martes, 27 de octubre de 2009

Algunos textos de Augusto Monterroso


El espejo que no podía dormir

Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

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La oveja negra

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

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Vaca

Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos señores que detuvieron su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha.

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El dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.



"Desde pequeño fui pequeño", advirtió una vez Augusto Monterroso, hombre de corta estatura, modesto y sabio, propenso a escribir poco y a publicar sólo lo que consideraba necesario. Nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa, la capital de Honduras, pero su padre era general en el Ejército de Guatemala y en este país vivió el escritor hasta 1944. Ese año marchó al exilio por sus actividades contra el dictador Jorge Ubico.

Monterroso residió en Bolivia durante un tiempo y desde 1951 hasta 1954, coincidiendo con la presidencia del progresista Jacobo Arbenz en Guatemala, fue vicecónsul de su país en México. Tras el derrocamiento de Arbenz en 1954, el escritor vivió en Chile, donde trabajó como secretario de Pablo Neruda, hasta que en 1956 volvió a Ciudad de México. En su atípico diario La letra e, recuerda lo siguiente: "Cuando vine a México tropezaba mucho con un anuncio que decía: 'No hable, telegrafíe', que yo interpreté al pie de la letra y quizá, habiéndolo tomado demasiado en serio, sea de donde procede mi tendencia a escribir con brevedad, o por lo menos con frases breves".

Sea como fuere, en 1959 Monterroso publicó Obras completas (y otros cuentos), su primer libro, al que seguiría diez años más tarde La oveja negra y demás fábulas. El autor era ya profesor de Filosofía en la Universidad Autónoma de México y había contraído matrimonio con la escritora mexicana Bárbara Jacobs.

Sin prisas
En 1972 aparece Movimiento perpetuo, y seis años después se publica la novela Lo demás es silencio. Monterroso reconocía no tener prisa. "Yo creo en las musas, en la inspiración, y, si no me viene, pueden pasar tres o cuatro meses, o cinco, sin hacer nada", comentó en una ocasión. Muchas obras las guardaba durante años, a veces 13 o 14, sin terminar de decidir si ya podían publicarse o todavía no. Una colección de ensayos, recogidos bajo el título de La palabra mágica, fue publicada en 1983, y cuatro años después, La letra e: fragmentos de un diario.

En los años siguientes aparecerían Viaje al centro de la fábula, obra de 1989 en la que Monterroso reflexiona sobre su oficio, y Los buscadores de oro, primer volumen de sus memorias inconclusas. Tras publicar Sinfonía concluida y otros cuentos en 1994, reunió toda su obra de ficción en Cuentos, fábulas y Lo demás es silencio. Con la colaboración de su esposa, publicaría en 1998 una Antología del cuento triste. El 7 de febrero de 2003 moría de un ataque al corazón, pocos meses después de presentar su último libro, Pájaros de Hispanoamérica.

lunes, 26 de octubre de 2009

Ahora todos ven al diablo en Saramago


Tomado de El Mundo
En el olvido ha quedado para muchos portugueses el Premio Nobel de Literatura que José Saramago consiguió en 1998; el escritor luso se ha convertido en el "enemigo número uno" de su país natal.

"Este hombre es el diablo", repetía una mujer de edad avanzada que esperaba el comienzo de la misa dominical en una céntrica iglesia lisboeta. A raíz del lanzamiento de Caín, un libro en el que Saramago arremete contra los principales pilares del cristianismo -Dios, Biblia e Iglesia-, ésta es una opinión muy extendida entre los compatriotas del escritor.

Saramago -ateo y comunista confeso- definió la Biblia como "un manual de malas costumbres" en su último trabajo. Para el autor de 'Ensayo sobre la ceguera', el libro sagrado del cristianismo es "un catálogo de crueldades" sin el que probablemente la humanidad "sería mucho mejor".

Tampoco le han faltado arrestos al literato para negar la existencia de Dios y tildar su figura de "cruel, mala persona y vengativo", por no ser "alguien de fiar", ya que "fue creado por los hombres a su imagen y semejanza".

Estas declaraciones han suscitado reacciones airadas de gran parte de la sociedad portuguesa que ya ha convocado manifestaciones públicas de protesta, la primera el pasado sábado en Penafiel, cerca de Oporto.

Al rechazo popular se han sumado figuras representativas de la vida política y social del país ibérico. El eurodiputado socialdemócrata Mario David ha instado a Saramago a abandonar la ciudadanía portuguesa "lo más rápido posible", mientras que el ex subsecretario de cultura, Sousa Lara comparó al autor de 'El viaje del elefante' con el primer ministro italiano Silvio Berlusconi.

Saramago sabía seguro que sus palabras iban a provocar el rechazo de las principales agrupaciones religiosas del país, que no han tardado en mostrar su descontento; la Conferencia Episcopal y la Comunidad Islámica se han sentido muy ofendidas y el líder judío Eliezer di Martino ha asegurado que el escritor "no conoce la Biblia".

Esta nueva polémica ha servido para revivir la antipatía con la que cuenta el escritor de 86 años en su país de origen. Miguel sousa Tavares -autor del 'best-seller' 'Ecuador' opinó este fin de semana en su columna en el rotativo 'Espresso' "que todo en Saramago es vanidad y autopromoción".

También la edición portuguesa de la revista 'GQ' se ha unido a las críticas contra el dramaturgo, al que ha tachado de "ignorante y "blasfemo", "amargado" y "loco por publicidad". "Es el tipo más desagradable de la Península Ibérica".

Pocos son profetas en su tierra, pero la hostilidad que existe entre Portugal y Saramago, Saramago y Portugal, ha llevado al novelista a instalarse "en el exilio" en la isla de Lanzarote, donde vive hasta hoy con su esposa Pilar del Río.

Lea el primer capítulo de Caín:

martes, 20 de octubre de 2009

Elena Poniatowska y el oficio de periodista


...Esta conversación con la escritora mexicana, hecha en 2005, muestra una aproximación a su labor como reportera.

