martes, 30 de junio de 2009

"El rinoceronte" de Juan José Arreola


El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegado, en arranque total de filósofo positivista. Nunca da en el blanco, pero queda siempre satisfecho de su fuerza. Abre luego sus válvulas de escape y bufa a todo vapor.
(Cargados con armadura excesiva, los rinocerontes en celo se entregan en el claro del bosque a un torneo desprovisto de gracia y destreza, en el que sólo cuenta la calidad medieval del encontronazo.)
Ya en cautiverio, el rinoceronte es una bestia melancólica y oxidada. Su cuerpo de muchas piezas ha sido armado en los derrumbaderos de la prehistoria, con láminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos. Pero en un momento especial de la mañana, el rinoceronte nos sorprende: de sus ijares enjutos y resecos, como agua que sale de la hendidura rocosa, brota el gran órgano de vida torrencial y potente, repitiendo en la punta los motivos cornudos de la cabeza animal, con variaciones de orquídea, de azagaya y alabarda.
Hagamos entonces homenaje a la bestia endurecida y abstrusa, porque ha dado lugar a una leyenda hermosa. Aunque parezca imposible, este atleta rudimentario es el padre espiritual de la criatura poética que desarrolla, en los tapices de la Dama, el tema del Unicornio caballeroso y galante.
Vencido por una virgen prudente, el rinoceronte carnal se transfigura, abandona su empuje y se agacela, se acierva y se arrodilla. Y el cuerno obtuso de agresión masculina se vuelve ante la doncella una esbelta endecha de marfil.

viernes, 26 de junio de 2009

Ernesto Sábato en el túnel de los 98 años


Tomado de El Clarín
Ernesto Sabato, autor de novelas como Sobre héroes y tumbas y uno de los escritores argentinos más importantes del siglo XX, cumplió ayer (24 de julio) 98 años. Absolutamente alejado del mundo literario (su último libro fue España en los diarios de mi vejez, de 2004), vive encerrado en su casa de Santos Lugares. Sus allegados cuentan que ya no escribe y le gusta oír fragmentos de sus libros. A esa rutina, en el día de su cumpleaños, le sumó la lectura de un pequeño texto con el que lo recordó el Premio Nobel de literatura, el portugués José Saramago.

En declaraciones a la agencia EFE, Elvira González Fraga, la mujer que acompaña y cuida a Sabato desde hace algunos años, aseguró que el regalo de su colega fue una linda sorpresa en el día de su cumpleaños. "Desde (ante) ayer que se encuentra muy animado. Hace unos días estaba más melancólico, pero hoy está muy contento", aseguró la mujer.

En el texto que Saramago le dedicó en su blog, recuerda que la primera vez que escuchó hablar de él tenía 26 años, estaba en un bar de Lisboa y su nombre le recordó al golpe de un puñal. Con la lectura de El túnel (1948), la impresión acústica encontró un eco en la propia obra. "Me encontraba ante un autor trágico y eminentemente lúcido que, además de ser capaz de abrir caminos por los corredores laberínticos del espíritu de los lectores, no les consentía, ni en un solo instante, que desviasen los ojos de los más obscuros rincones del ser", escribió Saramago.

El regalo del portugués se completó -según contó Elvira González Fraga- con varios llamados de amigos y un pedido del propio Sabato: celebrar su 98 cumpleaños con "tortas y champaña".

La figura y la obra de Ernesto Sabato generan tanto adeptos como detractores. Entre los primeros se encuentran miles de jóvenes que a partir de alguna de las tres novelas escritas por el escritor -en mayor medida por El túnel (1948)- comenzaron a plantearse algunos de los tantos problemas existenciales que persiguieron a filósofos y bandas de rock como Los Fabulosos Cadillacs, que en su disco Fabulosos Calavera dedicaron una canción y un video al escritor, en los que flota esa atmósfera densa y opresiva presente en Sobre héroes y tumbas (1961), su segunda novela.

Entre los detractores se encuentran los eternos revisionistas y “los progresistas” que no le perdonan al escritor oriundo de Rojas, provincia de Buenos Aires, sus actitudes y comentarios políticos, ni aquel almuerzo que compartió con Jorge Luis Borges y el presidente de facto Jorge Rafael Videla. Para ellos poco y nada valió el haber presidido la Conadep (comisión que investigó los crímenes cometidos por la dictadura militar entre 1976 y 1983), que integró junto a Magdalena Ruiz Guiñazú, René Favaloro o Graciela Fernández Meijide, entre otros.

Novelas, ensayos Así como Borges nunca abordó la novela e incursionó en la poesía, los cuentos, la crítica y el ensayo, Sabato sí incluyó este último género en su bibliografía. Hombres y engranajes, El escritor y sus fantasmas, Apologías y rechazos, son muestra de ello; y escribió tres novelas: El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abbadón el exterminador. Muchos consideran su literatura menor, pero ese mote lo han recibido a lo largo de la historia mundial decenas de escritores.

La vida de Sabato está emparentada a la ciudad de La Plata, de ello da fe su paso por la Universidad Nacional y por el Colegio Nacional.Su formación en las ciencias duras y su doctorado en Física lo llevaron a trabajar en el Laboratorio Curie, en París, hasta que en 1945 decidió abandonar esta rama para dedicarse a la escritura.

Criticado por muchos, Sabato, hasta no hace mucho tiempo (mientras su vista se lo permitió), supo leer originales y cartas de jóvenes escritores y contestar cada una de ellas con palabras de aliento y recomendaciones. Gesto que muchos de los autores que lo denostan no tienen para con las nuevas generaciones. No hace tanto tiempo, Andrés Rivera criticó esta actitud.

Esa asignatura llamada Nobel
Nuestra literatura no conoce lo que significa ganar un premio Nobel y de hecho el último escritor en lengua española que obtuvo el galardón fue el mexicano Octavio Paz, en 1990. La Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) de España anunció que propondrá al escritor argentino Ernesto Sabato, junto a los españoles Francisco Ayala y Miguel Delibes, para recibir el premio Nobel de Literatura 2009.

Esta sociedad ya había presentado esta misma terna en los años 2007 y 2008 cuando recibieron el premio otorgado por la Academia Sueca la británica Doris Lessing y el francés Jean-Marie Le Clézio. Sin embargo, varios especialistas sostienen que Sabato, Ayala y Delibes tienen este año muy buenas chances de llevarse el preciado galardón.

Lo inédito de Fernando Pessoa


Tomado de Público.es
La misteriosa figura del poeta portugués Fernando Pessoa (1888-1935) está cada día más cerca de desvelarse. Los inéditos que el investigador colombiano Jerónimo Pizarro acaba de publicar en la editorial portuguesa Texto Editores revelan una imagen que le convierte en un escritor comprometido con su época y muy crítico con el dictador Antonio Salazar.

