jueves, 30 de julio de 2009

Una avalancha de inéditos desmonta tópicos en torno a Juan Ramón Jiménez


Tomado de El País
Igual que Picasso no expuso todos los cuadros que pintó, Juan Ramón Jiménez no publicó todos los libros que escribió. Si el primero marcó la historia del arte del siglo XX, el segundo, igual de torrencial que su paisano, marcó la de la literatura. Hoy quedan pocas dudas. Ya pasó el tiempo en que el premio Nobel de 1956, que murió exiliado en Puerto Rico, era ninguneado en su patria. Para unos no era más que el autor de Platero y yo, el libro en prosa más vendido de la literatura española después del Quijote. Para otros era ese personaje esquinado que Jaime Gil de Biedma retrató con injusticia y vitriolo: "Un malicioso señorito de casino de pueblo de Huelva".

Apagados los rescoldos de todas las polémicas que le enfrentaron a sus contemporáneos (Azorín, Ortega, D'Ors; sus discípulos de la generación del 27), queda el poeta, el autor más influyente de la lírica española moderna. Y puede que el más prolífico. A medio siglo de su muerte y apenas cuatro años después de que Espasa Calpe publicara 6.000 páginas con su obra poética en verso y prosa, Juan Ramón Jiménez (1881-1958) sigue produciendo títulos nuevos a un ritmo mayor que el de muchos escritores vivos.

Cuando termine este año, habrán aparecido dos poemarios inéditos, una biografía en imágenes, dos volúmenes de correspondencia, la primera reedición en ocho décadas de sus "cuadernos" y la versión definitiva de su libro sobre la Guerra Civil. Algo más tarde lo hará Monumento de amor, el volumen que el escritor quería dedicar a Zenobia Camprubí, su esposa: "Ese libro desmontará el tópico del Juan Ramón maltratador de Zenobia. De haber sido así, ella, que tenía una educación liberal moderna y pensamiento propio, lo habría abandonado", sostiene Carmen Hernández-Pinzón, sobrina-nieta del poeta y representante de sus herederos. "Claro que él sufría depresiones y que en 40 años de matrimonio hubo luces y sombras, pero vivieron el uno para el otro".

Finalmente, en 2011 aparecerá Vida, la monumental autobiografía a la que el autor de Arias tristes dedicó sus últimos años. Además, Akal puso en las librerías hace unos meses la edición crítica y facsímil de Un dios deseado y deseante (1.240 páginas), uno de sus grandes libros del exilio, y Visor sigue publicando regularmente, uno a uno, los libros del poeta de Moguer. Entre tanto, una legión de filólogos sigue trabajando en la reconstrucción de libros cuyo contenido quedó disperso en dos continentes y cientos de carpetas.

- 130.000 papeles. La naturaleza de su legado explica que Juan Ramón Jiménez siga siendo una mina rica en materiales de primer orden que hace innecesario recurrir, como sucede con muchos escritores muertos, a raspaduras y textos incompletos o primerizos. El Archivo Histórico Nacional de Madrid alberga 30.000 documentos. La Universidad de Puerto Rico, más de 100.000. Ni unos ni otros están digitalizados.

A eso hay que añadir que el mismo poeta capaz de hacer 600 kilómetros en busca del mejor papel para sus ediciones, escribía en cualquier sitio: los márgenes de un periódico, un prospecto de medicinas o el reverso del menú de un hospital... Otra de las explicaciones para este florecimiento editorial reside en su costumbre de reescribir y reordenar sus textos interminablemente. Así, pergeñó decenas de esquemas para unas obras completas que nunca llegaron a serlo: primero en 12 volúmenes, luego en 700 cuadernos, más tarde en 21 tomos organizados por géneros... "Por cada página que depuro", dijo, "creo veinte cada día, ¡que no podré depurar!".

- Un retrato de 800 caras. Tras años de hurgar en ese océano de papeles, la Residencia de Estudiantes acaba de publicar Juan Ramón Jiménez. Álbum, la mejor introducción posible al poeta que fundó las propias publicaciones de la institución madrileña. Un brillante ensayo de Andrés Trapiello -juanramoniano desde cuando casi estaba mal visto serlo- y una biografía firmada por Javier Blasco arropan un total de 800 imágenes en las que el poeta sale con todo el mundo. El libro, que desmiente el lugar común del autor encerrado en su torre de marfil, es también una historia cultural de España, el país que Juan Ramón abandonó en 1936, con 55 años y una maleta. Siempre rechazó los intentos de las autoridades franquistas de capitalizar su figura, oferta de sillón en la Academia incluida. J.R.J. -así firmó a veces- no dejó un minuto de pensar en España, pero, republicano convencido, ni por un minuto pensó en volver.

- El primer moderno. De la iconografía del Álbum se ha encargado José Antonio Expósito, que, además, acaba de rescatar La frente pensativa (Linteo), un libro de 1911 con 30 poemas inéditos que adelanta ya el tono meditativo y antirretórico, es decir, moderno, de Diario de un poeta recién casado, la obra que en 1916 revolucionó la poesía española.

El mismo estudioso, y en la misma editorial, publicará en otoño otro inédito, Arte menor, escrito por Juan Ramón hacia 1909 en Moguer. Según Expósito, ese libro "abre el camino a la desnudez y el tono popular" por el que en los años 20 transitarían autores como Lorca o Alberti. El poemario estuvo a punto de editarse en París, pero se quedó en un cajón. Cuando Jiménez volvió a Madrid, en 1913, lo hizo con 23 libros inéditos. Entre ellos, Platero y yo, del que dijo: "Lo escribí a los 24 años y ninguno de sus capítulos me llevó más de diez minutos".