Tomado de La Jornada
De la mano de Elena Poniatowska , los lectores de La Jornada de hace 20 años, zarandeados todavía por los sismos, caímos junto con los edificios desplomados: "Se me hundieron los pies en el suelo y empecé a gritar"; sentimos el pánico atávico de quedar enterrados vivos bajo los escombros; volvimos a temblar cuando nos arrastramos junto con un rescatista voluntario por un túnel estrecho, sorteando cuerpos prensados hasta llegar al pequeño hueco donde esperaban ser rescatados los muchachos sobrevivientes del Conalep. Esos días de 1985, sin falta durante cuatro meses, con el café del desayuno, la escritora en su faceta de periodista nos ayudaba a mantenernos en contacto con las venas reventadas de nuestra ciudad.
Una entrevista tras otra, una serie de testimonios que cubrieron todos los ángulos de la catástrofe -sobrevivientes, familiares, rescatistas, voluntarios, los derrumbes, la solidaridad, el abuso y la negligencia de las autoridades, la ira del pueblo- fueron entregadas cada noche en el viejo edificio de Balderas 68 hasta que, poco antes de la Navidad de ese año, la reportera cayó exhausta.
¿Por qué cubrir así, hasta el agotamiento físico, los sismos y sus secuelas? ¿Por qué el afán de escuchar y registrar todas las voces, de escribir todos los días sin descanso? Su mamá, Paulette, le preguntaba: "¿Por qué te haces esto, Elena?"
Ella responde hoy: "Porque era mi responsabilidad. En un país que te da estas buganvilias y que tú no le devuelvas nada, que te la pases muy “viva la virgen” y que cada cual se rasque con sus propias uñas, como que no. Y más siendo periodista, porque esto es un gran privilegio, te hace partícipe de las cosas." Y mira a través de la ventana la enredadera que se exhibe bajo el sol.
Nada, nadie no ha alcanzado el éxito de ventas de La Noche de Tlatelolco. Pero en este libro, que recopila los artículos que La Poni publicó en este diario, está plasmada la crónica más fiel de esos días y uno de los momentos más trascendentes del oficio periodístico de Poniatowska.
Sobre esa experiencia nos brinda esta entrevista.
De brigadista a reportera
"Ese día me iba a ir a Veracruz. Miguel Capistrán me había invitado a una cosa cultural, pero a él se le cayó su edificio, murió su hermana, sus familiares. No se hizo el viaje. Así que el mero 19 mi primer impulso fue ir a ayudar. ¡Qué iba yo a estar pensando en reportear! Luego empecé a ir a Ciudad Universitaria, donde se organizaron unas brigadas. Me acuerdo que te vacunaban contra el tétanos antes de salir, te daban un tapabocas. Escogí los turnos de la noche. Salíamos en autobús al oscurecer. Nos llevaban a los edificios derrumbados de la Juárez y la Roma. Eso sólo fue los primeros días, porque me habló Julio Scherer y me dijo que qué diablos estaba haciendo, que en lugar de juntar ropa debería estar reporteando. Entonces yo, muy obediente, ahí me fui y empecé a escribir.
"Llevé mis artículos a Novedades. Pero a los pocos días me dijeron que ya no, que deprimía a la gente y que la consigna era volver a la normalidad. Entonces salí a la calle, crucé Balderas y entré por el portón de La Jornada. Ni sé a quién le pregunté si querían ese artículo. Me dijeron que sí, y que les trajera más. Así empezó.
"Yo era accionista fundadora de La Jornada pero escribía en Novedades. Era chistoso, porque ahí no tenía trato con los jefazos. Con el único con el que yo tenía trato era con don Lino, el elevadorista, al que le entregaba mis artículos. Ahí no había ni ante quien renunciar. Cuando me fui nadie se enteró."
-¿Nunca te sentiste paralizada ante la enormidad del desastre?
-Todos los días.
-¿Te costó trabajo hacer preguntas ante el dolor de la gente?
-Muchísimo. Me dolía, me daba miedo, me daba pudor, sudaba frío. Pero también mucha rabia. Y luego hacía muchas otras cosas que no tenían que ver con el reportaje. Que no había colchones, corría a buscarlos. Que hacía falta una silla de ruedas para doña Consuelo Romo, voluntaria que vino de Nuevo León y en las tareas de rescate se le cayó una trabe encima y perdió las dos piernas, entonces le hablé a Camacho Solís y me mandó una, eso sí, con una tarjeta que decía: "Con los atentos saludos de Paloma Cordero de De la Madrid". ¡Qué bárbara! Otros que te pedían cosas absurdas, como una señora que quería un peine, decía que no salía si no la peinaban.
"O luego llegaban a pedir informes en los hospitales los familiares y les ponían barreras de una crueldad enorme. Entonces uno como periodista, o simplemente como una señora con collar de perlas, pues te trataban mejor y a lo mejor hasta te colabas de carrera para buscar a alguien. Pero no pongas eso porque es horrible, eso no era reportear."
Entrevistar hasta el fondo del alma
-¿No lo es? ¿No fue eso lo que te permitió llegar tan a fondo del alma de la gente?
-Es que un terremoto es la intimidad. Tú estás desnudo, expuesto a todo. Y ese acceso a la intimidad te da mucho pudor pero también ganas de abrazar, de decir yo te tapo, yo te cubro. Pero es que si lo pones en la entrevista parece que me quiero lucir.
-O simplemente describir cómo llegaste a reportear esas crónicas con algo más que tu libreta.
-Pues sí. Yo creo que ahí entra nuestra condición de mujer. Porque una reportera, por más Barbi que sea, va hacia el otro a abrazarlo, a decirle: yo te aliviano un rato.
-Sin dejar de ser reportera ¿no? Porque mientras alivianas al otro estás haciendo acopio de información.
-Sí, estás viendo cosas todo el tiempo que en algún momento van a salir en tus artículos. Pero desde que escribí sobre Jesusa Palancares nunca he escrito lo que sé que no quieren que digas, ni pregunto algo que sé que puede doler. Por ejemplo, Oscar Lewis, el de Los hijos de Sánchez, mandaba a su mujer Ruth a hacer las preguntas más íntimas. Yo no lo hago así. En ese momento, en general, todos los entrevistados querían hablar porque vivían una situación límite y en esas condiciones la gente tiene mucha necesidad de hablar; quiere decir cosas para darle una razón a su vida cuando se da cuenta que pudo morir. Eso es muy humano. Además todo lo que tenía alrededor me ayudaba a entender. Puedes no entender a un músico, a un escritor. Pero ahí, al pie de los escombros, las circunstancias apoyan todo lo que te dice el entrevistado.
-En las crónicas recopiladas en Nada, nadie dejaste escuela, otro modo de hacer periodismo con todos los sentidos, no sólo con lo que pueda registrar la grabadora o anotar en una libreta.
-Depende, porque muchas cosas se me van. A mí se me van todas las cosas que Carlos Monsiváis registra con su mente analítica. El llega a conclusiones a las que yo no llego.
-Y viceversa.
-No creo. (Ríe.)
-¿Cómo logras entablar esa intimidad con tus entrevistados?
-Ayuda mucho ser chaparrita, porque me puedo meter por todas partes y no me ven agresiva. Además, el tiempo. Fueron muchas horas de estar ahí con ellos, entre los escombros. Sólo llevaba libreta, no grabadora. No se puede grabar cuando alguien está llorando.
-Entrevistaste a toda la gama de víctimas y protagonistas: sobrevivientes, rescatistas, familiares, voluntarios, cada uno con un ángulo de la historia que a 20 años sigue viva. ¿A todos los encontraste al pie de los escombros?
-También iba a un centro de información, CIASES, que formaron Daniel Molina, Raúl Alvarez Garín y Javier González, en la colonia Condesa. Ahí citaban a gente que iba a dar su testimonio. Estuve en la maternidad del Hospital General. Y mucho tiempo en San Antonio Abad. Ahí había muchas monjas. De veras ellas, y en general los eclesiásticos, sí saben qué hacer en caso de desastre. Hasta el Ejército de Salvación. ¿Te acuerdas que se vestían bien extravagantes?, pues no sabes lo bien que se portaban, cómo se organizaron.
Cuatro meses al pie del desastre
-¿Nunca te ocurrió que ante tanto dolor dijeras: ya no quiero oír más, ya no puedo?
-Sí. Aguanté hasta diciembre. Pero en el momento en el que paré me entró la temblorina. Es que en esas condiciones estableces un ritmo de trabajo que te ayuda a no detenerte. En la mañana reportear, escribir en la tarde, y en la noche iba al periódico a dejar el artículo. No descansé un solo día, ni un fin de semana, porque ya se había hecho la bolita y no me dejaban de hablar, que si quería ver a una señora para escucharla, que otro señor por allá. El último artículo lo entregué cerca de la Navidad.
-O sea, te plantaste cuatro meses en un mismo tema.
-Cuando era niña mis papás me hablaban de la guerra. Mi papá era paracaidista y cuando nos venimos a México él se quedó en el frente, en Francia. Estuvo en Italia, Rusia, Alemania. Fue muy condecorado, muy heroico. Aunque yo lo conocí poco porque de los 9 a los 15 años él no estuvo. Y cuando finalmente regresó, a mí y a mi hermana nos mandaron a estudiar al colegio de las monjas del Sagrado Corazón, en Filadelfia. De niña, cuando yo veía los noticieros en el cine y salían en la pantalla esos bombardeos, decía yo: "Ay, Dios, no vaya a ser mi papá". Cuando viví el terremoto, como había tanto polvo, tanto cascajo, con esos edificios desplomados como si hubieran sido bombardeados, pensaba que era como la guerra de mi papá. El ya había muerto. Estar ahí era como una forma de unirme a él.
-¿Cambió algo dentro de ti luego de esta experiencia?
-Conocí por primera vez dentro de mí algo que duele mucho. Hay algo dentro de uno, quién sabe dónde está, que duele mucho cuando sucede algo, luego se adormece, luego vuelve a suceder algo y se incendia.
-¿Volviste a trabajar como reportera algo con tanta intensidad?
-Sí, lo del levantamiento zapatista en Chiapas. Pero eso me gustó mucho. Ahora, a la distancia, no sé bien qué pasa con el EZLN. Creo que Marcos es demasiado consentido, cree que uno tiene que estarlo consintiendo todo el día y nunca da las gracias. Ahora está enojadísimo, pero se le tiene que quitar. Claro, tiene razón en todo lo que dice en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, lo mismo con su crítica a la izquierda. Su postura me parece correcta, pero sus arranques me duelen porque uno ha estado muy pendiente del sub. Y recibir burlas y regañadas todo el día, duele.
En realidad, Elena no se ve dolida. Nunca. Ríe con su modo candoroso, envuelta en un suéter rojo, en su sala inundada de sol y libros, porcelana azul y lienzos y flores amarillas.
-Antes del 85 dejaste otra marca histórica con tu trabajo periodístico sobre el 68 en La Noche de Tlatelolco. ¿También dolió?
-Fue otra cosa. De doler, dolió menos que el terremoto. Además de que cuando estaba ya armando todo lo del libro, en diciembre del 68, el día de la Inmaculada Concepción, decía mi mamá, murió mi hermano Jan, de 22 años, en un accidente. Eso lo tiñó todo. Pero como reportera fue una experiencia totalmente distinta. En el 68 era mucho de ir a Lecumberri. Pero yo ya había estado ahí en 1959 y 1960, cuando estuvieron en la cárcel Alberto Lumbreras y los ferrocarrileros.
-Parece que el periodismo que haces es siempre ir a las cárceles, a las morgues, a los escombros, hablar con las víctimas de desastres, de la represión, de los abusos.
-Pero fíjate que en la cárcel es muy fácil que la gente hable, sacarle datos de vida, porque está muy deseosa de un oído amigo. Para un periodista es meter las manos a un tesoro. A mí siempre me ha interesado todo lo que no tiene nada que ver conmigo. Hay entrevistas que se me hacen muy difíciles, actrices de cine, actores, políticos. Siempre dicen lo mismo. Pero la gente de la calle me fascina.
-¿Cuándo te diste permiso para volver a la normalidad?
-El temblor fue un jueves. Los jueves yo daba un taller de literatura para señoras, lo que se dice niñas bien. A la semana siguiente yo les dije: ahorita no va a haber clase. No vamos a sentarnos aquí a hablar de libros con lo que está pasando en la ciudad. Vamos a salir a reportear, vamos a las calles, a los albergues, hagan acopio de lo que se necesite, vamos a repartir. A raíz de eso también se recogieron los testimonios de ellas para el libro, aunque la mayor parte son míos. Fue hasta enero que reanudamos el taller. Entonces Proust, Faulkner y El Quijote volvieron a nuestras vidas.

lunes, 19 de octubre de 2009

Saramago habla acerca de "Caín"


Tomado de El País
"Hay quien me niega el derecho de hablar de Dios, porque no creo. Y yo digo que tengo todo el derecho del mundo. Quiero hablar de Dios porque es un problema que afecta a toda la humanidad". José Saramago (Azinhaga, 1922) ha vuelto a escribir de un tema que le inquieta. Lo ha hecho esta vez a través de una figura bíblica con mala prensa. Caín (Alfaguara), última novela del premio Nobel de Literatura de 1998, tiene grandes posibilidades de levantar las iras de algunos sectores católicos. Nada nuevo para el escritor portugués, que en 1991 generó una polémica mayúscula con El Evangelio según Jesucristo. En aquella ocasión, el Gobierno luso se sumó a la campaña contra Saramago, al vetar su nombre como candidato al Premio Literario Europeo. El primer ministro era el conservador Aníbal Cavaco Silva. Hoy es el presidente de la República. El veto indignó al escritor, que decidió autoexiliarse en Lanzarote, donde reside con su esposa, Pilar del Río, desde entonces.