Fernando Pessoa: el guardador de papeles es el título del libro que Pizarro ha elaborado a partir de textos almacenados en el Archivo del luso que se halla en la Biblioteca Nacional de Portugal, en Lisboa. Entre las recopilaciones más importantes de Pizarro se encuentra el Escrito sobre Fátima, un texto elaborado por Pessoa en 1935 y que "deja en el aire cómo ese lugar, más que un centro de peregrinación sagrado, está creado para hacer negocio", señala Pizarro. Según este investigador, el autor del poemario Mensaje dilucida "ciertas dimensiones políticas en la creación de ese lugar" y lo compara con "una taberna en la que uno va a dejarse el dinero".

Escondido tras heterónimos que le servían para ofrecer distintos estilos, Pessoa siempre ha sido demasiado enigmático para la crítica. Sin embargo, en sus últimos años escribió textos bastante duros contra la dictadura de Salazar y sobre todo lo que empezaba a crearse en la sociedad.
"Estos artículos, que he incluido en el libro, nos muestran un perfil mucho más político del que se pensaba hasta ahora", conviene el investigador.

Críticas al ocultismo
Otro de los documentos desconocidos es el que narra el encuentro entre el escritor y el mago británico Alesteir Crowley. La relación que mantuvieron ambos y que está reunida en el dossier Crowley una colección de 500 documentos reunidos por un sobrino del poeta, siempre ha sido de particular interés para los investigadores y coleccionistas británicos. Pizarro ha recuperado un texto en el que Pessoa critica sin mesura el comportamiento del ocultista por estafador.

Esta no es la primera vez que el investigador colombiano publica inéditos del luso. Hace tres años reunió 500 documentos nuevos en el libro Escritos sobre genio y locura. Todos los extrajo del archivo de dicha biblioteca, un tesoro que según Pizarro, "está infrautilizado". Aunque abrió por primera vez hace 20 años, cuando todo el legado de Pessoa pasó a dominio público, el investigador reconoce que "apenas va nadie a visitarlo. Puedes estar días completamente solo".

Sin embargo, su riqueza es absoluta: en él se encuentran en total 27.000 documentos de Pessoa entre libros, artículos, cartas y fotografías, y de ellos, "es posible que hasta el 50% esté inédito", apunta Pizarro.

Casi desde su apertura, este archivo se ha visto perseguido por la polémica. Hace 15 años la familia del escritor se movió para ampliar sus derechos hasta 2006, y lograr dejar la ley de propiedad intelectual de Portugal en 70 años, en vez de los 50 años, después de la muerte del autor. En 2007, cuando ya no había posibilidades de alargar la titularidad de los derechos de la obra y su explotación, la familia decidió sacar a subasta algunos de los 3.000 documentos que todavía poseía. Muchos intelectuales portugueses se opusieron por considerar a Fernando Pessoa patrimonio nacional. El Estado compró 400 documentos financiados por la empresa pública Redes Eléctricas Nacionales, que pagó 160.000 euros por ellos.

"El archivo será nombrado Tesoro Nacional. Espero que cuando esto ocurra se deje de comerciar con la obra de Pessoa", zanja Pizarro.



Tomado de La Tercera
Varios textos inéditos del poeta portugués Fernando Pessoa han salido a la luz en una obra de recopilación que fue presentada hoy en Lisboa por su coordinador, el investigador colombiano Jerónimo Pizarro.

Bajo el título Fernando Pessoa: el guardador de papeles, Pizarro, junto a un grupo de estudiosos del autor, ha reunido escritos nunca antes divulgados o muy poco conocidos, entre los que sobresale uno sobre el encuentro entre el literato luso y el ocultista inglés Alesteir Crowley.

"A cada documento llegamos de distinta manera. Unimos lo que físicamente estaba disperso", manifestó el investigador colombiano, considerado uno de los mayores especialistas en la obra de Pessoa.

Entre los documentos más valiosos, destacó también una disertación del poeta sobre el fenómeno religioso del santuario luso de Fátima, donde se reúnen desde principios del siglo XX miles de católicos para conmemorar las apariciones de la Virgen.

Pessoa, una de las figuras más destacas de la literatura portuguesa, tiene una extensa obra que ha sido objeto de varias polémicas, entre ellas la relativa a la subasta de sus documentos, celebrada el pasado noviembre en Lisboa y en la que herederos y Estado pugnaron por los derechos del legado.

Para el estudioso colombiano, aquella fue una situación "penosa", por lo que abogó por seguir adelante y responder con "trabajo" para dar a conocer mejor la obra del autor, del que enfatizó su capacidad para ser "muchos poetas en un poeta".

"El representa un universo plural. Tiene tal variedad de estilos que es difícil cansarse de sus obras", recalcó, y se lamentó de que, a pesar de haber escrito en portugués, francés e inglés, sus trabajos han empezado a ser conocidos tarde fuera de Portugal.

El hecho de escribir en tres lenguas implica, según Pizarro, que Pessoa se haya convertido en el único escritor en "desafiar" a la literatura nacional.

El poeta, que dominaba el inglés por haber pasado buena parte de su juventud en Sudáfrica, donde su padrastro fue diplomático, escribió gran parte de sus obras bajo varios pseudónimos, que le servían para ofrecer distintos estilos.

Entres sus obras, publicó el libro de poemas Mensaje (1934) y la novela El libro del desasosiego, la más popular y reconocida escrita con un estilo de diario y que apareció años después de su fallecimiento, el 30 de noviembre de 1935, en su Lisboa natal.

En 2008, con motivo del 120 aniversario de su natalicio, se editó en Portugal la Antología Ilustrada de Pessoa y una novela policíaca, Quaresma Descifrador.

lunes, 22 de junio de 2009

Algunos poemas de José Emilio Pacheco

Tomado de Milenio

Cincuenta poemas en prosa forman "La edad de las tinieblas", uno de los libros con que José Emilio Pacheco celebra sus setenta años de edad —otro es Como la lluvia, de poemas en verso—. Este poemario, del que aquí ofrecemos una muestra con autorización de la Editorial Era, hace “desfilar ante nosotros el poder, la arrogancia, el afán de superioridad, la envidia y los deseos de gloria y de dinero reducidos a polvo. Y en contraste se alaban aquellos aspectos que vuelven habitable el mundo y tornan la vida en algo digno de ser vivido”.