- Revolución editorial. Entre 1923 y 1936, Juan Ramón Jiménez decidió no publicar un solo título. Prefirió consagrarse a corregir sus "borradores silvestres". "Le interesaba más crear que publicar, más la obra que los libros", explica Expósito, que, inagotable, en septiembre publicará, en edición facsímil del sello andaluz Renacimiento, el fruto de esos años de silencio editorial: 1925 (Unidad). Así bautizó el escritor onubense la exquisita serie de cuadernos en los que iba dando a conocer una muestra de su "obra en marcha" en todos los géneros.

Aquella suerte de revista "unipersonal" tiraba 650 ejemplares y costaba una peseta. Su nómina de suscriptores coincide, casi nombre a nombre, con la de la generación del 27, un grupo de autores fascinados tanto por el contenido como por el cuidado que Juan Ramón ponía en la sobria elección de papeles y tipos, una obsesión personal que terminó marcando para siempre la forma de diseñar libros en España.

- Una casa desvalijada. "Económicamente, la guerra nos ha dejado... como a casi todo el que ha tenido vergüenza", escribió Zenobia Camprubí. El apoyo de Juan Ramón Jiménez a la República fue más allá de los manifiestos que firmó. Él y Zenobia, por ejemplo, recogieron a 12 niños abandonados. España en guerra fue uno de sus muchos proyectos finales. En él se recogen textos propios y recortes de prensa a los que añadía unos particulares pies de foto: "Los defensores de la 'Civilización cristiana occidental'. Chulería y taberna. La chulapona y los bajos. Coro", escribe bajo una foto de Franco y sus generales.

En 1985 se publicó una edición que dejaba fuera algunos materiales, sobre todo los relacionados con el saqueo de la casa madrileña del poeta, exiliado ya, a cargo de tres escritores franquistas que se hicieron pasar por miembros de la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda. "Algún participante en el asalto seguía vivo y la editorial tuvo miedo", cuenta Carmen Hernández-Pinzón. En noviembre, la editorial sevillana Point de Lunettes publicará la versión completa.

- Autobiografía total. "El libro va despacio, es mi testamento, y acaso no se publique hasta que yo muera. Será un libro de unas mil páginas". El libro del que, con su particular ortografía, Juan Ramón le habla a su hermano Eustaquio en una carta de 1941 es Vida, la autobiografía a la que dedicó sus últimas fuerzas. Pre-Textos la publicará en 2011 en edición de María Ángeles Sanz y Mercedes Juliá. "Juan Ramón quiso dejar claro cómo fueron su obra y su vida", cuenta Sanz. "Frente a los que le acusaban de dar la espalda a los problemas del mundo, sobre todo en la guerra, quiso demostrar que nunca se desentendió".


Aire sensual de bandolín
(poema inédito)

Muslo gris en seda rosa,

seda malva en muslo gris...

¡Oh, blancura de tu carne

bajo el verde del jardín!

Cielo azul en árbol verde,

árbol rosa en cielo azul...

¡Oh, moiré dulce del cielo

en tu vaga juventud!

Árbol verde, cielo dulce,

carne gris y seda y sol...

¡Oh, divina primavera

en mi triste corazón!

(De Arte menor)

De Cristina Peri Rossi

sábado, 25 de julio de 2009

Acercamiento a Juan Rulfo


Tomado de La Jornada
Juan Rulfo (1917-1986) atesoró en su biblioteca personal 15 mil libros, de los cuales 50 por ciento son de literatura universal, teoría y análisis literarios.
Los ejemplares de historia, alrededor de 3 mil 500, representan 25 por ciento de ese acervo; el resto lo ocupan obras de fotografía, política, música, arquitectura y diccionarios, explicó Juan Francisco Rulfo, hijo del escritor jalisciense, en la Universidad Iberoamericana (Uia), campus ciudad de México.
En el tercer día de actividades del 53 del Congreso Internacional de Americanistas, se realizó la mesa de discusión titulada Juan Rulfo editor, indigenista y antropólogo, en la que el hijo del autor de El llano en llamas destacó el interés de su padre por la historia.
“La verdadera vocación de mi padre fue la historia. En su biblioteca están libros que fueron muy relevantes para él; cada vez que entro en ella, me encuentro con un silencio que avasalla y un conocimiento inabarcable.
“Fui testigo del proceso para formar la biblioteca, así que en la Fundación Juan Rulfo nos propusimos realizar un registro de todos los libros.”
El escritor jalisciense mostró predilección por los volúmenes relacionados con la historia de México, el desarrollo de las religiones, los mitos y las leyendas, así como los ejemplares escritos por los cronistas y la conquista.
Juan Francisco Rulfo explicó que su padre admiró a los pueblos originarios porque vivían con tranquilidad, sin importar que eran marginados por el gobierno.
Al respecto, manifestó: “Él valoraba mucho la riqueza ancestral y la concepción de la vida de los grupos indígenas”.

Admiración por los indígenas
En su intervención, Víctor Jiménez, director de la Fundación Juan Rulfo, recordó que en 1980, “cuando el autor de Pedro Páramo me mostró su biblioteca ubicada en un departamento debajo del suyo, me quedé admirado por aquella cantidad de libros y sólo pude decirle: ‘don Juan, tiene usted una muy buena biblioteca’, pero me respondió de inmediato: ‘no, una buena biblioteca es una de historia; yo sólo tengo literatura’. Su hijo ha demostrado que la de Rulfo es una buena biblioteca de historia”.
Jiménez también recordó que en una entrevista en 1982, realizada por periodistas españoles del Diario 16 aseguró: “mi verdadera vocación es la historia, lo de la literatura vino como algo que tenía que venir, como una cosa aparte; tantas lecturas que tuve de chico terminaron influyéndome, así que un buen día decidí hacer algo, pero para mí, escribir ha sido por siempre un entretenimiento. Yo no soy más que un accionar”.