¿Se puede repetir la historia ahora con Caín? "No. Ya metieron una vez la pata. No repetirán la experiencia, a no ser que quieran caer en el ridículo", dice Saramago, con aparente convicción. La entrevista tiene lugar en su casa lanzaroteña, refugio del escritor, a la que acuden amigos de todos los rincones. Dentro de unas horas tiene prevista la llegada de Mario Vargas Llosa. "El Evangelio... provocó las reacciones más violentas en sectores católicos de Italia. Me llamaron provocador", explica. "En mi opinión, los católicos no tienen motivos para enojarse con Caín, porque no tiene nada que ver con ellos. El libro habla del Antiguo Testamento, y me parece que los católicos no leen la Biblia ni el Antiguo Testamento. Tienen el Nuevo Testamento, que es un texto simpático con parábolas bonitas. Creo que Caín sentará mal a los judíos, porque la Torá es su libro. Me llamarán de nuevo antisemita. No me importa. He escrito el libro que quería y creo que es una buena obra literaria". Una obra que reescribe libremente una historia, la Biblia, que según el autor no ocurrió. Y para ello usa elementos de esta historia, Babel, Jericó, Sodoma y Gomorra, Moisés en el Sinaí. Entonces ¿qué ha escrito? ¿Una fantasía? "Sí, pero en mis fantasías hay mucha lógica, y esto ocurre en muchos de mis libros. Le propongo al lector un punto de partida que puede parecer absurdo. Pero después, el desarrollo es siempre de una lógica impecable". Acaso pretende hacerle la competencia a la Biblia. "De ninguna manera. No pretendo que el lector crea haber visto la luz después de leer el libro. Sólo propongo que piense en sus propias creencias y qué espera de ellas. ¿La vida eterna? ¿La condena al infierno?".
En la controvertida novela del Evangelio, Saramago humanizó la figura de Jesucristo. Algunos lectores de su último libro apuntan que ahora humaniza la figura de Caín. Pone cara de póquer, medita un instante y hace la siguiente reflexión: "Lo que pasa es que Jesús humaniza la figura de Dios. Jesús suavizó y matizó el Dios del Antiguo Testamento. Nunca tuve la conciencia de que estaba humanizando a Caín, pero, claro, es el fratricida, el asesino de su hermano Abel. En castellano hay la palabra cainita, que habla por sí sola. Siempre he pensado que la historia de Caín es una historia que ha sido mal contada en la Biblia. Como la de David y Goliat. Goliat nunca ha podido acercarse a David, David venció porque tenía una honda, que era la pistola de la época".

De dónde viene esa obsesión por escribir de Dios, pregunto, porque el tema de fondo es Dios, aunque ahora sea a través de la figura de Caín. "Puede parecer extraño", dice. "Nunca tuve educación religiosa. Ni en el colegio, ni en casa. No tuve crisis religiosas en la adolescencia ni cuando uno empieza a preguntarse sobre la muerte. Sinceramente, creo que la muerte es la inventora de Dios. Si fuéramos inmortales no tendríamos ningún motivo para inventar un Dios. Para qué. Nunca lo conoceríamos". El ateísmo del autor tiene sus matices. "Ateo es sólo una palabra. En el fondo, estoy empapado de valores cristianos, y es verdad que algunos de estos valores coinciden con valores de humanismo. Los acepto. Ahora bien, todo lo que tiene que ver con la creencia en un Dios superior y eterno, que un día me condenará, me parece una chorrada".

Las páginas de Caín son implacables con Dios. "No", replica. "Soy implacable con la especie humana, que ha inventado el Señor". Bueno, pero el libro dice, entre otras cosas, que Dios no es de fiar, que es capaz de pactar con Satán, que está rematadamente loco. Le trata de rencoroso, maligno, corrupto... Le acusa de despreciar la Justicia. Y así hasta el final, donde afirma que Dios acaba por arrepentirse de haber creado el hombre. "Sí, por eso, según la Biblia, ordenó el diluvio y exterminó a la humanidad, a excepción de Noé y su familia. El libro es una lucha entre el hombre y Dios. Con Caín, que no era precisamente un santo sino todo lo contrario, pero en el fondo más limpio de mente y más transparente".

Mientras escribía, Saramago tropezó con un problema narrativo que parecía no tener solución: el paso de Caín por el tiempo. ¿Qué hacer? "Inventé, no el futuro ni el pasado, sino lo que llamo otro presente. De repente, Caín se encuentra en otro presente, no importa que sea pasado o futuro. Creo que conseguí conservar el humor en un tema tan complicado. El libro es divertido y profundamente serio". No es una ironía premeditada, asegura. Nunca premedita nada. La historia marca el camino de cómo tiene que ser narrada. "Soy una mano obediente que intenta no hacer nada en contra de la lógica y de lo que estoy escribiendo. Que acepta lo que quiere la propia historia. La ironía es una constante en todos mis libros. El humor aparece por primera vez en El viaje del elefante, y se repite en Caín. No fue una decisión consciente, simplemente ocurrió así".

La novela termina con una discusión, cargada de reproches mutuos, en el umbral de la gran puerta del arca de Noé, entre Dios y Caín: "Caín eres el malvado, el infame asesino de su propio hermano. No tan malvado e infame como tú, acuérdate de los niños de Sodoma". Es la eterna discusión entre el hombre y Dios, precisa el escritor. Una discusión sin salida. "Ni él nos entiende a nosotros, ni nosotros le entendemos a él. Son dos entidades que no se han entendido, no se están entendiendo y no se entenderán".

Saramago lo escribió en cuatro meses, la mitad del tiempo invertido en su anterior libro, El viaje del elefante. En ambos casos, reconoce, tenía prisa por escribir, en una carrera contra el tiempo. No podía bajar el ritmo. "Ahora ya puedo darme el lujo de reducir la velocidad. Cumpliré pronto 87 años. La vida es como una vela que va ardiendo, cuando llega al final lanza una llama más fuerte antes de extinguirse. Creo que estoy en el periodo de la última llamarada, antes de la extinción. Lo digo sin dramatismo. Tengo muy claro que no voy a vivir mucho más. Ahora estoy en una fase en la que sí creo que puedo hacer un trabajo y lo puedo hacer bien, quiero hacerlo. Después acabará todo y quedarán mis libros, que pienso seguirán siendo leídos. Espero, si la salud aguanta, terminar la novela que tengo entre manos". No revelará nada del próximo libro. Tan sólo un detalle: ya tiene decidida la última frase. No habrá sorpresas ni cambios sobre la marcha. No suele haberlos en su escritura. "Creo que soy un escritor lógico".

Pilar del Río va y viene por la casa, como siguiendo en la distancia la conversación. Saramago habla con cierta parsimonia, pero no da muestras de cansancio. Pasamos de la literatura a la política, su otra gran pasión. Le gusta hablar de política. Toma carrerilla y no para. Las primeras críticas son para el Partido Socialista (PS), que ha gobernado en Portugal los últimos cuatro años y medio con mayoría absoluta, y que seguirá en el poder después de ganar las elecciones del pasado 27 de septiembre. "El Gobierno socialista ha hecho políticas de derecha y el problema es que no hay ningún palacio de invierno para asaltar. Lo peor de todo, y esta crisis lo ha demostrado, es que la izquierda no tiene ideas. Ningún partido de izquierda, más o menos roja, más o menos rosa, ha presentado una sola idea para combatir la crisis. Y con los sindicatos ha ocurrido lo mismo. Su fuerza está dormida, domesticada. Me parece que Marx nunca ha tenido tanta razón como ahora. Pero eso no es suficiente. Haría falta una reflexión profunda, partiendo de Marx".

Es sabido que el premio Nobel portugués es militante del Partido Comunista desde los años sesenta. Un PC que no tiene parangón en la Unión Europea, de larga tradición estalinista, que sigue llamándose comunista, que conserva la iconografía bolchevique, hoz y martillo, bandera roja, que sigue soñando en épocas pasadas, probablemente más próximas a lo que representaba la antigua Unión Soviética, y que, contra viento y marea, tiene un electorado inquebrantable de medio millón de votos, que representa alrededor del 8%. El escritor admite que "es muy posible" que el PCP viva anclado en el pasado. "Lo que pasa es que tenemos una herencia, de la que no puedo despegarme. Y es posible que esta herencia no tenga mucho que ver con la realidad actual. Pero ¿por qué la realidad actual tiene razón?". Su militancia comunista tiene, probablemente, más de sentimentalismo que de convicción. "Los sentimientos cuentan. No me reconocería en ningún otro partido. Puede que sea mi culpa, y que esté enquistado en ideas del pasado, pero yo también tengo mi propio pasado. Francamente, no sabría convivir en otro partido si mañana dejara el PCP. No me pasa por la cabeza". Entonces ¿por qué sigue en el Partido? "Por respeto a mí mismo. He sido muy crítico con mi partido. Dije en una ocasión que nunca dejaría el partido, con una condición: que el partido no me deje a mí. Dejarme a mí sería un cambio radical de rumbo. No creo que eso ocurra". Tuvo una incursión, fugaz, en la política activa, cuando fue presidente de la asamblea municipal del Ayuntamiento de Lisboa. Duró cuatro meses y acabó enojado hasta con su propio partido. No le quedaron ganas de repetir la experiencia, aunque en alguna ocasión aceptó ir en las listas electorales en lugares no elegibles. "Creo que sería un diputado muy bueno", dice sin cortarse. "Siempre he dicho lo que he querido, y también es cierto que la dirección del partido nunca ha hecho nada para impedírmelo".

Saramago hace tiempo que no sube a su escritorio, en el piso superior de la casa, porque la estrecha escalera entraña un riesgo demasiado alto. El estudio tiene una hermosa vista con el Atlántico al fondo, la mesa de trabajo, anaqueles con los libros más queridos, pinturas, recuerdos. Ahora escribe en la biblioteca construida en un edificio anexo a la casa, que alberga su colección particular, convenientemente catalogada, a la espera de su traslado a la Casa dos Bicos, un edificio emblemático del gótico lisboeta, construido en 1523, que será la sede de la Fundación José Saramago, gracias a la colaboración del Ayuntamiento de la capital. "La fundación es cosa de Pilar", dice el escritor. La compañera inseparable, traductora de sus últimos libros, es el motor del engranaje. "No sólo el motor, también las ruedas". En la recta final de su vida, contempla una vuelta, tal vez parcial, a su querida Lisboa, donde tiene una casa. "Ahora nos vamos a Italia y luego nos quedaremos unas semanas en Lisboa. Allí siento que estoy en casa. Nunca pensé que viviría en una isla en medio del Atlántico, a 100 kilómetros de la costa africana". Todo parece a punto para el regreso.

domingo, 18 de octubre de 2009

"Control de identidad" de Vahé Godel

...Este poema de Vahé Godel (Suiza, 1931) fue traducido por el venezolano Alfredo Silva Estrada, quien realizó una amplia labor de investigación acerca de la obra de Godel.