La plegaria del alba

Hace milagros este amanecer. Inscribe su página de luz en el cuaderno oscuro de la noche. Anula nuestra desesperanza, nos absuelve de nuestra locura, comprueba que el mundo no se disolvió en las tinieblas como hemos temido a partir de aquella tarde en que, desde la caverna de la prehistoria, observamos por vez primera el crepúsculo.
Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuenta. Lo que vivimos ya no está. El amanecer nos entrega la primera hora y el primer ahora de otra vida. Lo único de verdad nuestro es el día que comienza.
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Filozoofía

Lección de una semana en el campo: los animales que nos benefician se resignan a nuestra ingratitud. El caballo, la vaca, el cerdo, el burro, la oveja, el cabrito, el cordero tienen mirada triste y bondadosa. En cambio los ojos del halcón irradian vivacidad, soberbia, alegría, confianza en sí mismo.
El halcón, modelo para la flecha, es la máquina de matar, el avión de combate, el misil tierra-aire. Ave de rapiña contra animal de carne y carga, los otros nos dan todo: el halcón sólo sabe dar muerte. Debe su orgullo al sentirse del lado del poder, entre los vencedores.
Seguro de cómo funciona el mundo y de quiénes ganan las guerras, el halcón me observa, me desprecia y alza el vuelo.
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Noche del insecto

En la noche del insecto hay un minuto en que se pregunta a qué sabrá sentirse humano. El tema no le interesa demasiado: se considera superior a nosotros. Es inmortal, no piensa en la muerte ni se imagina que ahora mismo voy a aplastarlo.
Ocupa con naturalidad un sector del mundo y una ración de tiempo. No se enreda en consideraciones filosóficas. Su Nada es un abismo del que nunca sabremos. Por eso en cada encuentro nos miramos con total desconfianza y mutua hostilidad.
Tengo miedo.

domingo, 21 de junio de 2009

106 años de permanencia de Margarite Yourcenar


En junio se cumplieron 106 años del nacimiento de una de las más grandes escritoras en lengua francesa de la segunda mitad del siglo XX: Marguerite Yourcenar.

Marguerite Cleenewerk de Crayencour, quien se convirtió en 1919 en Marguerite Yourcenar nació en Bruselas, Bélgica, el 8 de junio de 1903 y muere el 17 de diciembre de 1987 en Mount Desert Island, Estados Unidos.

Huérfana de madre desde los diez días de nacida. Su padre, una vez superado el rechazo inicial, le da una educación integral. Era un aristócrata francés que puso a Marguerite en manos de nanas e institutrices. A los ocho años de edad la futura escritora ya leía a Aristófanes y a Racine. Su padre le enseño latín a los 10 años y griego clásico a los 12.

Escritora polifacética
Yourcenar fue poeta, cuentista, novelista, ensayista, traductora de Yukio Mishima, de Virginia Woolf, de Henry James, entre otros. Además de poder leer a los clásicos grecolatinos en su lengua original.

Además escribió tres volúmenes de memorias, bajo el título de El laberinto del mundo. En el tercer volumen publicado póstumamente con el título de ¿Qué es la eternidad?, llega apenas a la pubertad.

Sin embargo las dos obras por las que se consagró son novelas: Memorias de Adriano y Opus nigrum.

Memorias de Adriano
En esta novela recrea la vida del Emperador romano Adriano, quien fomentó el arte, las ciencias, las letras. Mejoró la condición de los esclavos. Y se preocupó también por el medio ambiente, lo cual lo convierte en un pionero de la ecología.

En mi opinión hay muchas coincidencias entre la manera de ser, de pensar y de sentir entre el Emperador Adriano y Marguerite Yourcenar. Y se vale de esta autobiografía imaginaria para transmitirnos su visión del mundo.

Opus nigrum
En esta novela cuenta la historia de Zenón, médico, filósofo y alquimista italiano del siglo XVI, perseguido, obligado a no manifestar sus ideas, sus inclinaciones, sus reflexiones. Yourcenar define así su novela:

“En dos palabras Opus nigrum es la historia de un hombre inteligente y perseguido. Sucedió en 1569 y podría haber pasado ayer o mañana.

En la misma cárcel
Yourcenar y su padre viajaron por Europa en varias ocasiones. Ella adquirió el amor por conocer otros países, otras costumbres, otras maneras de concebir el mundo. En los últimos años de su vida viajó a Japón, seguramente para entender a Yukio Mishima.

Creo que en su eterno peregrinar comprendió que con diferentes lenguas, colores de piel y religiones, todos somos uno y lo mismo.
Una de las frases más conocidas de nuestra escritora es: “¿Quién será lo bastante insensato para morir sin haber dado al menos una vuelta a su cárcel?”

Sólo se está bien en otra parte
Nadie mejor que ella para demostrar la verdad de esta frase. Nació en Bélgica, creció en Francia. En 1939, al estallar la segunda guerra mundial decide quedarse a vivir en E.E. U.U. Sin embargo, ella continúa viajando por gran parte del mundo para cumplir cabalmente con eso de que “Sólo se está bien en otra parte”.

Reconocimientos
Recibe el premio Femina Vacaresco por su novela Memorias de Adriano. En 1970 es nombrada académica de la lengua en su natal Bélgica. En 1980 es la primera mujer en pertenecer a la Academia Francesa.

En 1983 recibió el premio Erasmo de Rotterdam en Amsterdam. El 29 de septiembre de 1985 fue inaugurado el Musée Marguerite Yourcenar por Maurice Schumann, miembro de La Academia Francesa.

Después de su muerte, su casa ubicada en Mount Desert Island, Estados Unidos fue convertida también en Museo Marguerite Yourcenar.

Particularismos no
Yourcenar fue coherente con ella misma. Era partidaria de la libertad en todos los planos. Defendió y practicó la libertad sexual, pues se permitió amar a hombres y mujeres. Cuando alguien le preguntó qué opinaba del feminismo, contestó:

--“Estoy contra particularismos de país, de religión, de especie. No cuente conmigo para hacer particularismos de sexo. Creo que una mujer inteligente vale tanto como un hombre inteligente. Es una simple verdad”.

Ella conoció el cristianismo, el protestantismo, el ateísmo, el paganismo, el budismo, y al final tomó lo mejor de cada religión.

¿Pesimista o realista?
En sus últimos años su lucidez la hizo percibir un mundo que tenía pocas esperanzas de salir bien librado. Cuestionada sobre nuestro futuro contestó:

“El hombre cada vez más numeroso, con pocas posibilidades de educación, de reflexión, de cultivo del espíritu, arrojado a una aventura de sobrevivencia, lucha, con el endurecimiento de su ser, en un medio propicio a la degradación de los valores”.

Esa declaración hecha en la década de los años 80 del siglo pasado es actual. Y esa es una característica de la vigencia de su pensamiento.