Humildad y actitud crítica
En su momento, el antropólogo Félix Báez Jorge, director de la editorial del gobierno de Veracruz, se refirió al trabajo que Juan Rulfo desarrolló en el Instituto Nacional Indigenista (INI), en 1962, como responsable de publicaciones.
“Rulfo pasó del realismo mágico a otra realidad preñada de tragedia, de soledad, de pobreza y de opresión, que es el mundo de los indios.”
Explicó que el escritor y otros intelectuales y creadores como Rosario Castellanos, Alberto Beltrán y Marco Antonio Montero, “se sumaron a la tarea que hoy día nos parece mayor por sus injusticias y por la problemática que implica esta cuestión indigenista”.
Asimismo, destacó que a lo largo de 24 años, hasta su muerte, “don Juan”, como prefería llamar a Rulfo, “dirigió el Departamento de Publicaciones del INI, encargo en el que siempre lo acompañó la humildad propia de su carácter reservado y su actitud rigurosamente crítica”.
En la Uia, campus Santa Fe, Félix Báez Jorge leyó un diálogo entre Fernando Benítez y Rulfo sobre los indígenas mexicanos.
En esa conversación, el escritor jalisciense sostenía que “los indios representan un poder político muy pequeño de México, pero de ningún modo desdeñable; de ese potencial se aprovechan los pillos a fin de lograr ascensos”.

Interés por los mexicas
A su vez el español Claudio Esteva Fabregat, especialista en ciencias antropológicas, recordó que a Rulfo lo conoció por invitación de su amigo Francisco Zendejas, en una cantina de la calle 5 de Mayo de la ciudad de México.
“Con Juan Rulfo la conversación se enfocaba más en la historia prehispánica y que en la historia mexicana del presente o colonial.
“El gran conocimiento de Rulfo permitía esta comunión, esta unión. En ese tiempo yo trabajaba con el mejor maestro de historia, Wilberto Jiménez Moreno.
“Cada vez que nos reuníamos –prosiguió Esteva Fabregat–, Rulfo me preguntaba sobre la fundación de Tenochtitlán, porque estaba trabajando en la cronología del imperio mexica. El interés del escritor era el México prehispánico y especialmente la cultura náhua.”

martes, 21 de julio de 2009

Epistolario exhibe al otro Onetti


Tomado de La Jornada
Ya se encuentra en circulación uno de los libros más esperados por los lectores, admiradores y estudiosos de la obra de Juan Carlos Onetti: el que recopila la correspondencia que a lo largo de 20 años (1937-1957) dirigió al pintor, historiador y crítico de arte argentino Julio E. Payró.

Dicha correspondencia, hasta ahora inédita, está integrada por 67 cartas cuya existencia se desconocía. Entre otras cosas, las misivas revelan –según palabras del propio autor uruguayo– que su escritura le debe más a la pintura que a la literatura; que su primer maestro, una de las pocas personas a las que admiró, fue Payró; que, en contradicción con su abierto antintelectualismo, el autor de El pozo era un intelectual y, más aún, uno afrancesado; que, contrario a lo que se creía, sí le interesaba la trascendencia de su obra y era consciente de su valor literario.

La aparición del epistolario se suma a las conmemoraciones del centenario natal de Onetti (primero de julio de 1909). Bajo el título de Juan Carlos Onetti. Cartas de un joven escritor. Correspondencia con Julio E. Payró, el epistolario es publicado en México por Ediciones Era.

La edición crítica, el estudio preliminar y las notas son del investigador uruguayo Hugo J. Verani, quien dio noticia de la existencia de las cartas.

Especialista en literatura latinomericana, Verani se doctoró con una tesis sobre la obra de Onetti y actualmente es investigador de la Universidad de Notre Dame, en South Bend, Indiana (Estados Unidos).

Hacia la comprensión del escritor
En entrevista con La Jornada, el académico habla de la aportación del epistolario a la comprensión de la obra y personalidad de Juan Carlos Onetti.

“Nadie sabía de la existencia de esas cartas; son únicas. En ellas Onetti habla de sí mismo y de su obra. Sobresale en ellas su pasión por la cultura, lo que sorprende, porque se consideraba a sí mismo como antintelectual, detestaba a los intelectuales, y aquí es uno de ellos, y bastante afrancesado, para peor.
“Es un Onetti que lee todo lo que encuentra, va al cine, a museos; está fascinado por el descubrimiento de la cultura. Gran parte de sus lecturas de la época son francesas, sin duda por influencia de Payró, quien vivió en Francia y era un intelectual afrancesado, totalmente.”

En las cartas también “vemos que Payró, 10 años mayor, fue el primer maestro de Onetti. Se hacen amigos, Onetti le demuestra cariño y admiración. Payró lo guía, lo orienta, le presta libros que Onetti devuelve”.

–¿La mayor revelación de estas cartas es el peso que la pintura tiene en la obra de Onetti?

–Fue una gran sorpresa. Desde la primera carta, Onetti dice que para ser escritor ha aprendido más de la pintura que de la literatura. Eso sorprende a todos. Todavía quedan vivos algunos de sus amigos, que dicen ‘Ése no sabía nada de pintura. Sin embargo, en las cartas se demuestra que sí. Lo que pasa es que no era de las personas que les gusta darse bombo. Cierto, no tenía conocimiento formal de la pintura, pero tenía intuición, un don como el de Juan Rulfo: de algún lado les viene, algo ancestral. Onetti no tenía preparación académica, pero ve cosas en la pintura que se da cuenta que puede adaptar a su literatura.

“A lo largo de la correspondencia con Payró, repite su gusto por la pintura de Cézanne; decía que no lo podía explicar, pero que le había enseñado algo muy valioso.”
Después de leer las cartas –admite Hugo Verani– “vi a Onetti de otra manera, descubrí en su obra soluciones plásticas de las que antes no me daba cuenta, como los claroscuros de sus atmósferas, o esos huecos que Cézanne dejaba en su pintura, que Onetti aplica en su narrativa”.

–¿Onetti era consciente de ser buen escritor?