Control de identidad
-¿cuál es tu nombre?- el del fundadorde una ciudad desconocida el de una especiede pájaros completamente desaparecidael de una lengua olvidadael de un bello navío perdido bienes y personas
-¿qué edad tienes?- la edad que tenía el padrede mi padre cuando yo nacíla edad que tenía mi padre cuando yolevé anclas la edad que tendrá mi hijocuando al fin yo no tenga ya nada que perder
-¿de dónde vienes?- del epicentro de las altasmesetas de la zona ocupada de laestación de la morgue de ninguna parte
-¿adónde vas?- hacia la única fuente haciala desembocadura hacia el techo del mundo alfondo del abismo en la noche de micráneo dentro del sol de mis entrañas
-¿quién eres ?- el sobrino del viento el amantede la ceniza el discípulo del fuegoel heredero del vacío
-¿pero qué más ? - uneterno andariego un desertor omejor aún: un pillador de desiertos un rompedorde ruinas un viajero inmóvilun mirón tuerto un cazador de sombras(una sombra)

¿Textos de Kafka son de Israel?


Tomado de Público.es
La Biblioteca Nacional de Israel solicitó esta semana a la Corte para Asuntos de Familia de Tel Aviv que ordenase a Eva Hoffe la entrega de un archivo que contiene manuscritos, cartas y dibujos desconocidos de Franz Kafka para catalogarlos y ponerlos a disposición de los estudiosos y del público. Eva y su hermana Ruthi, lo heredaron de su madre Esther Hoffe, la ayudante de Max Brod (el amigo íntimo de Kafka) hace dos años. Lo tienen bajo llave en cajas fuertes y en un mísero apartamento de Tel Aviv.

La Biblioteca también anunció el pasado jueves que demandará al Museo Alemán de Literatura Moderna donde se encuentra la mayoría de los manuscritos conocidos del escritor cedidos por Max Brod y le ha exigido la devolución del manuscrito de El proceso, vendido por dos millones de dólares al museo por la heredera de Brod.

El destino de este ignoto tesoro literario se ventila desde hace más de un año en los juzgados. Al parecer, podría tratarse de un archivo con miles de documentos que revelan detalles de la vida íntima de Kafka, y que escondió durante 40 años Esther Hoffe, quien en 1968 lo recibió como legado de Brod, el escritor que reveló al mundo la obra Kafka.

Entre los documentos del archivo habría 70 cartas intercambiadas por Kafka con su amante, Dora Diamant, durante un período de 20 años, la mujer con la que no pudo casarse, según escribió su hermana, Kathi Diamant, en el libro El último amor de Kafka.
La Biblioteca israelí sostiene que es ella la heredera legal de ese patrimonio y formulará la demanda esta próxima semana en una corte de Alemania con el argumento de que la adquisición del manuscrito por parte del Museo de Marbach es "ilegal".

Memoria a salvo
Max Brod salvó esas obras desconocidas y demás documentos de Kafka, además de las suyas, cuando huyó junto con su mujer de Checoslovaquia tras la invasión de la Alemania nazi, y los llevó a Palestina, entonces bajo mandato británico, en 1939, nueve años antes de la fundación del Estado hebreo.
Brod murió en 1946 en Tel Aviv sin conocer la totalidad de su preciado archivo, ya que quien se quedó con él fue Esther Hoffe, su secretaria y asistente.

Al abrirse esta semana las puertas del tribunal donde la Biblioteca Nacional gestiona la devolución del archivo de Max Brod, a fin de recuperarlo para el patrimonio público, trascendió que quien compró el manuscrito de El proceso fue el museo alemán.
El juicio para rescatar los papeles de Kafka, entre ellos decenas de cartas de amor intercambiadas con la mujer que lo ayudó a morir en 1924, se sujeta, aunque parezca difícil creerlo, en pleitos por divorcios, tenencia de hijos y demás.

Los documentos secretos de Kafka se hallan en el mayor de los misterios y nadie ha conseguido quitarles todavía las llaves a las dos hijas de Esther, de las que se piensa ya han vendido parte del contenido.
Desde el punto de vista jurídico, la dificultad radica en la interpretación del legado de Max Brod. Según el diario Haaretz de Tel Aviv, Brod le encomendó a su secretaria entregar el archivo a las instituciones públicas pero las hermanas Hoffe sostienen que ese tesoro público es un bien de familia.

Kafka es de Israel
El Archivo Nacional de Israel podría apelar ante la Corte Suprema de Justicia para obtener el archivo si los abogados de las Hoffe consiguieran un fallo contrario de la corte de Tel Aviv. Los representantes del Archivo exigen, simplemente, impedir que esos preciosos documentos salgan del país.
El editor alemán Klaus Wagenbach, amigo cercano de Brod, es una de las pocas personas que han visto el archivo. Según su testimonio, contiene ilustraciones de Kafka. Wagenbach percibió entonces el celo con que Esther Hoffe lo guardaba.
"Brod me dejó verlo pero en secreto, temeroso de que nos viese Esther. Ella no le permitía exhibir los materiales", comentó Wagenbach. "Era una mujer imposible por no decir más", según Rafi Witter, de la Biblioteca Nacional en Jerusalén. No sólo imposible, también "invisible": nunca la entrevistó nadie y murió a los 102 años.
Entre lo que retienen las hermanas Hoffe, se cree, están los diarios del propio Brod, en los que hablaría de Kafka y de su último amor con una mujer judía que lo cuidó cuando estaba enfermo en la última etapa de su vida.
Ulrich von Bilov, director de los archivos alemanes, presume que entre los papeles en poder de las Hoffe, estaría el manuscrito de Hochzeitsvorbereitnung auf dem Lande [Preparativos para la boda en el campo], que Kafka escribió en 1907.
La editorial y empresa del diario independiente Haaretz también es una de los demandantes y el único medio de la prensa local que informa sobre las alternativas del juicio acerca de lo que muchos consideran un delito cultural. La secretaria de Brod, según el periódico, violó un contrato con una gran editorial alemana interesada en publicar una de las obras ocultas.
La Ley de Archivos de Israel, declara su director, Josué Freundlich, prohíbe la salida del país de "documentos importantes para la historia y la cultura del pueblo judío", sin mediar antes una inspección. Hoffe habría vendido fuera las piezas que vendió de Kafka.
Según el investigador Mark Gelber, profesor del Departamento de Estudios Alemanes de la Universidad Ben Gurión de Beersheba, "la íntima conexión de Kafka con el sionismo y con los judíos" es una de las primeras razones por la cuales se debería prohibir a las hermanas Hoffe sacar esos documentos del país. En cuanto a Brod, "se afilió al sionismo antes de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), vivió y trabajó aquí. Y aquí, en Israel, está enterrado", agregó Gelber.
El biógrafo Louis Begley, autor de El tremendo mundo que llevo dentro de mí: Franz Kafka, un ensayo biográfico postula, en cambio, que Kafka no fue sionista ni miembro de su colectividad.
Hoffe fue arrestada en 1974, en el aeropuerto internacional de Ben Gurión de Tel Aviv, cuando se disponía a abordar un avión con destino a Suiza para vender documentos del archivo de Brod. La historia del archivo Brod es digna de un relato de Kafka.
Eva Hoffe declaró en 1993 al semanario alemán Der Spiegel que si se llegase a difundir los diarios de Max Brod, también dentro de su archivo, "revelarán algo terrible". Las incógnitas y enigmas a los 84 años de la muerte de Franz Kafka siguen en pie, y en las redes de la justicia, como tantos de sus célebres y atribulados personajes. El proceso todavía no ha acabado.

jueves, 15 de octubre de 2009

Falleció el poeta Alfredo Silva Estrada


En la noche del miércoles 14 de octubre dejó de latir Alfredo Silva Estrada, poeta venezolano nacido en 1933. Murió en su casa, en Caracas, víctima de una afección cerebral.
En el acercamiento que la periodista Chefi Borzacchini le hizo en 2005, y que fue publicado por Editorial Eclepsidra, Silva Estrada señaló que “la palabra Dios me parece muy rotunda. Creo en algo que nos trasciende, puede llamarse Dios, si tú quieres. Nunca he profesado una religión, cuando pequeño tenía unas crisis existenciales religiosas pero después me fue pasando”.
En esa dilatada entrevista se pudo recoger buena parte de la esencia de este autor que, en 2005, fue homenajeado en la XII Semana internacional de la Poesía de Caracas.
En su obra se cuentan títulos como Casa Arraigada (1953); Cercos (1954); Del traspaso (1962), Integraciones. De la unidad en fuga (1962), Literales (1963), Lo nunca proyectado (1963), Transverbales I (1967), Acercamientos (1969), Transverbales II y Transverbales III (1972), Los quintetos del círculo (1978), Contra el espacio hostil (1979), Dedicación y ofrendas (1986) y el ensayo La palabra transmutada (1989).

La siguiente es una aproximación a su obra divulgada en su momento por Verbigracia:

Desde su primer poemario, De la casa arraigada (1953), Alfredo Silva Estrada ha puesto en evidencia la fuerza afirmativa de su manera de entender el mundo y el poema, de concebir la palabra como valor en sí y como medio, como soporte y catapulta de vida y esperanza. La aspiración a la concreción de la forma, básica en todo artista, adquiere en él el valor de emblema de una cruzada que se inicia en el espacio mismo de la ruina. El arraigo, vale decir, se conquista precisamente a partir de la pérdida de suelo: y el poema es, entonces, la escuela de rigores en medio de la cual el hombre, con la pura y pulcra artimaña de la palabra, levanta el costoso edificio de una estabilidad anímica que debe ser vigilada continuamente, infatigablemente. Surge así, en la poesía de Silva Estrada, una paradoja crucial: lo que él llama incitar a la escultura, lo que él señala como ansias de frontera implícitas en el caos, es la identificación de un fenómeno ontológico que corresponde a la experiencia limítrofe entre la vida y la muerte. Su palabra, su universo poético, se instalan precisamente ahí, en ese borde indeciso donde a partir de la destrucción surge lo construido, como si en las entrañas de ese proceso de ser escombro que amenaza a todo ser viviente estuvieran contenidas las fuerzas de toda germinación futura, de todo esplendor a partir de la ruina y la ceniza.