Una escritora universal
Memorias de Adriano fue un hito no sólo en la literatura en lengua francesa, sino en todo el mundo. Tuvo una excelente recepción tanto por la crítica, como por las y los lectores. Se tradujo de inmediato a una gran cantidad de idiomas. Actualmente se considera como obra pionera en el género de novela histórica.

A 58 años de su publicación la obra sigue tan vigente como en un principio. La crítica señala que esa novela es como un diamante, con muchas facetas aún por descubrir.

Compartiendo con Heráclito y con Nuestra escritora la idea de que el universo es un eterno fluir, sigamos fluyendo y buscándole nuevas aristas que explotar no sólo a Memorias de Adriano, sino a toda la obra de Marguerite Yourcenar.


Con el título Nuestra Señora de las Letras, evocaron (en México) a la escritora Marguerite Yourcenar, a 106 años de su natalicio.

El acto se realizó en la Casa Universitaria del Libro, con la participación de Paola Velasco, José María Espinasa, Mauricio Carrera, José Antonio Lugo y Fernando Solana, de quien se leyó un texto.

Los escritores coincidieron en subrayar que en la obra de Yourcenar (1903-1987) se refleja su permanente búsqueda de la belleza estética, la conciencia, la felicidad y la sabiduría.

Marguerite Yourcenar, manifestó Velasco, “buscó constantemente el conocimiento. Estudiando las civilizaciones antiguas y la historia se acercó a una comprensión más amplia del mundo, y a través de ésta llegó a comprender mejor a los hombres y sus motivaciones; a percibir con claridad que el sufrimiento, igual que la muerte o la enfermedad, no hace distinciones y que en esta tríada, como en pocos aspectos de la vida, reconocemos el lazo que nos une, el abrevadero común de toda la especie humana”.

Lectura inagotable
La lectura de la obra de Yourcenar, expresó Espinasa, “siempre ofrece nuevos ángulos. Su lectura, si no es infinita, es algo muy cercano: inagotable”. Entre otras cuestiones, Espinasa hizo un análisis comparativo entre Jean Genet, Mishima, Broch y la obra de Yourcenar.

En su momento, Mauricio Carrera, tras hacer una semblanza de la autora, de su interés por el cristianismo, sus símbolos y rituales, por la ética protestante, por la herencia moral de la cultura grecolatina y por la forma en que se manifiesta lo religioso en Oriente, desde el islamismo hasta el budismo, enlistó algunos de los anhelos, odios y proyectos que se pueden encontrar en la vida y obra de Yourcenar, a partir de sus propias palabras.

Entre sus ideales, apuntó Carrrera, figuró “un mundo sin efusión de sangre humana o animal, en el cual todo crimen se consideraría odioso, conllevando sanciones prácticas y purificaciones morales. Un mundo en el cual la sexualidad, en todas sus formas, se consideraría sagrada, aunque no necesariamente situada en el más alto rango de lo sagrado. Un mundo sin idolatría, pero rico en respeto.

“Yourcenar odiaba la velocidad y la agitación inútil, la publicidad, es decir, la impostura, la rivalidad económica llevada al paroxismo, la fabricación de objetos inútiles y el sometimiento y embotamiento de las masas ocupadas en fabricar esos objetos.

“Tenía, como proyectos, la ausencia total del miedo físico e intelectual, aprender a ignorar el ruido, rectificar siempre si el mínimo error se ha dicho o escrito y recordar siempre que cierto coeficiente de error es humano. ¿La alegría? No. Prematura en un mundo miserable. ¿La felicidad? Tal vez. Pero entonces que la felicidad sea un estanque claro en el cual el dolor vaya a beber.”

Respuestas esenciales
José Antonio Lugo, traductor de La voz de las cosas al español, abundó sobre la búsqueda de la belleza, el placer sensual, la conciencia y la felicidad en Marguerite Yourcenar.

Solana, a manera de carta, en la que reconoce y admira la sensibilidad y el conocimiento de Yourcenar, destacó: “Creo fervientemente que en su obra están depositadas todas las reflexiones necesarias y ciertas respuestas esenciales ante el misterioso asunto de haber estado durante una vida aquí entre nosotros.”

Autora de Alexis o el tratado del inútil cobarde, Opus nigrum y La voz de las cosas, entre otros, y sin importar que la cifra sea redonda, se celebró y recordó a Marguerite Yourcenar, su cumpleaños número 106, los 57 de la aparición de Memorias de Adriano y 22 de su fallecimiento.

Twitter se culturiza con una interpretación del Ulises


Tomado de Terra
Twitter, la red social favorita de algunos famosos, se volvió intelectual y decidió homenajear al escritor James Joyce con una interpretación de la famosa novela "Ulises", publicada en 1922.

Dos entusiastas del "Ulises", el diseñador de videojuegos Ian Bogost, del Instituto de Tecnología de Georgia, y su colega Ian McCarthy, querían utilizar la página web con un interés cultural en lugar de usarla sólo como un servicio que permite a los usuarios enviarse mensajes de 140 caracteres, conocidos como "tweets".

Entonces se les ocurrió la ida de recrear un capítulo del "Ulises" en Twitter.
Eligieron el capítulo 10, "Wandering Rock", que es famoso por mostrar los acontecimientos entrelazados de 19 personajes que recorren el centro de Dublín haciendo sus tareas diarias.

Bogost y McCarthy registraron a 54 de los personajes de la novela como usuarios de Twitter y adaptaron el capítulo en una larga serie de declaraciones realizadas en primera persona, utilizando un software creado especialmente para automatizar una representación.

El 16 de junio o "Bloomsday", el día en que tiene lugar la acción en 1904, estos personajes enviaron 'tweets' sobre lo que estaban haciendo en el momento correcto de la ficción.
Bogost dijo que todo salió sin inconvenientes, pese a unos pocos problemas técnicos que hicieron que algunos personajes no pudieran participar.

"Creo que el proyecto arroja una nueva luz sobre Twitter al mezclar actividades habituales con estos personajes de hace un siglo", dijo Bogost en su blog www.bogost.com.
"Como uso literario a largo plazo de Twitter, desde luego es una opción viable e interesante", agregó.

Cada año, se celebra en Irlanda -país natal de Joyce- y en otras partes angloparlantes en el mundo el "Bloomsday", con seguidores y expertos en Joyce recreando los pasos de los personajes de la célebre novela.