–Siempre dijo que no daba importancia a su obra; sin embargo, desde su primera carta ya hablaba de los biógrafos, ¡y todavía no había escrito nada! No tenía ni siquiera 30 años, sin embargo era consciente de que algo importante iba a hacer en el futuro. Y esto es nuevo. Nadie esperaba que tuviera vanidad: siempre se le vio como un hombre al que realmente no le importaba nada.
–De estar vivo, ¿Onetti habría consentido la publicación de estar cartas?
–Yo diría que no, se habría molestado mucho; en primera porque son cartas muy personales. Habría dicho que son un mamarracho, que no sirven para nada, que fueron hechas, como él mismo escribía “a las patadas por falta de tiempo” o borracho.

“Son cartas en las que habla, incluso, de cosas íntimas, como cuando su segunda mujer lo deja por otro. Escribe una frase maravillosa: ‘Soy un tipo sin relación con el mundo’. Y es que dependía de las mujeres para funcionar en él.
“También decía que el único modo de relacionarse con el mundo era mediante la escritura, dice que todo lo que hace es escribir, escribir, escribir.”

Calidez desconocida
Verani reconoce y agradece la intervención de Dorotea (Dolly) Muhr, cuarta mujer y viuda de Onetti, para hacer posible la publicación de las cartas: “Era la principal interesada, porque se ve a un Onetti más humano, más cordial, con una calidez desconocida; los críticos siempre hablaban de que era huraño, áspero y hasta prepotente, pero cuando se pasaba esa máscara se encontraba a un ser inteligente y muy humano; eso lo sabía Dolly, quien estuvo 40 años con él”.

El investigador uruguayo aclara que él no descubrió las cartas, pero intuyó su existencia y puso a la Universidad de Notre Dame en camino de obtenerlas.
Al estudiar la obra de Onetti, se dio cuenta de que su segunda novela, Tierra de nadie (1941) la dedicó “a Julio E. Payró” y que a partir de la segunda edición, publicada 24 años después, amplió la dedicatoria: “A Julio E. Payró, con reiterado ensañamiento”.

Verani dedujo que, para que alguien tan desapegado como Onetti hiciera y reiterara una dedicatoria así, tenía que tratarse de alguien especial para el escritor. Contactó a los hijos de Payró, quienes confirmaron la amistad entre el urugayo y el argentino, y le hablaron de que se escribían, pero no sabían dónde habían quedado las cartas: “Hablé con mi universidad, que publicó un anuncio en varios países, incluso Argentina, señalando el interés en manuscritos, libros, cartas, especialmente de Onetti, posiblemente de Payró. En cuanto se mencionó el dinero saltaron las cartas”.

"La tienda de muñecos" de Julio Garmendia


No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:

-¡Les debemos la vida!

No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.
Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones; ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando yo entrara en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.

Por sobre todas las cosas él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en el negocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual que a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto.

Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.

Un día mi padrino se sintió mal.

-Se me nublan los ojos -me dijo- y confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por encima.

-Me flaquean las piernas -continuó, tomándome afectuosamente la mano- y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de Muñecos.

Mi padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados que ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:

-A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.

Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.

-Encierra precisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales -no lo olvides-, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de nuestra casa.

Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante vecino al lecho.-Hace ya tiempo -dijo, palpándolos con suavidad-, hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es una que les das.

En este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.
-Heriberto -dijo, dirigiéndose a éste-: no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.
Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y más destemplados.

Sin duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, se mesaba los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en sus brazos:

-¡Estamos solos! ¡Estamos solos! -gritó.

Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos...


Para conocer algo más de esta obra se puede consultar el siguiente trabajo https://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/18825/2/articulo10.pdf

domingo, 19 de julio de 2009

"Versiones" de Eliseo Diego


La muerte es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno jamás se detiene a ver.

La muerte es ese pequeño animal que ha cruzado el patio, y del que nos consuela la ilusión, sentida como un soplo, de que es sólo el gato de la casa, el gato de costumbre, el gato que ha cruzado y al que ya no volveremos a ver.

La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.

La muerte, en fin, es esa mancha en el muro que una tarde hemos mirado, sin saberlo, con un poco de terror.

miércoles, 15 de julio de 2009

"Amenazas" de William Ospina

-Te devoraré -dijo la pantera.
-Peor para ti -dijo la espada.

Gracias a una seguidora fiel de este blog debo señalar que el texto de William Ospina que aquí presenté originalmente como un minicuento fue publicado por el autor como un poema.
Interesante tema de discusión.

Salen los versos inéditos de Charles Bukowski


Tomado de Público.es
Estaba dispuesto a desaparecer, pero no le dejan. Quince años después de su fallecimiento los archivos infinitos del prolífico escritor norteamericano Charles Bukowski no quieren callar. La duda sobre el suministro de los inéditos que deja caer gota a gota su última mujer y heredera del negociado Chinaski, Linda Lee, no hace más que crecer con la aparición de un nuevo volumen póstumo. Y van cinco desde que el maestro de lo ingrato muriese de leucemia en 1994. Con el extenso poemario La gente parece flores al fin, que lanza esta semana Visor en las librerías españolas, sus últimos poemas sin publicar, llegamos al episodio en retirada del padre de lo que terminaría siendo la realidad más sucia de la literatura.

John Martin, el editor al que Bukowski le fue fiel hasta la muerte por haberle ofrecido a los 45 años de edad dejar su trabajo en el departamento de correos gracias a un sueldo mensual como escritor, es el encargado de husmear entre sus archivos. Martin ha sabido administrar el eco de la voz del escritor para que no se acabe nunca. Los poemas todavía resuenan. Buenos tiempos estos para que vuelva el gran tentador del fracaso.