Pocas veces, me parece, la muerte ha sido convocada de modo más limpio y más sereno que en esta poesía. La muerte no es, aquí, sino el pasaje a través del cual se accede de nuevo a la vida, como un cambio de piel necesario. Lo que, llevado al terreno de la palabra misma, significa también que la mejor compañía del poema, de la expresión, es el silencio, en el sentido de que es, precisamente, del mutismo corrompido de donde surge el habla; de un denso silencio traicionado de donde surge, efectivamente, la voz: pues la palabra brota de ese rumor germinativo en en el que anidan las semillas de toda proferición articulada, compartible, jubilosa. Asistimos, de este modo, a una celebración inusitada de la ruina, de lo que se hace polvo, de lo trizado, vapuleado y corrompido, en la medida en que constituyen el reverso -o el anverso- de lo que se erige, florece, emana, prolifera. Se privilegia el descalabro existencial porque es promesa de renacimiento y se promociona la devastación del lenguaje -una calculada estrategia de catástrofes provocadas sobre su materia sonoro-semántica- porque de allí surgen los nuevos nombres, los nombres impensados, la palabra renacida. La idea de restitución, de rendimiento, aparece así a cada paso a lo largo de los libros de Silva Estrada: la asertividad de su enfrentamiento con las palabras y las cosas radica fuertemente en la evidencia de ese advenimiento prometido en toda destrucción, como indicio latente en cada rotura, en cada vacío, en cada fuga o pérdida que devuelve algo a cambio, el lecho iniciático de una nueva oportunidad.

Si el desplome lleva consigo esa promesa de gestación que lo caracteriza en el universo silvaestradiano, si toda destrucción implica una reconstrucción futura, se entiende entonces que esta poesía sea, no sólo asertiva, sino, en consecuencia, alabanciosa, celebrante. Todo descalabro, en ella, es un descalabro jubiloso. O lo que es lo mismo, en ella es legítimo reír en lo quebrado, fundar raíces en trizas, incitar la plenitud a fuerza de cercar el vacío. No se celebra en ella, pues, lo evidentemente celebrable, sino, antes bien, aquello que a simple vista parece motivo de penuria o de desprecio; se jacta, por eso, de radicarse en lo imperfecto, de surgir, a fuerza de embates amorosos y asimilaciones defensivas, del escombro, de lo desvencijado, de lo muertovivo en el desplome: junto a los sumideros de la nada / las fracturas de ausencia los tajos del olvido / se afirma la pisada desnuda / y la huella continua del ser en su renuevo.

martes, 13 de octubre de 2009

Enrique Vila-Matas habla acerca del Hotel Cervantes y "La puerta condenada"


Tomado de El País

1
En unas instrucciones de Julio Cortázar para tener miedo, doy con un párrafo que habla de un pueblo de Escocia donde venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. "Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere".

He mirado el reloj. Eran las 15.10 horas. Hacía años que no creía tan literalmente en lo que leía. De hecho, me ha parecido que seguía vivo de puro milagro, al estilo Maradona, cuya genial capacidad camaleónica no deja de fascinarme, hasta el punto de que me quedé de piedra el otro día cuando le vi reaparecer en Show Match, tan aseado y tan distanciado de sus episodios toxicómanos. Qué bárbaro.

2
De Maradona he regresado a Cortázar en un viaje argentino improvisado y me he acordado de La puerta condenada, un relato de 1956 donde en un hotel de Montevideo un comerciante oye en la noche el misterioso llanto de un niño tras el armario que tapa una puerta cerrada. El relato de Cortázar comienza así: "A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el Vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción".

3
He recordado que mi amiga argentina Vlady Kociancich escribió un ensayo sobre una casualidad de tipo fantástico entre La puerta condenada y Un viaje o El mago inmortal, un relato escrito por Bioy Casares en aquellos mismos días y de trama idéntica a la de Cortázar. Decía Kociancich que si ya la casualidad argumental era rara, la presencia de otras muchas coincidencias lo enrarecía todo aún mucho más. Petrone, el personaje de Cortázar, y el narrador de Bioy tienen la misma profesión y viajan a la misma ciudad, Montevideo (en el Vapor de la carrera, un barco que salía de Buenos Aires a las diez de la noche y llegaba la mañana siguiente a su destino), y están a punto de registrarse en el mismo hotel sombrío y tranquilo. "A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros", dice Cortázar. "Juraría que al chofer del taxímetro le ordené que fuera al Hotel Cervantes", se asombra el personaje de Bioy con inquietante perplejidad cuando el taxi se detiene frente al Hotel La Alhambra.

Y aún hay más. Una vista melancólica desde el cuarto de baño aparece casi idéntica en el comienzo de los dos relatos. Y la coincidencia está también en las voces nocturnas de los vecinos de cuarto que despiertan a los personajes: mientras que el llanto enigmático de un niño tras el armario que tapa una puerta condenada impide dormir a Petrone, al don Juan fracasado de Bioy le toca el castigo de una pareja que hace el amor atronadoramente.

4
Bioy Casares, en unas declaraciones de los años ochenta: "Sobre Cortázar le voy a contar que estando él en Francia y yo en Buenos Aires escribimos un cuento idéntico. Empezaba la acción en el Vapor de la carrera, como se llamaba entonces. El protagonista iba al Hotel Cervantes de Montevideo, un hotel que casi nadie conoce. Y así, paso a paso, todo era similar, lo que nos alegró a los dos".

Y Cortázar, que siempre habló del poder mágico de los hoteles montevideanos, decía en una entrevista: "Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del Hotel Cervantes, porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de Venus y el clima general del hotel. No sé quién me recomendó el Cervantes, donde en efecto había una piecita chiquita. Entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo".

5
El Hotel Cervantes, en la calle de Soriano entre Convención y Andes, continúa en pie. Así que, si algún día voy a Montevideo, iré a verlo y trataré de alojarme en el segundo piso, en una "pieza chiquita", donde tal vez siga estando ese gran armario que tapa la misteriosa puerta condenada. He mirado en Internet y parece que el hotel no ha cambiado mucho, continúa sombrío y tranquilo, aunque mejor será decir relativamente tranquilo. En el viejo garaje del antiguo teatro de al lado han montado un centro cultural, y hace unos años el hotel (se ha sabido que Gardel y Borges fueron sus ocasionales clientes) fue declarado monumento histórico. Por lo visto, el Gran Oriente de la Francmasonería Mixta Universal realizó los días 12 y 13 de diciembre de 2003, en las instalaciones del hotel uruguayo, su VI Gran Asamblea: "La misma se desarrolló en un ambiente de trabajo intenso, donde reinó la fraternidad, la serenidad, la tolerancia y el respeto mutuo".

Como puede intuirse, el hotel no se ha modernizado nada. Ignoro si continúa ahí la mítica estatua del vestíbulo, la réplica de Venus, pero lo que es seguro es que los viernes y sábados hay "intercambios de parejas"; acuden los llamados swingers, que "andan ganando espacio en la sociedad montevideana, pero lo pierden en materia jurídica". Es como si el intercambio de parejas quisiera recordarnos el intercambio de tramas en los cuentos de Bioy y Cortazar. Cosas que pasan.

En el blog de una muchachita uruguaya, sin duda completamente ajena al cuento de Cortázar, puede leerse acerca del Hotel Cervantes: "Su teléfono es el 900-7991 y tiene un lugar ganado en el tema swinger. Es un hotel viejo y venido a menos, del que me ha dicho mi prima que una vez fue con el novio y vio una cucaracha, y bueno, entonces fue a la recepción a exigir que le devolvieran el dinero". La verdad es que tanto desastre y cucaracha me permiten albergar esperanzas de que hayan dejado intacta la enigmática y condenada puerta, de tal modo que tal vez un día pueda verla y quién sabe si abrirla, aunque sin resolver el misterio nunca.

domingo, 11 de octubre de 2009

José Emilio Pacheco habla acerca de su oficio


Tomado de El País
Hay una voz que emociona a los jóvenes mexicanos. Es la de un hombre de 70 años que conoció a Octavio Paz, a Luis Cernuda, a Vicente Aleixandre, a Max Aub, a Jorge Luis Borges. Hay un poema de 1967 que emociona a todas las generaciones de mexicanos. Se llama Alta Traición y dice así: "No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, montañas / -y tres o cuatro ríos". La voz y el poema pertenecen a José Emilio Pacheco, pero más allá de lo extenso de su obra, de la importancia de los premios recibidos, lo que inspira la vida y la obra del último premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana se resume en una frase que intercala en la conversación: "Es muy curioso todo". Y es en la manera gozosa en que lo dice, en el deseo inagotable de aprender y en su forma de transmitir lo que sabe, siempre como un regalo, nunca como una lección, donde está el alma de José Emilio Pacheco, su conexión tan íntima con lo mejor de México.

-Qué casa más bonita.
-La queremos mucho.
La cita es a las nueve de la mañana, en su casa, para desayunar. José Emilio Pacheco estrecha la mano del periodista y en ese momento, fin del verano, ciudad de México, colonia de La Condesa, dos temores se sientan frente a frente. El del poeta a las entrevistas. El del periodista ante un sabio que odia las entrevistas. Después de un primer café de tanteo, y ante las primeras preguntas, José Emilio Pacheco decide confesar: "¿Ves?, encendiste la grabadora y enmudecí. Hay gente que tiene el talento para hacer entrevistas, pero yo carezco absolutamente de ese talento. Después de cada entrevista, me quedo pensando: ¿por qué no le dije esto...? Debería haberle dicho aquello otro... Ten en cuenta que yo estoy acostumbrado a escribir, a ver lo que pienso. Y si no veo lo que estoy diciendo, ¿cómo puedo pensar?".
Confesión por confesión, el reportero le cuenta que hasta la noche anterior no le llegó por correo electrónico su último libro, La edad de las tinieblas, que en España publica Visor. Y que fue abrir el archivo, empezar a leer los 50 poemas en prosa y sentir ternura con Bolotó, "el terror de las hormigas", miedo ante la mirada del insecto, "en la noche del insecto hay un minuto en que se pregunta a qué sabrá sentirse humano", nostalgia de aquella lejana tarde con aquella mujer, "nos llevamos tan bien que sin decirlo preferimos no volver a vernos...". Al apagar el ordenador, ya alta la madrugada, el periodista había desaparecido y se había convertido en uno más de sus rendidos admiradores. Cuando José Emilio Pacheco acude a alguna celebración literaria en México, los organizadores saben que habrá lleno absoluto, y que sus lectores no se conformarán con la delicia de escucharlo hablar, sino que querrán saludar al autor de Las batallas en el desierto, que se retrate con ellos, que les dedique un libro... Cuando se pregunta aquí y allá por José Emilio Pacheco, las respuestas coinciden: "¿Lo vas a entrevistar? ¡Qué suerte! Es una persona encantadora, un sabio como los de antes. Eso sí -bajan la voz-, ten en cuenta que José Emilio Pacheco odia las entrevistas". Pacheco se disculpa: "La paradoja es que a mí me gusta mucho leer las entrevistas, pero hay veces que me preguntan: ¿y usted qué intentó reflejar con este poema...? Ah, pues yo, no sé qué responder... Prefiero que hablemos tranquilamente y luego tú escribes lo que creas más conveniente. ¿Te he ofrecido ya café? ¿Qué poema me decías que te había gustado?".