Kafka no era kafkiano


Tomado de La Tercera
La consagración puede ser una forma del olvido. Por eso, unas décadas después de la muerte de Franz Kafka, el editor Hans-Gerd Koch invitó a amigos, familiares y amores a escribir libremente lo que recordaran del autor de La metamorfosis y El castillo, con el fin de obtener su retrato hablado. Koch, quien dirigió la edición crítica de las obras completas de Kafka y ha sido responsable del epistolario del autor checo, quiso registrar una semblanza auténtica, pues se dio cuenta de que la fama en que se estaba viendo envuelto Kafka traía aparejadas algunas falsificaciones. Una imagen lo más humana posible, alejada de las ideas que comenzaban a teñir su vida con el mismo tono oscuro y triste de su obra.

El resultado fue un libro delicioso, titulado Cuando Kafka vino hacia mí, que cuenta con 41 testimonios sobre el escritor, ordenados cronológicamente según la aparición de esas personas en la vida de Kafka (1883-1924). En sus páginas encontramos a la nana de los Kafka relatando historias de la familia, la relación con sus hermanas y padres, sus gustos y manías.

Entre sus amigos, por supuesto está Max Brod, quien traicionó la voluntad del escritor al publicar sus manuscritos. Exagerando, podría decirse que Brod es más importante que el propio Kafka: es el autor de Kafka. Por lo mismo, tiene mucha responsabilidad en la imagen de santo o mártir de la literatura: un ser opaco, que apenas probaba la comida, vivía encerrado en una pieza monacal, hacía elongaciones cada mañana con la ventana abierta, siendo penetrado por el frío, y que solo encontraba satisfacción en la escritura.

En el libro tienen especial importancia algunas mujeres. Aparece Dora, a quien conoció poco antes de que se agravara la tuberculosis y quien lo acompañó hasta la muerte; y Milena, el tramitado amor o, como diría Canetti, la mujer con que Franz vivió en carne propia el más angustiante proceso: comprometerse una y otra vez en un matrimonio que nunca se materializó, a pesar de las presiones sociales. Esa pesadumbre habría llevado al escritor a escribir la novela El proceso, alegoría monumental de la insignificancia del individuo ante el poder del Estado.
Contra el mito del escritor totalmente anónimo, hay testimonios de escritores de Praga que recuerdan los efectos impresionantes que producían las lecturas públicas de sus textos.
Algunos compañeros de colegio desmienten, de paso, el horror con que ha sido descrita la vida escolar, poblada de niños que hablan de religión, filosofía y política antes que de sexo.

"Exteriormente no había en él nada llamativo", señala uno de los compañeros, quien especifica eso sí que se trataba de un carácter singular. "Una delgada pared de cristal le rodeaba. Con su sonrisa tranquila, bondadosa, llena de interés, él mismo se abría y a la vez se cerraba al mundo". Tal y como se construye la memoria, en forma zigzagueante y en ocasiones contradictoria, otro amigo recuerda la lectura de novelitas pornográficas que terminaban en un local "surtido de damas ligeras de ropa". En esas ocasiones, Kafka no era "en ningún caso el tímido y retraído joven", puntualiza.

El Kafka con el que todos concuerdan es un hombre muy delgado, tierno, de intensos ojos oscuros, tímido, de una discreción apabullante. Un tipo que pareció siempre más joven y que jamás se refirió a sí mismo. Detestaba que le hablaran de sus cuentos y era percibido como alguien sumamente especial y auténtico. Llevó su enfermedad mortal con total reserva.

La compilación devela los efectos de la imaginación y el deseo sobre la memoria. Hay testimonios que se contradicen, variaciones determinantes de un mismo suceso, otros bajo claro influjo de la fama del escritor, y varios que sienten culpa por no haber descubierto la figura que se encontraba detrás de esa silueta esmirriada. La otra protagonista de este retrato es Praga en las postrimerías del Imperio Austro Húngaro, una sociedad burguesa muy culta, educada en alemán, cerrada sobre sí misma, que muy pronto sería destruida. Todos cuantos recuerdan al escritor hablan desde la desilusión de una generación que se sintió enviada a la muerte por sus propios padres. Pero claro, Kafka ya había anticipado todo eso en sus relatos.

Milena Jesenkká, novia"Podría haber contestado a su carta escribiendo sin parar durante días y noches. Me pregunta usted [Hans-Gerd Koch] cómo es que Frank tiene miedo del amor y no de la vida. Pero yo pienso que se trata de otra cosa. La vida para él es totalmente distinta a como es para todos nosotros, los demás seres humanos. Ante todo, para él, el dinero, la Bolsa, esa central de divisas, una máquina de escribir son cosas por completo místicas. Y de hecho lo son. Solo que para nosotros, no. Para él son los más extraños misterios, a los que en modo alguno se enfrenta como lo hacemos los demás. ¿Acaso su trabajo como empleado en la administración es el desempeño habitual de un servicio? Para él una oficina (también la suya) es algo tan misterioso, tan digno de admiración, como para un niño pequeño una locomotora. La cosa más sencilla del mundo, él no la entiende. ¿Ha estado usted alguna vez con él en una oficina de correos, cuando escribe un telegrama haciendo ejercicios de estilo o, sacudiendo la cabeza, busca la ventanilla que más le gusta? ¿Y cuando luego tiene que ir de una ventanilla a otra, sin comprender en lo más mínimo por qué ni para qué, hasta que llega a la correcta?".

Friedrich Thieberger, amigo"Me veo detenido junto a él frente a la entrada de su casa, cuando tras una sombría conversación sobre cuestiones personales apareció en su rostro la más delicada de las sonrisas y dijo: '¡Debo mostrarle una cosa!', y con un delicado movimiento, que debía de buscar algo muy valioso y que se encontraba oculto, echó mano de su cartera, la abrió de un modo francamente temeroso y al fin, entre varios papeles, encontró lo que buscaba: una fotografía en la que aparecían retratados los hijos de su hermana mayor. Todo el consuelo que le proporcionaban los tiernos detalles de la vida estaba en su mirada".

Dora Diamant, su pareja"Lo más llamativo en su rostro eran los ojos, que mantenía abiertos, a veces incluso muy abiertos, tanto si estaba hablando como si escuchaba. No miraban asustados, como se ha afirmado alguna vez de él. Más bien había en ellos una expresión de asombro. Tenía los ojos marrones, tímidos, y resplandecían cuando hablaba. En ellos aparecía de vez en cuando una chispa de humor, que sin embargo era menos irónica que pícara, como si supiera cosas que las demás personas desconocían. Pero carecía por completo de sentido de la solemnidad. Tenía por lo general una manera muy viva de hablar (...). A menudo nos divertía proyectar sombras en la pared con las manos, para lo que él poseía una habilidad extraordinaria. Kafka estaba siempre de buen humor. Le gustaba jugar. Era un compañero de juegos nato, siempre dispuesto a cualquier broma".