La gente parece flores al fin está compuesto por más de 130 poemas, a los que uno llega con la curiosidad de ver si en sus últimos días fue capaz de mantener la leyenda del gruñón amante de los hipódromos, el boxeo y las borracheras. Si la obsesión por las mujeres puede mantenerle todavía en pie a los 60 y 70 años de edad, si sigue odiando con tanta templanza y tanto pasotismo. Una vez leídos, deja claro que el hígado por el que Bukowski pasaba las cintas de su máquina de escribir Underwood, y untarlas de bilis, está a pleno rendimiento.
Un poco de algodón para hacer la prueba: "Buena suerte, viejo amigo/ no resulta fácil,/ estamos pegados a nuestros cojones, y no hay más,/ estamos cautivos de nuestros cojones,/ y yo debería refrenarme un poco/ cuando se trata de mujeres", escribe en el poema Le miro los cojones al gato. Este fragmento basta para ver la resignación con la que Bukowski empaña sus últimas palabras. Podría entenderse este libro como un testamento literario, en el que incluso llega a aceptar que "el whisky acelera el corazón, pero desde luego no ayuda a la mente".

Sin embargo, sus últimas palabras no son su testamento. Ese lo hizo desde su primer escrito. En novela, cuento o poema, siempre vivió la página como una última oportunidad, como el "último minuto" al que se refiere una y otra vez en estas últimas páginas. "Hay que morir unas cuantas veces antes de poder/ vivir de verdad", suelta más aforístico que nunca, en este expolio final de su archivo. A pesar de repetir los mismos fantasmas que siempre lo acecharon "Las mujeres muertas, los amores intoxicados, los borrachos en su agonía", como apunta su traductor Eduardo Iriarte, en La gente parece flores al fin es consciente, más que nunca, de que le queda el descuento.

El probable último poemario es el testimonio del odio sostenido que mantuvo con vida a Bukowski hasta el último suspiro. Odio sobre todo a la monotonía, arma letal. Odio también a sus vecinos. Alguien que destripa al "hombre que corta el césped ahí enfrente", teme convertirse en lo que más odia: un ser interesado en el béisbol, las películas del oeste y las hojas de la hierba. "¿Eso es todo lo que ves, esas hojas de hierba? ¿Eso es todo lo que oyes, el zumbido del cortacésped?", le pregunta lleno de sarcasmo. Alguien que escribe una loa a un contestador automático es un huraño que no quiere malgastar su tiempo con tonterías, ni con molestias. A los 60 años sigue siendo un solitario empedernido que no soporta ni el recuerdo de las mujeres por las que pasó.

La gente parece flores al fin también desvela que mantuvo un ritmo frenético de escritura hasta el último momento. Apunta que corrige y destruye una y otra vez, incluso, llega a sentirse amenazado por la falta de creatividad cuando a los sesenta y tantos escribe que por primera vez se ha "quedado en blanco". Hay cosas que a ciertas edades uno podría permitirse, como fallar. O hasta arrepentirse, y seguir el ejemplo de Bukowski: "El whisky acelera el corazón/ pero desde luego no ayuda a/ la mente", debería estar borracho para renegar de esta manera del alcohol, impensable en sus primeros libros.

En estos poemas es divertido y triste, mordaz y resignado, es capaz de mantener la leyenda hasta el final. "Es uno de los autores que mejor ha envejecido y mejor va a envejecer", afirma Diego Moreno, editor de Nórdica, quien publicó hace unos meses por primera vez en España Secuelas de una larguísima nota de rechazo, el primer escrito que Bukowski publicó en 1944. "Es un autor que nunca desaparece. Su estilo es tan potente que no pasará jamás. Su estilo está por encima de lo que cuenta, por mucho que les pese a quien han tratado de dilapidarle por los temas que trata", vuelve a la carga Moreno.

"Cualquier momento es bueno para leerle. Pero es cierto que él contó una Norteamérica en plena crisis y hoy hay muchos paralelismos con aquella época. Es un buen momento para recuperarle o para conocerle", dice Vicente Muñoz, encargado de la compilación Resaca (Caballo de Troya), en la que 37 autores españoles actuales homenajearon al autor de Factotum.

Para Muñoz, donde se escucha la verdadera voz de Bukowski es en sus poemas. En ella hay gravedad, "sabiduría de mujeriego y dipsomaniaco". Muchos han visto en sus novelas una mascarada cómica de los asuntos que traía encima y algunos han llegado a escribir sobre él que fue "un mediocre escritor que se puso de moda en nuestro país hace unos cuantos años por su alcohólico y desgreñado pasotismo". Lo cierto es que su gran victoria no fue la resistencia de su escritura, sino haberse librado de un trabajo de nueve a cinco.

Para el poeta Pablo García Casado, el elemento que le gustaría destacar de Bukowski es el ahorro de elementos y detalles superfluos en sus trabajos. "Él es ante todo un realista, no sólo un realista sucio. Viene del realismo norteamericano más clásico. Aunque rompe con la temática, no lo hace con el tratamiento", explica. Sin romper el tiempo, sin fragmentar, sin acercarse a la vanguardia, Bukowski, en una poesía absolutamente narrativa, se asoma a la ventana y encuentra lo único que necesita: su calle, la vida.

Tiene razón García Casado, Chinaski es despiadado en la concreción, imperdonable con su pasado y certero con lo que se le viene encima: "Sólo hay una manera de vivir/ y es solo, / y sólo una manera de morir, y es esa misma".

lunes, 13 de julio de 2009

Un acercamiento a Juan José Arreola

"Mañana será otro día" de Juan Carlos Onetti


La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.
La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil.
Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado- tenía las uñas muy largas- fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.
Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.
– Vamos. ¿Vienes?
– Que te den por saco.
– Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.
Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada – ¿Cómo te fue?
– Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.
El chico, moreno y flaco se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:
– Todavía no me besaste.
– Ahora.
Frente al espejo la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.
–Otra vez barbuda.
Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.

