridos que Elizabeth Taylor. Y peores. Incluso en sus comienzos, Elizabeth Taylor fue menos trágica, más dramática, pero nunca así de mítica. Liz Taylor era morocha en la era del color, y era del violeta de sus ojos de donde emanaba su cualidad única. En cambio, Marilyn Monroe resplandecía toda: ella resplandecía y eran los ojos de los otros los que se encendían. Si Marilyn Monroe tuvo un matrimonio feliz, fue con el Kodachrome. Esa piel hecha de luz, casi traslúcida, y ese rubio platinado que por fin no le debía nada prestado al blanco y negro. Marilyn Monroe no es parecida a ninguna de las rubias de Hollywood hasta entonces: no es Veronica Lake, no es Gloria Grahame, no es Jean Harlow (a la que estuvo a punto de interpretar en una biopic), ni es ninguna de esas rubias fatales del cine noir que le pedían a la noche que hiciera nido en su pelo para ser rubias en pantalla. Marilyn Monroe era la primera rubia fatal a la luz del día: una rubia con luz propia. Una rubia que no necesitaba hacer policiales noir porque terminó viviendo el film más negro de todos, el gran policial de la era color: el que transcurre en la Casa Blanca y termina con el presidente muerto. Por la misma época, con una piel así nacarada, un pasado de infancia trágica, un ascenso de hambre y junto a otro futuro presidente, Eva Perón también transitaba esa transformación hacia el mito. Mientras una enfrentaría a “la oligarquía”, la otra enfrentaría a “los estudios”. Si Evita era la rubia del Pueblo, Marilyn Monroe era la rubia de América.

¿Qué mito, entonces, encarna Marilyn Monroe que la hace quedar así adherida al siglo XX, junto con Los Beatles, pero sin los discos?

No es simplemente la gracia burbujeante del champagne cuando empieza la noche, ni un alma embriagada por su pena hasta la cirrosis. Marilyn Monroe es una mezcla de las dos cosas: es una gracia en pena. Es el ejemplar perfecto de esa estirpe única que es la chica norteamericana: la Daisy Miller de Henry James, la Daisy de Fitzgerald en El gran Gatsby, la Marilyn Monroe de Truman Capote en Música para camaleones: una gracia irreductible, con una pena inconsolable. Rubias hermosas, algo irreales, indescifrables. Marilyn Monroe es el eslabón perdido entre Daisy Miller y la conejita Playboy. Marilyn Monroe fue la primera tapa de Playboy y Marilyn Monroe es la conejita del siglo. ¿Es cándida o perversa? Cuando uno la mira cantarle a Kennedy “Happy birthday, Mr. President”, enfundada en ese vestido que, como ella mismo dijo, “sólo puede usar Marilyn Monroe”, ¿no intuimos acaso un pompón blanco asomando por atrás? Y cuando uno la escucha ahí, cantando ante el mundo, con esa voz susurrante, entre la agonía y el éxtasis, ¿por qué sentimos más pena por ella que por Jackie, la mujer más engañada en público de Estados Unidos, la cornuda de América? Tal vez porque en Jackie Kennedy siempre veremos a una mujer, y en Marilyn a una chica (incluso aunque uno prefiera a la chica).

¿Y qué siente esa chica? ¿Qué siente la mujer más deseada y sola de los años ’50?

Esta pregunta es lo que aparentemente viene a responder Marilyn Monroe. Fragmentos: poemas, notas personales, cartas. ¿Y cuál es la respuesta? Sorpresa: que adentro de Marilyn Monroe lo que hay es... Marilyn Monroe. Hambre, aserrín, pastillas.

El libro recopila en escaneos directos, y sus correspondientes transcripciones y traducciones, una serie de cuadernos, libretas, agendas, cartas, papeles sueltos y membretados en los que Marilyn escribió a lo largo de los años. Sobrevuela la idea y la intención de encontrar en estos fragmentos los rastros de una intelectual en formación, de una poeta viviendo debajo de la atmósfera resplandeciente de su celebridad, la idea de ver en Marilyn Monroe una Sylvia Plath en potencia. Una idea tan arriesgada como creer que si Sylvia Plath hubiese sido más linda, habría sido Marilyn Monroe. El libro es, sobre todo, un souvenir, una colección de memorabilia, un montaje impecable que intercala páginas escritas con su letra y fotos de Marilyn leyendo y escribiendo, fotos de pudor intelectual en las que Marilyn, que parecía entregarle todo al mundo, comparte con ella misma eso que no le entregaba a nadie: el paisaje desolado en el que parecía habitar adentro suyo.