Anna Pouzarová, empleada de los KafkaPara los cumpleaños y otras festividades, Kafka escribía para sus padres algunas piezas de teatro. La costumbre de representar una pieza teatral en el círculo de la familia (Franz Kafka participaba como autor del texto y director de escena) se mantuvo hasta su época de estudiante universitario.

Tile Rösler, amiga"Encontré en él un apoyo insospechado. Hablábamos de todo. De la casa paterna, de sueños, de Dios, del sionismo, del judaísmo. Cuando estaba allí sentado en bañador, yo no podía apartar mis ojos de su figura. Encontraba especialmente hermosos los dedos de sus pies, interminablemente largos y delicados, y que, a decir verdad, parecían tener tanto carácter como si fueran manos. Como si esos dedos supieran al menos tocar el piano, pensé. Sabía que estaba enfermo. Sabía también que era muy mayor (tenía 40 años), y aun así me parecía un hombre joven, se diría, un chico. Algo increíblemente fresco, juvenil irradiaba de su persona, de modo que nunca hubo una gran distancia entre nosotros".

Emil Utitz, compañero de colegio"No es mucho lo que puedo contar sobre Kafka. Reconocí su valor humano, pero también debo admitir que no reconocí en él al escritor hasta mucho más tarde. Seguramente se trata de un error por mi parte, aunque también se puede achacar a su carácter. (...) Lo que quedó en mi recuerdo no son manifestaciones ni sucesos concretos, sino una imagen conmovedora de un ser humano delgado, alto, con aspecto de muchacho, que parecía tan silencioso, fino y casi santo, que era bueno y que reía un poco confuso, que se mostraba dispuesto a reconocer de inmediato los méritos de cualquiera y que, sin embargo, siempre se mantuvo un poco a distancia y extraño".

Leopold B. Kreitner, compañero de institutoKafka no era un hombre introvertido. En aquella época era casi lo contrario. En sociedad y en la mayor parte de las ocasiones se mostraba alegre y divertido, siempre con un juego de palabras a mano (...). Naturalmente, él era un escritor alemán, o, para ser más precisos, un escritor que escribía en lengua alemana. Recalcar este hecho me parece de gran importancia, porque en ello se basa una gran parte de la singularidad de su escritura. Franz Kafka es, como ningún otro, hijo de tres culturas: la checa, la alemana y la judía.

Nelly Engel, amiga"Un buen día me encargaron que consiguiera calcetines para las niñas.
Naturalmente, al igual que los profesores de la escuela, no podían costar nada. El primer lugar al que me dirigí fue la tienda de complementos de los Kafka, que estaba en el mismo edificio en el que se hallaba el instituto al que, en otro tiempo, había asistido Franz. El viejo señor Kafka se encontraba en la tienda. Yo expuse mi solicitud, él me miró y dijo: 'Yo a usted la conozco. Es usted amiga de Franz. El ha hablado de usted'. Y el señor Kafka regaló 100 pares de calcetines para los hijos de los refugiados. Max Brod, al que en una ocasión le conté esta historia, se quedó muy impresionado, porque demuestra, como él mismo dijo, que la descripción del padre de Kafka resplandeciendo en su nimbo cruel de tirano, tal y como la hicieron Paul Eisner y otros que nunca lo vieron, es del todo falsa".

Las palabras en el silencio de Laura Restrepo


Tomado de El Universal

Laura Restrepo no logra desprenderse de la política. Ni siquiera cuando se ha sentado frente a la computadora a teclear novelas como Historia de un entusiasmo, Delirio y Leopardo al sol. Difícil hacerlo tal vez para esta mujeraza que fue mediadora entre el M-19 y el Gobierno colombiano. Luego miembro de la resistencia contra Jorge Rafael Videla en Argentina. Más tarde militante del Partido Socialista Obrero Español. Trost-kista desde siempre. Y ahora crítica furibunda del presidente Álvaro Uribe, mas no así de Hugo Chávez. El asunto es que si se lo propone, como ahora con Demasiados héroes, el resultado igual parece ser adverso: esta vez es la dictadura argentina la que le ha ganado la partida.


Vuelo rasante al régimen de Videla y acto de reivindicación de los héroes anónimos que se enfrentaron silenciosamente al poder, Demasiados héroes (Alfaguara) es en realidad la historia de un viaje. El de Lorenza y Mateo, madre e hijo, que consienten en tomar un vuelo de Bogotá a Buenos Aires y emprender un viaje al pasado tras los pasos del padre ausente.


Las mismas coordenadas geográficas que, curiosamente, tuvo que desandar años atrás la propia Restrepo para reconstruir su pasado militante -y también sentimental- a los ojos de un hijo preadolescente sediento de respuestas acerca de su origen. Un viaje que, dice la escritora colombiana, le permitió poner palabras a lo que antes era el silencio impuesto por el autoritarismo.


-Ha insistido usted en que se trata de una obra ficcional, pero son muchas las coincidencias entre usted y la protagonista: son trostkistas, conspiraron contra la dictadura, tuvieron un hijo

-Digamos que es una tentación echar mano de historias que conoces de primera mano. Pero de todas maneras es una ficción elaborada a partir de hechos ocurridos en mi propia vida. Lo que pasa es que desde el momento en que decides hacer una novela las personas se te convierten en personajes. Para mí Lorenza no soy yo, y Mateo no es mi hijo. Yo soy todos los personajes.


-¿Diría sin embargo que esta novela estaba pidiendo ser escrita?

-Sí, pero ¿cuál no? Para mí era interesante este período de mi vida porque está desprovisto de palabras. Por medidas de seguridad frente a la dictadura no podías tener nada escrito. Eso no me pasa con ninguna otra etapa, en la que he llevado libretas, diarios... Era entonces un episodio que estaba pidiendo que le pusiera palabras.


-El eje de Demasiados héroes es un viaje de Bogotá a Buenos Aires. Pero hay otro viaje: el interior.

-Ese es el otro silencio de la novela. Un viejo tema: el padre ausente y el hijo que lo busca. Como toda ausencia, la del padre es también un vacío. Y la única forma de llenarla quizás sea invocándolo a través de la propia palabra. Yo quería que esta fuera una novela de interiores, de conflicto familiar, si bien tiene el telón de la dictadura argentina. Por eso adopté el diálogo como técnica narrativa, porque me obligaba a romper con la retórica política y literaria. El diálogo te exige dedicarte a un lenguaje cotidiano, directo e íntimo. Y eso tiene que ver con la intención de hacer un viaje interior.


-Hablando del diálogo entre una madre contra la dictadura y su hijo que pasa el día jugando PlayStation& Pone sobre la mesa el tema de la falta de compromiso de las nuevas generaciones...