(1994)


miércoles, 8 de julio de 2009

Las epidemias como tema literario


Un escritor es como un perro al que le tiran un hueso. Acontecimientos históricos, situaciones dramáticas, revoluciones sociales, cataclismos y hasta la peste, lo estimulan a escribir. La peste -la pandemia- es un leit motiv sobre una situación límite: siendo como es, desastre de la Naturaleza, plantea una guerra al organismo y a la sociedad. Por una parte, las únicas y últimas armas con que cada persona cuenta para enfrentarla son las de su sistema inmunológico; y por otra exige a quienes gobiernan un pueblo, la información, solidaridad, medidas sanitarias y asistencia necesarias para sobrevivir. Un estado empestado, enfermo, es un estado de guerra, será la conclusión de Albert Camus en su novela La peste (1947).

En algunas ocasiones, los escritos sobre catástrofes tienen el mero objeto de ser una crónica de los sucesos de un pueblo, pero en otros se convierten en verdaderas obras literarias. Procopio de Cesarea, primer escriba o archivista del tiempo de Justiniano, registró en su Historia la primera pandemia de la que el mundo tiene conocimiento, que comenzó en el 540 d. Cristo y asoló el reino de Bizancio, diezmando su población en un 40%. Los síntomas que Procopio describe son propios de la llamada peste bubónica, aunque por ese entonces no se la definió así, sino que se la llamó -y así pasó a la historia- como la plaga justiniana. Nadie supo por qué remitió la peste, y la gente empezó a pensar en fenómenos cíclicos.

Sin embargo la Peste con mayúscula, la que redujo a la mitad la población de Europa y que grabó para siempre una huella mnémica en los hombres de horror a las ratas, fue la de 1348. Según Giovanni Villani, autor de las Crónicas Florentinas, la peste comenzó el año anterior luego del desembarco de cuatro galeras genovesas que provenían de Turquía. Traían a bordo unas ratitas negras, las cuales eran picadas por una pulga que luego pasó a picar a los humanos.

Villani relata que el conteo de las muertes era siempre grosso modo, porque no hubo censos ni precisiones por la rapidez con que atacó la peste. Las glándulas de ingles y axilas se hinchaban en forma de bubas -lo que dio a la enfermedad el nombre de peste bubónica- y muslos y brazos se cubrían de manchas negras; el enfermo moría de tres a cinco días después.

Los sacerdotes que los asistían en sus últimos momentos, acababan contagiados; por eso el Papa decreto el perdón de los pecados a los sacerdotes que no se animaran a servir a los moribundos.

Lo que hizo -y hace- a una peste tan virulenta sin duda es la ignorancia y el desconcierto. El hombre, desorientado por la ausencia de información, acaba por creer y defender las teorías más absurdas: por ejemplo, para la epidemia de viruela que hubo en Italia unos años después, Villani relata que los astrólogos explicaron la causa en la cuadratura de Marte y Saturno. En medio del pánico, algunos decidieron dejar sus casas y marcharse al campo. Villani otra vez mete la cuchara: pero si la peste es efecto de la Ira de Dios, ¿no podrá también alcanzarlos en el campo?

Muchos, según Bocaccio, no pensaban lo mismo: sobre un grupo de hombres y mujeres que huyen a la campiña, erige él su Decamerón. También la peste negra cesó, sin que nadie supiera a que se debió. Hoy se sabe que es un bacilo llamado Yersinia -su descubridor fue Alexander Yersin- y que la peste puede ser controlada tanto con medidas preventivas como en individuos afectados. Quinientos años después del libro de Bocaccio, cuando ya la peste es curable, Albert Camus finalizará su La peste diciendo que se esconde y acecha en cualquier parte.

Pero antes de que la ciencia diera cierta calma a los humanos, la peste asoló otra vez Europa en 1664, haciendo foco esta vez en Holanda y desparramándose por el continente. También aquí se debió a que unos marinos desembarcaron sus mercaderías de Turquía. Para ese entonces, Daniel Defoe tenía cinco años y en 1722 escribió la novela Diario del Año de la Peste relatando los acontecimientos, con ese estilo innovador, entre la ficción y el periodismo. Quien narra la crónica es un talabartero que prefiere no abandonar su negocio en Londres. (Alberto Moravia escribirá en 1957 La Campesina, haciendo jugar las equivalencias entre peste y guerra: una almacenera tampoco quiere abandonar su negocio en la Italia en guerra y cuando lo hace, se sume en la desgracia). El talabartero de Defoe sobrevive a la peste y es testigo de los estragos: el remate de su novela es una rima que él solía repetirse como una oración mágica personal: "Una terrible peste hubo en Londres/ En el año sesenta y cinco/ Que arrasó con cien mil almas/ ¡Y sin embargo estoy vivo!"

La lectura de los textos sobre las pandemias suelen ser desoladores y la mejor lección que dejan es la súplica de que nadie se vea jamás en la necesidad de escribir ni anotar los sucesos, ni de crearse una rima personal.
Tomado de Clarín

¿Una novela escrita en papel higiénico?

La primera novela impresa en un rollo de papel higiénico en Japón ha vendido ya 80.000 ejemplares tras un mes en el mercado, por lo que está cerca de convertirse en "best-seller"
La novela Drop (gota, en español) del famoso escritor nipón Koji Suzuki, está a tan sólo 20.000 ejemplares de ser considerado un éxito de ventas en Japón, aunque ninguna editorial lo ha publicado.

La novela corta cuenta una historia de terror psicológico que transcurre entre las cuatro paredes de un pequeño baño japonés y dura exactamente 88 centímetros de papel, por lo que en cada rollo se repite 34 veces, y cuesta 210 yenes (1,6 euros, 2,2 dólares).

En Japón se ha convertido en una tradición aprovechar el tiempo dedicado al excusado y dedicarlo a otros pasatiempos, por lo que empresas como Hayashi Paper, encargada de distribuir "Drop" en este novedoso soporte, venden desde hace tiempo rollos con historietas manga o sobre temas educativos.

Escritor muy conocido en Japón
El ejemplo de Drop, que se vende tanto en las secciones de productos del hogar de supermercados como en librerías o internet, podría extenderse, aunque el portavoz de Hayashi Paper confesó que una de las razones es la popularidad de Suzuki.