Por las páginas pasan poemas, fragmentos, fulguraciones, sensaciones, epigramas, epifanías. Escuchamos de su propia voz el asco sexual que le despertaban los primeros hombres. Su miedo a ser la segunda en discordia y el terror a ser tonta (“podía aguantar el rechazo, pero mi orgullo no soportaba haber quedado como una tonta”). Los momentos de hiperconciencia en que actuar y vivir se vuelven lo mismo (“supongo que a lo mejor soy capaz de mirarla a los ojos y decirle ‘te quiero’ con un gesto de odio o algo parecido”, escribe como si hablara de copiar a Bette Davis). Su temor a ser castigada o reprimida por ser quien es arriba del escenario. Su esperanza de poder reírse de todo “sin ese falso tono protector”. Su certeza de que jamás se suicidaría marcando su cuerpo. Su obsesión por explorar más y más los traumas del pasado. Su duda permanente, la vacilación ante la incertidumbre de si podrá mejorar. Asistimos a su esfuerzo impenitente por educarse: se anota en cursos universitarios incluso cuando ya es famosa, se pone a las órdenes de Strasberg, arma listas de música clásica para escuchar, lee incansablemente clásicos, vanguardias y contemporáneos. Asistimos a su entrega incondicional al psicoanálisis. A su soledad desesperante. Marilyn escribe, anota, corrige. En sus imágenes hay pies, puentes y fantasías: una simbología sencilla pero clara para alguien desgarrada entre las ilusiones y la realidad (“No he tenido Fe en la Vida, entiéndase: la Realidad”). Conmueve leer su miedo, una herida en la infancia que no deja de sangrar, su terror a la desesperación, la fe en el amor que se marchita, la cara en el espejo que se arruga (Marilyn Monroe se arruga), la tristeza de saber que nunca se conoce completamente a otro, la decepción sentimental, su boca que dice “no me beses, no juegues conmigo, soy una bailarina que no puede bailar”. La conclusión de que “lo mejor es amar con valentía y aceptar tanto como una pueda aguantar”.

Norman Rosten, el amigo de Arthur Miller que la alentó a escribir, dijo que Marilyn escribía con instinto y reflejos de poeta, aunque sin la maestría. El tema con los papeles recogidos en Fragmentos no es que sean buenos o malos: es que no se leen para saber lo que Marilyn dice sino lo que ellos dicen de Marilyn.

Marilyn pasea por los recuerdos truculentos de su infancia como si fueran escenas de una película, anota indicaciones de Lee Strasberg en sus clases del Actors’ Studio como si fueran consejos para la vida, anota consejos para la vida como si fueran indicaciones para actuar: el mundo interior de Marilyn Monroe parece un guión para ser Marilyn Monroe. Y Marilyn Monroe actúa en sus cuadernos como actúa en la vida, haciendo ese mismo papel que hace como nadie, que hace siempre y que hizo como nunca en una de sus mejores escenas, bailando con Elia Kazan, Montgomery Clift y Clark Gable –pero que podían ser también Joe Di Maggio, Jim Daugherty y Arthur Miller– en Los inadaptados de John Huston, en una escena que parece grabada muchas botellas después de haberle cantado el Happy Birthday a Mr. President y en la que ella pronuncia una de sus mejores líneas, un diálogo escrito por Arthur Miller mientras el matrimonio de ambos se hundía y que podría haber sido de ella y que contiene todo el candor y la sabiduría de su belleza: “Tu mujer murió y nunca supo que podías bailar. En algún punto, tal vez eran extraños el uno para el otro. No te enojes... Sólo quiero decir que si la amabas, le podrías haber enseñado a bailar. Porque todos nos estamos muriendo, ¿no? Todos los maridos y todas las esposas. Cada minuto. Y no nos estamos enseñando lo que realmente sabemos. ¿O sí?”.

Marilyn Monroe baila en las páginas de sus cuadernos, baila como Marilyn Monroe, con su gracia y con su pena. Baila sola entre sus fotos.



Y es en una de esas fotos en la que, sin darse cuenta, Marilyn parece deponer a Marilyn sin dejar de ser Marilyn, como esas otras en las que se ve a Lennon y a McCartney en un estudio, olvidándose de quiénes son para ser ellos. Es una foto increíble en la que convergen a la perfección las dos mitades del siglo XX: en ella vemos a Marilyn absorta, al sol, con una musculosa de colores, leyendo las últimas páginas del Ulises de Joyce, donde se despliega el monólogo de Molly Bloom, el final por todo lo alto de uno de los libros más importantes del siglo, las palabras de una mujer que habita insatisfecha su mundo mientras afuera los hombres, su marido, todos los maridos, las ignoran y se las disputan haciendo sus cosas de hombres. Uno mira a Marilyn leyendo el Ulises y no puede sino preguntarse: ¿entenderá algo?, ¿o lo entenderá todo? Ahí está, en una de sus cartas, su intención de darles la espalda a los estudios que la dejan insatisfecha con sus cosas de hombres, para formar una compañía de actores nueva junto a Marlon Brando, y su proyecto de interpretar todos los papeles shakespeareanos, desde Julieta hasta Lady Macbeth. Ahí estén quizá los verdaderos papeles perdidos de Marilyn. Los que se perdieron para siempre esa noche de 1962 en que apareció muerta, desnuda, entre los blisters de barbitúricos con los que combatía el insomnio que la liberaba de la pesadilla de ser, también en sueños, Marilyn Monroe.