-Todo lo contrario. Es tan política la actitud de Mateo como la de la madre. Hablando fuera de la literatura creo que mientras hubo una juventud, la mía, que tenía una militancia y se volcó hacia afuera, siento que viene otra, la de mi hijo, que tiene que reconstruir un panorama interior que nosotros descuidamos en aras de la acción colectiva. Lo que pasa es que la revolución de esta juventud, más volcada a la cultura, al cine, a la escritura, está en otro terreno. Es tan politizada la generación de ahora que tiene que darle un vuelco a la interioridad y establecer una escala de valores morales que no tienen que ver ya solamente con lo social, lo histórico y lo político, sino con lo personal, lo familiar y lo íntimo.


-Uno lee la novela y siente que corremos el riesgo de volver a los regímenes dictatoriales. Le hablo de la declaración de Correa en Uruguay, Evo en Bolivia, Uribe en Colombia y Chávez en Venezuela , que quieren perpetuarse

-En cualquiera de esos países es una señal indeseable. Lo que pasa es que coloco a Uribe en un terreno distinto. Uribe basa su mandato en un gobierno paramilitar que aquí está haciendo estragos. Lo que tenemos en Colombia es una crisis humanitaria, pese a que el mundo no lo reconozca. Al gobierno de Uribe le veo una señal clara de derecha, una continuidad de las políticas de Bush& Mientras que en los otros gobiernos veo el intento de volcar la acción hacia políticas populares que saludo.


-En Demasiados héroes usted establece dos categorías de personas: payasos o héroes. Uno supone en cuál ubica usted al presidente Uribe

-Ni uno ni otro. Le falta humanidad sabes. Para ser payaso o héroe se necesita una dosis de humanidad que me parece que al personaje le faltan.


-¿Qué dice de Chávez?

-A ver, son clasificaciones literarias que en la vida real no se dan& Desde luego que ninguna de las dos le cuadran. Sería una simplificación absurda... Chávez es un hombre que ha tenido dignidad para defender a América Latina frente a Estados Unidos. Cuando había un silencio repugnante frente a las políticas de Bush, Chávez supo contestar duro. Más allá de la retórica valoro su interés por dedicar recursos del Estado a mejorar las condiciones de vida de las clases populares.


-¿No es un compromiso que escritores como Saramago o usted terminen avalando un gobierno que cierra un canal de televisión por ser opositor, sólo por decir un ejemplo?

-Yo no avalo a ningún presidente. Ni a Chávez ni a ninguno. Creo que una tarea como la mía hay que ejercerla desde las antípodas del poder. Pero cualquier atentado o intento de cortar la democracia me parece atroz y lo rechazo.


-Es paradójico, la página oficialista aporrea.com la tildó de burguesa por opinar contra las FARC.

-Yo sé que allá las cosas están muy polarizadas y no quisiera entrar en el mismo marco. Cuando Chávez pidió que le declararan el estatus beligerante a las FARC yo puse el grito porque no creo que las FARC lideren un proceso positivo ni que tenga una idea de reconocimiento en el pueblo colombiano como para considerarse una fuerza beligerante. Estoy tratando de señalarte en qué matices sigo con interés el proceso venezolano, sin que eso me tape a mí la boca para decir lo que no me parece.

viernes, 19 de junio de 2009

La vida en las imágenes de Annie Leibovitz

La compañía de Susan Sontag, al igual que la ausencia que dejó su muerte, palpitan en el trabajo fotográfico de Leibovitz

Tomado de El Mundo
Annie Leibovitz mira sus propias fotografías con un punto de distancia. Concentrada no en lo que está viendo, sino en aquello que ha vivido en cada una de sus imágenes. Suele pasar con algunos fotógrafos: lo que importa de una instantánea late por debajo, allí donde comienza esa magia de lo que no se ve, una historia, una aventura, un mensaje, una huella, un amor.

Leibovitz (Connecticut, 1949) forma parte de la íntima tribu de fotógrafos que ha hecho de su trabajo un referente global. El retrato, el paisaje, la escena íntima, el 'glamour' desmedido de las estrellas de cine, el lujo... Todo esto conforma el ADN de su obra. Ha retratado a la Reina de Inglaterra y a Keith Haring, a Demi Moore embarazada, a Brad Pitt o la agonía de su padre, un cuerpo acribillado en Sarajevo y un atardecer color azafrán desde una orilla del Nilo. Algunas de estas imágenes han sido portadas de 'Vanity Fair', de 'Vogue', de las mejores revistas. Comenzó en 'Rolling Stone' en los años 70. E inauguró una forma de mirar con algo de punk y un volcán en las córneas.

Según consenso, una de las mejores portadas del siglo XX viene firmada por ella. Fue en 'Rolling Stone', con aquella foto en la que John Lennon desnudo se abraza en el suelo al cuerpo tumbado de Yoko Ono, vestida. Era el 8 de diciembre de 1980. Ese mismo día, cinco horas después, Mark David Chapman descargó seis 'plomos' en el enjuto cuerpo del músico cuando entraba en el portal de su casa, en el edificio Dakota de Nueva York.
Pero si hay una presencia que gravita por el aire de la exposición es la de la escritora estadounidense Susan Sontag, su amante, su cómplice, su compañera. "Era una mujer maravillosa", dice con un punto de nostalgia.

Es más que una fotógrafa de moda. Es más que un ojo educado con precisión para sacar de una imagen publicitaria el caldo de algo nuevo. Es, esencialmente, una exploradora febril de rostros y de escenas, capaz de traspasar la anécdota para enseñar lo que hay por debajo de la piel del mundo. Hasta el próximo 3 de septiembre muestra en la Sala de Exposiciones de la Comunidad de Madrid, una exposición reveladora de sus últimos 15 años en el oficio: 'Annie Leibovitz: vida de una fotógrafa. 1990-2005', impulsada por la Consejería de Cultura.

"Es una auténtica revolucinaria de la fotografía", comentó Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad, en la presentación de la muestra. Al lado, Annie Leibovitz sonreía. Metro ochenta de estatura, la melena rubia y suelta, ojos de voracidad detrás del perímetro breve de las gafas. Las manos grandes de foquista. El verbo rápido para ir dando alguna pista más sobre sí misma, sobre su trabajo, sobre la vida: "Qué misterio la vida, ¿eh?", apunta con una mueca interrogante.