El escritor es muy conocido en Japón por sus novelas de terror y ha trascendido las fronteras del país asiático con su novela Ring, posteriormente adaptada al cine por Hollywood.

Suzuki acordó con Hayashi Paper escribir una novela de 2.000 palabras para que fuese leída en el baño, ya que en su opinión en algunas ocasiones es un lugar que inspira terror por ser húmedo, oscuro y sucio.
Tomado de Público.es

martes, 7 de julio de 2009

Lope de Vega, el enamorado


Tomado de ABC
Lope de Vega fue una fuerza de la naturaleza. Cuando se cumplen cuatrocientos años de aquel manifiesto para un teatro popular que fue «El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo», Pedraza sigue los pasos de ese talento arrollador que amó tanto el teatro, como la vida y las mujeres. Tres pasiones que se fundían en un solo arte al que dedicó toda su explosiva energía

El hijo del bordador, al que bautizaron con el nombre de Lope Félix, estaba llamado a ser un artesano más en aquel abigarrado Madrid, formado de sopetón sobre el poblachón manchego que se levantaba en el mismo punto en que la llanura empezaba a empinarse poco a poco camino de la sierra. Sin embargo, desde niño parece que mostró un carácter despierto, una singular capacidad para aprender y una invencible inclinación al mundo del arte, de la creación y de la fantasía.

Consiguió que un obispo, don Jerónimo Manrique, emparentado con el célebre poeta de las Coplas por la muerte de su padre, le concediera una ayuda o beca para seguir estudios en Alcalá. Esta oportunidad le permitió completar su formación, leer a los clásicos, tener noticia de la erudición al uso; pero no le sirvió para obtener un título ni lo encaminó hacia el orden sacerdotal que podía sacarlo de su condición de hombre llano, sin acceso a los privilegios de la aristocracia y de la iglesia. El joven, ya poeta incipiente, dio muestras de un carácter díscolo, no excesivamente conflictivo pero poco dispuesto a someterse a la disciplina.

A pesar de todo, el estudiante fracasado encontró un camino inédito para alcanzar el reconocimiento social, para vivir con holgura y llegar en vida al templo de la fama: sus versos. Los versos líricos de su juventud (los romances) lo harían célebre con poco más de veinte años. Los dramáticos (sus comedias) se vendieron pronto a buen precio.

El fenómeno era nuevo. Posiblemente era la primera vez en la historia de la humanidad que un poeta podía prescindir del mecenazgo, de las dádivas de un señor civil o eclesiástico, y vivir de una realidad nueva, inquietante e imprevisible, un monstruo de mil cabezas y cien mil pareceres: el público.

Siguiendo la tradición del poeta áulico, en algunos momentos de su vida, Lope sirvió como gentilhombre o secretario a algunas figuras relevantes de la alta nobleza: el duque de Alba, el marqués de Malpica o el marqués de Sarria (más tarde conde de Lemos). Dedicó obras al duque de Osuna, al marqués de Santa Cruz, al conde-duque de Olivares... y mantuvo una larga y compleja relación con el duque de Sessa. Las muestras de fidelidad a esa nobleza rancia se alternan con momentos en que expresa su disgusto y exasperación: Cuando en la imagen del servicio toco, ídolo vil, que la lisonja fragua, de ver su adoración me vuelvo loco.

A pesar de esta vinculación con las altas esferas del poder, su dedicación primera y principal fue siempre escribir para un público heterogéneo en el que se mezclaban todos los estratos de la sociedad: mujeres y varones, menesterosos y potentados, plebeyos y aristócratas (hasta la misma familia real), analfabetos y doctores... A todos se dirigió Lope y de todos sacó el dinero que necesitaba para atender a su sustento y garantizar su independencia.
Su creación poética le dio un estatus especial. Se llegó a rezar un credo sacrílego que empezaba diciendo «Creo en Lope de Vega, poeta del cielo y de la tierra...». Fue la encarnación de la fama.

Este reconocimiento general -frente al que no faltaron disidentes y críticos, a veces muy agresivos- le permitió vivir a su aire, contraviniendo en más de una ocasión normas y hábitos sociales. Durante años mantuvo dos familias: una legítima con Juana de Guardo, y otra no legalizada con Micaela de Luján. Hubo momentos en que vivieron en calles próximas de la levítica Toledo. No parece que el poeta tuviera problemas ni con su entorno ni con las autoridades.

La sucinta enumeración de sus relaciones amorosas puede trasmitir la falsa imagen de un donjuán de sentimientos cambiantes e irresponsables. No fue así.

Lope vivió cada amor con fervorosa intensidad. Cuando la muerte o los disgustos de la vida en pareja rompieron esas uniones, el poeta recogió en su casa a los hijos habidos con las diferentes mujeres que se cruzaron en el camino de sus afectos. En los últimos años de su vida, reunió junto a sí a los hijos de Micaela de Luján, de Juana de Guardo y de su último amor: Marta de Nevares.

Esta postrera pasión tuvo que ser la comidilla del Madrid de la época. El poeta era, cuando conoció a Marta, un sacerdote de cincuenta y cuatro años, recientemente ordenado tras enviudar de su segunda mujer. Su dedicación fundamental era el teatro, no la teología, y mantenía un permanente contacto con el mundo pintoresco y semiprostibulario de la farándula.

Ella, malcasada con un zafio comerciante, era una mujer delicada y sensible, aficionada a la música y la poesía. Fueron unas relaciones sacrílegas y delictivas, condenadas y amenazadas por el poder humano y el divino. Pronto nació una niña a la que Lope siempre reconoció como suya. Entre disgustos y altercados, murió el infeliz marido, que -todo hay que decirlo para que el retrato no mienta- había amargado la vida de su esposa desde que contrajo un matrimonio precoz (la novia tenía dieciséis años) impuesto por el interés y las presiones familiares. Los amantes, ya libres, permanecieron unidos hasta que la muerte de Marta los separó. Poco después de morir su madre, la niña nacida de estas relaciones adúlteras, ya una muchacha, se fugaba con un caballerete del entorno del conde-duque que se llamaba premonitoriamente Cristóbal Tenorio. A pesar de este desliz, volvió a vivir en la casa de su padre, mantuvo una estrecha amistad con su hermana Feliciana y, al hacer testamento, firmaba, sin pestañear, como «hija legítima de Lope Félix de Vega y de doña Marta de Nevares, su mujer».