Sin duda, uno de los poemas más sobrecogedores es precisamente el que da título al libro, 'La edad de las tinieblas'. En uno de los párrafos, José Emilio Pacheco describe así un quinqué: "Me intriga pensar en lo que han dicho mis padres: en el petróleo de la lámpara flotan reducidos a esencia bosques y dinosaurios de la prehistoria. Millones de años se han necesitado para humedecer la lengüeta de jerga que convertida en mecha soporta la llama. Una campana de cristal la protege y le permite iluminarnos. En el quinqué se consumen los restos fósiles de una vida improbable. La noche huele a luz carbonizada".

PREGUNTA. ¿Qué se siente cuando uno escribe una frase redonda, una frase definitiva como ésa? "La noche huele a luz carbonizada...".

RESPUESTA. Uno se siente muy satisfecho, sí, eso sí.

P. ¿Y cuando se percata de que un libro suyo publicado en 1981 - Las batallas en el desierto- tiene aún tanta vigencia que sigue siendo traducido, admirado por lectores de 16 años...?

R. Una gran satisfacción, sí, pero también alguna forma de humildad. Uno no tiene la intención de provocar ese efecto, es algo que tiene el texto. Porque uno siempre quisiera escribir bien y que las cosas salieran. Pero no salen...
P. ¿Es muy exigente?

R. Sí, guardo o destruyo mucho.
P. ¿Y cuándo sabe si un texto es bueno o malo?

R. Eso me costaría mucho decirlo. Tal vez uno sí tiene la intuición de lo que está bien. El problema es que es una intuición provisional, porque después de que sale el libro sigo corrigiendo... Soy un horror para los editores.
P. A propósito de los versos, usted cuenta en La edad de las tinieblas: "Los veo formarse indefensos y salir en busca de alguien que los resguarde. La inmensa mayoría les da la espalda. Cuando ellos se acercan las personas desvían la mirada y hacen como si los versos no existieran". ¿Cuándo decide que sus poemas están listos para subir al metro y vencer "la hostilidad, el desprecio o cuando menos la indiferencia de los pasajeros"?

R. No hay ninguna regla. Podemos ver poema por poema, y te diré: "Mira, éste me costó un trabajo infinito, un trabajo de años". Y otros, en cambio, salen prácticamente de primera intención. Es muy extraño...

P ¿Y ni siquiera la experiencia sirve?

R. Para nada, al contrario. Con 20 años piensas que tal vez un día llegues a escribir con una facilidad, con una certeza y un conocimiento... Y no, nunca. Siempre es por primera vez, siempre. Y, además, la mayoría de las cosas salen muy mal. La mayoría de los textos que haces son malísimos, para que uno te salga bien necesitas hacer 50 muy malos.

P. Tan malos no serán...

R. Sí, sí. Mayans, un neoclásico del siglo XVIII, decía: "En la poesía, lo que no es excelente es despreciable". Y tenía razón.

P. O sea, que hay pocas cosas más espantosas que un poeta malo...

R. Sí, sí, y además hay otra cosa: ya nadie admite la crítica. Eso se acabó con los cafés. Hay que acostumbrarse de nuevo a que la gente no esté de acuerdo en todo contigo, que no te diga que todo lo que escribes está bien. Porque si yo ahora le digo a alguien: oye, no me gustó... No lo acepta. Eso es impensable ahora.

P. ¿Cómo agrupa los poemas?

R. Se van haciendo y de repente digo: aquí hay un libro, pero nunca me he propuesto escribir un libro de poesía. Ésa es una cosa muy singular que tenía Pablo Neruda. Que Pablo Neruda decía: voy a hacer un libro. Y entonces lo hacía. No iba reuniendo poemas. Por ejemplo, yo digo que Rubén Darío es un poeta de poemas, no de libros de poemas. Rubén Darío hace poemas, nunca piensa en el libro, y Neruda sí.
P. Por cierto, ¿es verdad que usted no quiso conocer a Pablo Neruda?

R. Sí, porque yo qué le iba a decir a Neruda, prefería leerlo. Me dijeron: esta noche va a estar aquí Neruda (supongo que rodeado de otras 800 personas). Y qué le iba a decir yo: buenas noches, señor Neruda, me gustan muchos sus poemas...

P. Neruda, Cernuda, Aleixandre... Los conoció a todos...

R. Los conocí a todos por cuestiones de edad. Sobre todo a la gente de los sesenta. La influencia de la literatura española en México fue muy grande. Hay que tener en cuenta que el exilio fue una catástrofe humana, pero a la vez una bendición cultural y de intercambio. Yo nazco en el 1939, y por tanto toda mi vida pasa al lado del exilio. Hay dos escritores que tuvieron mucha importancia en México: Max Aub y Vicente Aleixandre... Vicente Aleixandre escribía una carta a cualquier poeta hispanoamericano que le mandara un libro. Recibí muchas cartas de Aleixandre, pero cuando estuve en Madrid en 1968 no me atreví a ir a Velintonia. Jamás lo vi en persona. Y los libros españoles llegaban a casa de Max y uno podía leerlos. Él fue realmente un vínculo muy importante. Me da mucho gusto que ahora se le esté haciendo justicia a Max.

P. Hasta no hace mucho era prácticamente un desconocido en España.

R. Sí, y aquí también. Es lo que suele pasar con una obra tan vasta y tan variada. De hecho, él tiene una frase muy buena: el hombre orquesta nunca alcanzará la notoriedad del solista.
P. Da la impresión a veces de que antes, en los tiempos de las cartas y los barcos, había más contacto entre las dos orillas que ahora, con el correo electrónico y el avión..., que ahora hay más distancia.

R. Sí, pero es precisamente por lo contrario. Porque hoy todo está más a la mano. ¿Cuántas veces voy yo al castillo de Chapultepec o al Museo de Antropología? ¡Nunca! Porque me quedan a unos minutos de mi casa. Si en vez de vivir aquí viniese a México de visita, estaría allí ahora mismo. Es lo que pasa también con Internet.

A José Emilio Pacheco le apasiona la riqueza del español. Se puede pasar horas hablando -y disfrutando- de las distintas maneras que tiene nuestro idioma de nombrar la misma cosa. "Yo creo que hay que respetar. ¿Por qué la gente de Santiago de Chile o de Tegucigalpa va a hablar como yo? No tiene ninguna razón. El castellano es de Castilla, pero en México hablamos español porque está hecho de todas las Españas. Camilo José Cela y Francisco Umbral o Miguel Delibes escriben en castellano, pero yo no puedo escribir en castellano. Yo escribo en español".

P. ¿Y se puede traducir del uno al otro?

R. Claro, no seamos demasiado puristas en esto. El traductor debe traducir para su comunidad lingüística inmediata. Sólo hay que fijarse en el teatro. Las obras de teatro se adaptan hasta por regiones. Hay muchas palabras que se utilizan en la Ciudad de México que no se dicen en Monterrey o en Mérida. Y se tienen que adaptar. Por ejemplo, cosas tan elementales como la resbaladilla... ¿Cómo se dice en España?
P. El tobogán.

R. Pues en Nuevo León es el resbaladero. Había cuando era niño un artículo del Reader's Digest que se titulaba 'El inglés que usted no sabe que sabe', por todas las palabras similares, los falsos amigos o cuñados... Yo quiero escribir un libro que se llame El español que usted no sabe que sabe...
Y sobre eso hay una anécdota que viene a colación: "Vas a ver. Vino Borges, en 1973, nunca había venido. Era muy antimexicano Borges, y le dieron el Premio Alfonso Reyes. Regresa a Buenos Aires, lo entrevistan en La Nación y le preguntan cómo fue su viaje. Ah, maravilloso, respondió, estupendo, me trataron tan bien... ¿Y qué fue lo que le gustó? Todo, las pirámides de Teotihuacán... Pero más que nada, yo pensé que a los 74 años yo hablaba castellano, y aprendí un verbo mexicano que me encanta, y que ahora uso todo el tiempo, que es platicar. Entonces, la próxima vez que vi a Borges, le dije: es inconcebible, porque quién sabe qué pasó en el mundo hispánico que hacia 1930 desapareció de todas partes excepto de México platicar. Y le añadí: platicar está en toda la literatura medieval, está en toda la literatura del Siglo de Oro, del siglo XVIII, del siglo XIX y está en sus libros... Y él me decía, no, es que platicar es conversar. Y yo le respondía que no. En este momento tú y yo estamos platicando, si estuviéramos ante la televisión estaríamos conversando. Platicar es una cosa privada. En España es charlar. Pero a mí, para mi habla de la Ciudad de México, charlar es un cultismo de platicar. O poniendo como ejemplo otra palabra: en Guanajuato, aguardar es lo normal y lo culto es esperar, para mí no. Para mí suena más raro estoy aguardando. Fíjate, en el mismo país, ¿no te parece maravilloso?".

P. Yo soy de Sevilla y allí se utiliza mucho convidar en vez de invitar, y en el resto de España no tanto...

R. Ah, convidar es muy de México. Te puedo convidar a un café... O, mira, la primera vez que yo llegué a Bogotá, me dijeron: ¿no le provoca un tintico? Y yo le respondí, no, no bebo antes del almuerzo... Y resulta que un tinto es un café... Pero, además, aquí provocar se perdió. En el habla de mi infancia, provocar es tener ganas de vomitar. Qué curioso es todo. ¿Tú entonces crees que el andaluz es el origen del habla de América...?