El episodio fue, sin duda, piedra de escándalo y, presumiblemente, no se hubiera tolerado en ninguna otra corte europea. Sin embargo, en aquel Madrid inquisitorial, que pintan -con razón- como una cueva del oscurantismo y la intolerancia, no hubo ningún bárbaro que se sintiera autorizado a ofender de obra a la pareja. Casi ni de palabra; solo alguna leve sátira literaria que destiló la venenosa pluma de Góngora. No recibió el sacerdote sacrílego amenazas de los guardianes del orden y la moral. ¿Hubiera podido sobrevivir Lope en la Ginebra calvinista? ¿Hubiera podido quejarse en libertad, como hace en sus poemas de vejez, en la Inglaterra de los puritanos que poco después, en 1642, cerraron los teatros durante cerca de cincuenta años?

El poeta se ve tolerado, a pesar de su vida irregular, pero nunca convenientemente premiado. Sus pretensiones de ser reconocido, de alcanzar alguno de los honores que elevaban hasta el estamento nobiliario, tropezaron una vez tras otra con su origen plebeyo, su falta de títulos académicos y su comportamiento poco ejemplar. Incluso lo que las mismas autoridades consideraban un mérito, su extensísima obra literaria abierta a todos los públicos y apreciada por las más diversas instancias, no dejaba de tener la marca infamante de lo mercantil.

De esa situación -libertad para protestar en sus poemas y amarga decepción íntima- surge el peculiar humor que impregna la obra final del Fénix y le permite bromear irónicamente sobre sí mismo, sobre su gesticulante pasión, sobre la vehemencia de su expresión literaria, sobre sus quiméricas ilusiones...

El sesgo paródico pone un contrapunto agridulce a la exaltación amorosa o al ademán heroico de tantos versos de juventud y madurez.

La vida de nuestro poeta son más de cincuenta años trabajando sin desmayo y derrochando genio, intuición y sabiduría técnica en su obra lírica y dramática.
Incluso la parte menos abundante de su ingente producción, la prosa, dio algunas obras sublimes, de un singular encanto: las originalísimas Novelas a Marcia Leonarda, la excepcional acción en prosa titulada La Dorotea.

A Lope le perjudica su fecundidad legendaria. Lope -he dicho en alguna ocasión- se hace sombra a sí mismo: unas obras dejan en penumbra a otras.

Hasta hoy no hemos descrito cabalmente la aventura estética, la complejísima trayectoria que trazó para alumbrar una parte muy relevante de la cultura occidental moderna. A él se debe la consolidación de un teatro comercial y poético cuya fórmula se ha prolongado a través de la comedia, el drama musical y el cine hasta nuestros días, aunque muchos no reconozcan y otros no sepan lo que deben al poeta madrileño. Lope es también el configurador de los últimos y deslumbrantes esplendores del petrarquismo; descubre una nueva sentimentalidad y convierte la materia autobiográfica en sustancia poética. Con su impulso, la lírica tradicional (romances, villancicos, canciones, seguidillas...) pasa a ser un patrimonio estético que nunca abandonará al pueblo español. Poeta culto y popular, comediógrafo alado y jovial, trágico de una intensidad sin parangón, ensayó todos los caminos que le ofrecía la cultura de su tiempo y los que él inventó sin el auxilio de nadie y, muchas veces, sin pretenderlo.

domingo, 5 de julio de 2009

Elena Poniatowska escribe sobre José Emilio Pacheco

Tomado de La Jornada
Ustedes nunca le hagan caso a un escritor de lo que dice de sí mismo porque uno a veces es muy modesto. Uno piensa que está mal lo que hace, pero después, cuando acaba de escribirlo, piensa que está bien. Cuando hice una lectura de poemas en Bogotá, me preguntaron por qué tenía una visión desvalorizada de mi obra y me escuché decir, con gran sorpresa, que yo tengo una excelente opinión de mis libros.”

Aquí está José Emilio frente a nosotros, envuelto en su conciencia, bañado en esa conciencia con la que hizo hace más de 50 años un pacto de humildad. Sus poemas crecen luminosos a lo largo de los años, son un cantar de los cantares, cada línea llega a su perfección última y se vuelve sagrada.

Su deseo lo lleva a convertir su poesía y su prosa en actos de amor, los jóvenes lo abrazan porque ha ido con ellos de la mano en su búsqueda interior. Durante todos esos años, nunca ha perdido el rumbo ni se ha atascado en la playa porque no se la cree y sabe comenzar de nuevo.

Todos los días comienza de nuevo. Repite a los 70 años lo mismo que decía a los 30, a los 50: “Mi objetivo en la vida y en la literatura es tratar dentro de mis limitaciones de escribir lo mejor posible. Todas mis ambiciones –no soy una blanca paloma, tengo ambiciones también– están dentro de la literatura. Tengo una ambición muy clara, que es una locura, casi como querer ser famoso o poderoso, y es la de querer escribir bien”.

José Emilio, un poco encorvado, la mano en el bastón sobre el que apoya su altura, el saco que lo protege de la celebridad, la corbata cadena perpetua que pronto ha de quitarse, se inquieta: “Una gente realmente soberbia cree que su obra es intocable, perfecta; yo no, yo sé que todo es nunca por siempre en nuestra vida”. Y nos aclara a modo de despedida:
“El que no fui se fue como si nada./ Ya nunca volverá, ya es imposible. /El que se va no vuelve aunque regrese.”