P. A tanto no soy capaz de llegar, pero sí es verdad que en México se encuentran en perfecto estado de salud palabras que en España ya están muertas y que en Andalucía sólo están moribundas...

R. Pues a mí me han dicho ingleses que la misma impresión tienen en Estados Unidos. Por ejemplo, a ti qué te sale más natural, ¿estrecho o angosto...?

Sobre la mesa hay una foto que acaba de cumplir 50 años. En ella están, sentados en el suelo y en animada conversación, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis. Los tres escritores, los tres mexicanos, los tres supervivientes de una época que ya sólo queda en la memoria. Dice José Emilio Pacheco: "Antes de la inseguridad, esta ciudad era muy agradable. Por eso se vino a vivir aquí García Márquez, tanta gente. Yo conocía a los cineastas, a los pintores... Ahora no conozco ni a los escritores. Entonces se podía vivir en la calle. Yo acompañaba a Monsiváis a su casa y de regreso él me acompañaba a mí". Hay en La edad de las tinieblas un poema en prosa, titulado 'A la extranjera', en el que Pacheco llora a México perdido: "A usted le duele esta ciudad que también ha hecho suya y lamenta ver cómo la hemos destruido y la seguimos arrasando. No entiendo sus razones para amar un sitio desesperante y sin esperanza. O tal vez existe la esperanza porque usted se encuentra aquí una vez más y llena de luz otra estación sombría.
Nací en un lugar que se llamaba como éste y ocupaba su espacio. Ahora también en mi suelo natal soy extranjero en tierra extraña. Ya no conozco a nadie ni reconozco nada. Usted, en cambio, no es extranjera en ningún lado. Usted es de todas partes como la música.
Por favor, no se vaya. No se lleve al partir un fragmento de luz entre el desierto pardo y la barbarie que por codicia y estupidez hemos engendrado".

Han pasado dos horas. José Emilio Pacheco sale a la puerta de su casa a despedir al invitado. Unas muchachas que pasan por la acera de enfrente lo reconocen y sonríen. A finales de noviembre, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, mil jóvenes se reunirán con Pacheco para celebrar su 70º aniversario. Porque su poesía "es de todas partes como la música". Porque en México aún se ama a los poetas más que a los futbolistas. Porque aquí "tal vez existe la esperanza".

sábado, 10 de octubre de 2009

"Tatuaje" y "Un caballo amarillo" de Ednodio Quintero



Tatuaje
Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.

La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad.

En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.

El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.





Un caballo amarillo
Si yo soñara que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.

Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.

Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.

Por un rato ando extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un cristo con cara de perro regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín; sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.

Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.

Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.

Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.


Acerca de Ednodio Quintero

Este escritor venezolano, reconocido fundamentalmente por su labor como cuentista, tiene gran proyección a nivel internacional gracias a su obra que incluye publicaciones como La Muerte Viaja a Caballo (1974), Volveré con mis Perros (1975), El Agresor Cotidiano (1978) y La Línea de la Vida (1988); Con compilaciones como Cabeza de Cabra y Otros Relatos (1993) y sus novelas La danza del Jaguar (1991) y La bailarina de Kachgar (1991), entre otras.
Nació en el estado Trujillo, 1947, y siempre se ha mantenido unido a la región andina del país.
Entre los reconocimientos que ha recibido se cuentan: Primer Premio de Cuentos de El Nacional (Caracas,1975); Premio Narrativa Breve del Instituto de Cooperación Iberoamericana por Soledades (1992); Premio Narrativa del CONAC por La Danza del Jaguar, (1992); Premio "Miguel Otero Silva" de la Editorial Planeta por El Rey de las Ratas (1994); Premio “Francisco Herrera Luque” de la Editorial Grijalbo-Mondadori (1999) por El corazón ajeno.

viernes, 9 de octubre de 2009

"La calesita" de Silvina Ocampo


En el jardín donde ellas juegan el día está tan claro que pueden contarse las hojas de los árboles. Mis hijas son de la misma altura, llevan gorritas de sol hechas de un género escocés. No se les ve el color del pelo porque lo llevan totalmente escondido debajo de la gorra, no se les ve el color de los ojos porque están velados de sombras: sombras extrañas de forma escocesa enjaulan los ojos de mis hijas.

Las dos son de la misma altura, tienen un peso y una altura que corresponde bien a la edad de cinco años: ese dato que me llena de alegría lo he verificado por veinte centavos en la balanza de la farmacia. Las alegrías que tengo son variadas e infinitas como las hojas de estos árboles, siendo algunas de un verde muy tierno y otras de un verde encendido y azul de fondo de mar.

Salgo de la casa. Es una mañana traslúcida y nacarada. Los pájaros atraviesan el espacio que hay entre cada árbol con indecisión intrépida de bañista. Los rosales están cubiertos de telarañas; no les tengo miedo. No les tengo miedo a las arañas en el jardín, les tengo miedo en los cuartos, congregadas en el techo de la sala e iluminadas por las arañas con caireles del hall.

Se diría que todo está tejido con hebras brillantísimas de seda. Salimos caminando juntas, abrimos el portón y salimos a pasear porque el jardín no nos alcanza para mover nuestro asombro, tenemos piernas ligeras como alas.

Las tres hemos nacido en la alta casa anaranjada que en los días de tormenta brilla entre los árboles madurando un color rojo. Las tres hemos jugado en el mismo jardín y estamos hermanadas por los mismos juegos detrás de los mismos árboles. Las tres nos hemos escondido en el mismo invernáculo que contiene plantas prisioneras entre los vidrios rotos. Las tres hemos subido siempre con preferencia al tercer piso de la casa porque allí reinan las palanganas llenas de agua con lavandina, el azul, el agua jabonada, las planchas, las flores de estearina, la ropa tendida, las viejas niñeras que duermen en un cuarto muy adornado de fotografías o de estampas con olor a sémola. Allí suben como al cielo las lavanderas cantando de tener las manos siempre en el agua. Allí suben las opulentas planchadoras con los ojos llenos de bienaventuranza.
Mis hijas y yo tenemos los mismos secretos: sabemos el imposible misterio de andar en triciclo sobre los caminos de piedras.

Las tres tenemos una calesita. Me la regalaron en mi infancia. Pintada de color verde y rojo, tenía, o más bien tiene aún, cuatro asientos que dan vueltas mediante un movimiento combinado de manubrios y pedales.

Mi alegría daba vueltas vertiginosas con música de muchos colores el día que desempaquetaron la calesita que mi padre había hecho venir de Alemania. Todavía me acuerdo como si fuese hoy: mi padre, el jardinero y un señor muy bajito con grandes bigotes blancos que estaba de visita, tuvieron que armarla entre los tres, mientras yo esperaba la sorpresa en el otro extremo del jardín. Llegaban volando los papeles que la envolvían porque era un día de viento y no un día tranquilo como éste. No se mueve una sola hoja. Llegaban volando los papeles hasta que llegó el último desplegando túnicas y alas como un mensajero muy blanco. Entonces mi nombre empezó a llenar el jardín. Todo el mundo me llamaba. Pero yo no corrí, fui caminando con la cara encendida y me detuve cerca de los árboles de magnolia hasta que volvieron a llamarme.

Los regalos me dolían en proporción a su tamaño, pero me acerqué buscando alivio; la calesita estaba frente a mis ojos, nunca tuve un juguete tan grande y complicado. “Súbase niñita” - “Súbase muñeca” - “Subite mi hijita”, me decían voces por todos lados. Yo me resistía. La calesita parecía frágil y transparente como una lámina de papel, pero insistieron tanto que finalmente tuve que subir. Los manubrios eran duros, los pedales eran duros. No podía hacerla andar. No había música, no había vueltas vertiginosas ni caballos deslumbrantes como en las calesitas de París. “Hay que enaceitarla”, dijo mi padre y sentí ganas de pedirle perdón. Al día siguiente la enaceitaron, pero no anduvo mejor. En cuanto yo subía en la calesita se desvanecía, en cuanto me bajaba de ella volvía a encontrarla con sus vueltas, sus músicas y mi anhelo por subirme.

Hace pocos días que mis hijas descubrieron la vieja calesita arrumbada en un rincón del garaje. Enseguida quisieron andar en ella. El jardinero, ayudado por un peón, transportó la calesita al jardín mientras mis hijas echaban la cabeza para atrás haciendo gárgaras extrañas en signo de júbilo. “Una calesita, una calesita”, gritaban moviendo los brazos en forma de vuelos rápidos y repetidos. Pero no la podían hacer andar. Igual que en mi infancia, recién cuando se bajaban de la calesita andaban en ella. Y pasaron muchos días subiendo y bajando desesperadamente, buscándole vueltas, músicas y caballos como si hubiesen calcado mis movimientos de entonces.

Pienso todas estas cosas y sin darme cuenta camino cada vez más despacio. Mis hijas están protegidas por infinidad de movimientos. Estamos paseando por una calle de paraísos con racimos azules de flores. Un aguaribay nos ofrece su follaje llovido de frescura adentro de una quinta. Nos encaminamos hacia la plaza que queda frente a la iglesia. Dos cuadras antes de llegar les digo a mis hijas para hacerlas correr: “Tomen ese camino, yo tomaré éste. Veremos quién llega antes a la plaza”. Mis hijas salen corriendo entre los árboles. Pero de pronto la cuadra se llena de gente. Las he perdido de vista. “¿Dónde están mis hijas?” Estoy cercada por mis propios gritos. La calle se llena de chicas con gorritas escocesas. No conozco el rostro de mis hijas. Me doy cuenta de que nunca he visto ni mirado el rostro de mis hijas. Voy corriendo y mis llantos llenan la cuadra. Me parece que estoy soñando. Oigo que mis labios repiten una misma frase para apiadar a los transeúntes: “Mis hijas perdidas en la revolución española”, pero nadie me escucha, yo sola estoy conmovida por mis palabras. Se multiplican las chicas con gorritas de sol escocesas.

Las he perdido para siempre. Sólo recuerdo el color del género de las gorritas y la orfandad en que me dejaron. Era verde, blanco y azul con líneas finísimas de rojo y negro. Pero debajo de esas gorritas nunca conocí el rostro que llevaban.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Acerca de Raymond Carver


Tomado de El País
Pocas personas tienen una sola vida. Raymond Carver tuvo al menos dos, antes de ingresar tan prematuramente en la muerte y en una posteridad en la que su nombre se ha agrandado, en vez de desaparecer, y en la que sus libros, aun sin la ayuda de su presencia física, han logrado ese raro milagro, perdurar en los estantes de las librerías. Quien ha vivido varias vidas no siempre puede recordar la fecha exacta en la que comenzó cada una de ellas. Raymond Carver sabía cuándo terminó la primera de las suyas, cuándo empezó la segunda: exactamente el dos de junio de 1977, cuando dejó de beber, pocos días después de cumplir treinta y nueve años. Se había casado a los diecinueve, con una chica de dieciséis. A los veintiuno ya era padre de dos hijos, y no tenía más perspectivas que trabajar de peón en las serrerías de la costa noroeste de Estados Unidos o de repartidor o de portero, mientras su mujer ganaba un salario escaso como camarera.

El origen de una vocación literaria es tan misterioso como el de las historias que cuenta un escritor. A Carver le gustaba citar la definición de un cuento corto que da V. S. Pritchett: "Algo vislumbrado de soslayo, de paso". Para explicar lo frágil que puede ser el punto de partida de una historia que sin embargo uno sabe que le importará mucho escribir ponía el ejemplo de la primera frase de una de las suyas: "Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono". En esas pocas palabras tan comunes como la situación que cuentan está cifrado el relato igual que la planta entera en su semilla. De la misma manera improbable la segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolación de la primera, que es una desolación muy específica de la pobreza americana, la de la clase trabajadora blanca encallada en los márgenes de la escala laboral y del consumo sórdido, en los parques de caravanas y en las zonas de viviendas situadas entre los cruces de autopistas. El cine, que todo lo embellece, ha creado una mitología visual de esos paisajes, asociada a la de los moteles, las gasolineras y los neones de los restaurantes solitarios de comida basura, a la horizontalidad de los espacios desiertos y las periferias industriales. La realidad es pavorosa, y no tiene nada de literario.

Y sin embargo Raymond Carver hizo excelente literatura con ella, igual que se había hecho a sí mismo escritor viniendo de una familia en la que nadie leyó jamás un libro ni pasó de la escuela primaria y sobreponiéndose a la responsabilidad demoledora para un muchacho de poco más de veinte años y su mujer adolescente de criar a dos hijos pequeños. Las mismas circunstancias que conspiraban contra su porvenir de escritor se convirtieron en los materiales fértiles de su literatura: no sólo la pobreza, no sólo el agobio de los niños pequeños, de los trabajos mezquinos, de las expectativas frustradas, sino también el riguroso infierno del alcohol, que lo llevó a ser hospitalizado tres veces al borde de la muerte, a romperle una botella de vodka en la cabeza a su primera mujer.

Hay que tener mucho cuidado con la mística de la mala vida como germen del talento. El de Raymond Carver sobrevivió a la bebida igual que pudo haber sido destruido por ella. Lo que nos atrae tanto en sus historias no es tanto el relato de esa especie de inmóvil desesperación en la que se encuentran atrapados sus personajes como la intuición de una plenitud que casi parece accesible para ellos a pesar de todo. Muy cerca del dolor está la ternura; la claudicación de un borracho que vuelve a la botella no llega a corromper del todo su alma; la pelea más atroz de una pareja no anula los instantes de felicidad que conocieron alguna vez; en una habitación donde un grupo de amigos conversa sobre nada y se emborracha poco a poco alguien observa la luz de la tarde que se filtra por la persiana y permanece como un ascua roja en el espejo. La limpieza de la escritura ya es en sí misma una afirmación. Las experiencias reveladoras a las que aludía Carver cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifanía de las cosas cotidianas: "Es posible escribir sobre cosas y objetos comunes con un lenguaje común pero preciso, y dotar a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, el pendiente de una mujer- con un poder inmenso, incluso sobrecogedor".

Suele pensarse que este tono de sutil o explícita celebración llegó a la literatura de Carver en su segunda vida, según se afianzaba su amor con Tess Gallagher y su celebridad de escritor, en el tiempo demasiado breve en el que aún no sabía que iba a morirse con cincuenta años de un cáncer de pulmón. La sequedad quirúrgica de su primer estilo parecía que daba paso a una nueva complacencia en la escritura, a una riqueza mayor de pormenores y de matices. Pero en literatura todas las explicaciones claras son dudosas, y todo prestigio tiene una parte mayor o menor de malentendido. Multitudes de imitadores han venerado la inflexible austeridad expresiva de Raymond Carver y, como suele suceder, la han simplificado hasta la caricatura, pero ahora vamos sabiendo que el propio Carver no era del todo responsable de los despojamientos máximos de su estilo. En su número de fin de año The New Yorker publicó un relato inédito que se titula Beginners y que es una versión previa del que hasta ahora conocemos como De qué hablamos cuando hablamos de amor. El amigo y editor de Carver, Gordon Lish, eligió el nuevo título, pero no sólo ayudó a corregir la escritura y la trama: añadió cosas, suprimió casi la mitad del texto, cambió el final. En 1980, en una carta llena de inseguridad y de remordimiento, Carver le pidió a Lish que retirara ese cuento y alguno más del libro que iba a publicarse. Estaba agradecido al editor que lo apoyó tanto en sus años peores, temía parecer ingrato, perder su amistad: pero tampoco quería que su historia quedara desfigurada. Leídas ahora, una al lado de la otra, las dos versiones dejan una sensación desconcertante: el texto original de Carver revela honduras que se han perdido en el otro; lo que hasta hace nada nos parecía un modelo de contención en el cuento que conocíamos ahora tiene algo como de catatonia emocional y expresiva.

El libro, a pesar de todo, se publicó así, y tuvo tanto éxito que cambió para siempre la carrera de Raymond Carver, quien nunca mostró en público su discrepancia con Lish, aunque rompió con él poco tiempo después. El estilo de aquellos cuentos, tan único, era en parte la invención de otro hombre. El reconocimiento público se otorgaba a alguien que era parcialmente un impostor. Pero quién no se siente así al recibir ciertos elogios; quién tiene el coraje necesario para negarse a aceptar algunas formas de admiración que intuye falsas o completamente equivocadas.

lunes, 5 de octubre de 2009

"El vaso de leche" de Manuel Rojas


Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos, distraído o pensando.
Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say; look here! (¡Oiga, mire!)
El joven levantó la cabeza, y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:
- Hallo! What? (¡Hola! ¿Qué?)
-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)
Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al marinero una sonrisa triste:
-No, I am not hungry. Thank you, sailor. (No, no tengo hambre. Muchas gracias, marinero.)
-Very well. (Muy bien.)
Sacose la pipa de la boca el marinero, escupió y colocándosela de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.
Un instante después, un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin llamarlo previamente, le gritó:
-Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta, cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:
-Yes, sir, I am very much hungry! (¡Si, señor, tengo harta hambre!)
Sonrió el marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera dio las gracias, y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el suficiente como para pedir de comer a uno que habla ese idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.
El también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algún paquete que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo nunca. Y cuando, como en el caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus ocupaciones a un austríaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó hacia el norte embarcose ocultamente.
Lo descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y allí quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno.
Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después... La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, obscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por un tráfago angustioso.
Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios viajes por las costas de America del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenían aplicación.
Después que se fue el vapor, anduvo y anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras tomaba sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.... Ambulaban por allí infinidades de vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él, desertados de un vapor o prófugos de algún delito; atorrantes abandonados al ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aun de aquellos en cuya existencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar vivo.
Al día siguiente convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega, donde los estibadores recibían la carga.
Estuvo un rato mirando hasta que atrevióse a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte de la larga fila de cargadores.
Durante el primer tiempo de la jornada, trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro, viendo que a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón del muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a descansar, disimulando su hambre.
Terminó la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz, y cuando se hubo marchado el último, acercose a él y confuso y titubeante, aunque sin contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.
Contestole el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro lado, no adelantaban un centavo.
-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo más.
Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue.
Le acometió entonces una desesperación aguda. ¡Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no habría podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso.
Sintió de pronto como una quemadura en las entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblándose forzadamente como una barra de hierro, y creyó que iba a caer. En ese instante, como si una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanas, todo lo que él quería y amaba apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte, sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitió mentalmente esta palabra: comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido, dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.
No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar... Haga lo que quiera".
Llegó hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería. Era un negocito muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol. Detrás de un mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco transitada. Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.
En la lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz metida entre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir.
Esperó que se retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y parose a un lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo unas miradas que parecían pedradas.
¡Qué diablos leería con tanta atención! Llegó a imaginarse que era un enemigo suyo, el cual, sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le indicara que no tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto tan reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o por lo menos la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la puerta. Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmose los anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas del periódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con más detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad de camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.
Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de acento español, le preguntó:
-¿Qué se va usted a servir?
Sin mirarla, le contestó:
-Un vaso de leche.
-¿Grande?
-Sí, grande.
-¿Solo?
-¿Hay bizcochos?
-No; vainillas.
-Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio vuelta, él se restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío y va a beber algo caliente.
Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de leche y un platillo lleno de vainillas, dirigiéndose después a su puesto detrás del mostrador.
Su primer impulso fue el de beberse la leche de un trago y comerse después las vainillas, pero en seguida se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había pedido.
Pausadamente tomó una vainilla, humedeciéndola en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y sintió que la quemadura; ya encendida en su estómago, se apagaba y deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada surgió ante él y algo apretado y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando, no pudo rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que se estrechaba más y más. Resistió, y mientras resistía, comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en las manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como si nunca hubiera llorado.
Inclinado estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza y una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:
-Llore, hijo, llore...
Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba, pareciole que su vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto, se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste.
En la mesita, ante él, había un nuevo vaso lleno de leche y otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada le hubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había obscurecido y el negocio se iluminaba con la bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele nada oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
-Muchas gracias, señora; adiós...
-Adiós, hijo... -le contestó ella.
Salió. El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto. Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la señora rubia que tan generosamente se había conducido, e hizo propósitos de pagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.
De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas anteriores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.
Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo y se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado, temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo largo rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.
Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.