Las palabras de Leibovitz
Considera que lo que tiene que decir lo cuentan mejor en su obra, por eso no concede (casi nunca) una entrevista.
- Esta exposición despliega una parte muy íntima de su vida, ¿de algún modo es un exorcismo que había que hacer?
- Bueno, exorcismo es una palabra dura... Es curioso, antes pensaba en las fotos personales que hay en la muestra (incluso en las que no hay) y lo que veo en verdad es un enorme amor. Me siento muy afortunada de poder haber hecho todo este trabajo. Para mí no es algo que ahora vea con distancia, sino que lo siento como algo que me acompaña, que viaja conmigo. ¡Qué privilegio! A veces pienso que nosotros, los que están en las fotografías, incluso las fotografías terminaremos siendo lo mismo: polvo.
- Susan Sontag es una presencia del algún modo constante en la muestra...
- A través de las instantáneas entiendo algo más de la relación que he tenido con Susan. Entiendo así la fotografía como parte de esta relación. Y me sucede lo mismo con los retratos de mi padre. ¿Qué relación tuve con él? Pues lo voy entendiendo a través de ciertas imágenes íntimas. Más que una memoria de mi vida, mis fotos son una evidencia, una prueba de mi existencia.
- ¿Diría que todo esto es un autorretrato vital y sentimental?
- Lo es. La fotografía es un medio maravilloso. Ahora, con estas instantáneas rodeándonos, estamos lo más cerca posible de lo que yo soy. Y de algún modo ellas nos dicen las miles de formas diferentes en que puedes utilizar una imagen, cómo dirigirla. Aquí hay fotos personales y de encargo, pero en mi caso son dos vertientes que se equilibran, incluso que se necesitan, una tira de la otra.
- Pero lo que más se conoce de usted es esa obra de encargo.
- Cierto. Y mucha parte de esa obra creo que es basura, pero luego hay una parte muy buena. Me doy por satisfecha si hago cinco fotos buenas en un año. Conozco la diferencia entre una buena foto y otras de circunstancias... Pero el verdadero trabajo personal es la edición del material.
- ¿Trabaja con la misma libertad que en los años 70, cuando hacía aquellas portadas tan insólitas para 'Rolling Stone'?
- Creo que mantengo esa libertad, pero con la responsabilidad de los años y del tiempo también crecen los miedos. La semana próxima tengo un trabajo y ya estoy nerviosa, pensando cómo lo voy a resolver. Aunque usted me pregunta por aquellos trabajos míos de los años 70... Entonces yo era una niña... Me gusta ver aquellas fotos, pero no olvido la edad que tenía entonces, ni la ingenuidad. Lo que me gustaba entonces era ser joven, no tener prejuicios, lanzarme a los retos de cabeza. Pero llegar a una edad como la mía me permite saber realmente lo que hago. Eso es mucho más interesante. No quiere decir que pierdas pasión, pero entran en juego muchas variables que te pone delante la vida.
- Además de la capacidad de observación, sus instantáneas buscan una profundidad psicológica.
- Eso es lo que me gusta conseguir. De eso depende la perdurabilidad de una imagen, sólo así puede incluso modificar tus ideas sobre un paisaje concreto o sobre alguien.

"La i latina" de José Rafael Pocaterra


I
¡No, no era posible!, andando ya en siete años y burrito, burrito, sin conocer la o por lo redondo y dando más que hacer que una ardilla.
-¡Nada!, ¡nada! -dijo mi abuelita-. A ponerlo en la escuela...
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta años, se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que estaba todavía pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde al entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con su esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y un atadito de lápices, me dijo poniendo en mi aquella grave dulzura de sus ojos azules: -¡Mañana, hijito, casa de la señorita que es muy buena y te va a enseñar muchas cosas...!
¡Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes mi bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en la magnífica letra de mi madre, un libro que se me antojaba un cofrecillo sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde ésa y la noche sin quererme dormir, pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos grandes librotes forrados de piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres manuscritos que llenaban el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir a la escuela.

II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el largo corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía el comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara de petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa desteñido y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos mecedoras desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de yeso y la mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido; pero todo tan limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los mismos sitios desde el comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corrector, cerca de donde me pusieron la silla enviada de casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada; allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas, iba cantando la marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos, con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas avanzadas sobre las olas del mar...
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre aquellos niños extraños que me observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de «niño nuevo» me mostró el reverso de cuanto había sido ilusorias visiones de sapiencia... Así que en la tarde, al volver para la escuela, a rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices el virginal Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.


III
Luego tomé amor a mi escuela y a mis condiscípulos: tres chiquillas feúcas, de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se hurgaba la nariz y nos punzaba con el agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste, ojerudo, con un pañuelo y unas hojas siempre al cuello y oliendo a aceite; y Martica, la hija del Letrero de enfrente que era alemán. Siete u ocho a lo sumo: las tres hermanas se llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio, Totón, y el niño flaco que murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió porque una tarde dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.
La Señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos amenazaba cuando dábamos mucho que hacer o estallaba una de esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.
-¡Sigue!, ¡sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón María que podía llegar de un momento a otro... Ese día, con más angustia que nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola calmaba las tormentas escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa, llevaba del brazo hasta su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros aprendíamos y nos las endosábamos unos a los otros por debajo del Mandevil.
-¡Los voy a acusar con la Señorita! -protestaba casi con un chillido Marta, la más resuelta de las hembras.
-La Señorita y tú... -y la interjección fea, inconsciente y graciosísima, saltaba de aquí para allá como una pelota, hasta dar en los propios oídos de la Señorita.
Ese era día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el libro en las manos, y las orejas como dos zanahorias.
-Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? -me reprendía afectando una severidad que desmentía la dulzura gris de su mirada.
-¡Porque yo soy hombre como el señor Ramón María!
Y contestaba, confusa, a mi atrevimiento:
-Eso lo dice él cuando está «enfermo».


IV
A pesar de todo, llegué a ser el predilecto. Era en vano que a cada instante se alzase una vocecilla:
-¡Señorita, aquí «el niño nuevo» me echó tinta en un ojo!
-Señorita, que «el niño nuevo» me está buscando pleito.
A veces era un chillido estridente seguido de tres o cuatro mojicones:
-¡Aquí...!

Venía la reprimenda, el castigo; y luego más suave que nunca, aquella mano larga, pálida, casi transparente de la solterona me iba enseñando con una santa paciencia a conocer las letras que yo distinguía por un método especial: la A, el hombre con las piernas abiertas y evocaba mentalmente al señor Ramón María cuando entraba «enfermo» de la calle-; la O, al señor gordo -pensaba en el papá de Totón-; la Y griega una horqueta -como la de la china que tenía oculta-; la I latina, la mujer flaca -y se me ocurría de un modo irremediable la figura alta y desmirriada de la Señorita... Así conocí la Ñ, un tren con su penacho de humo; la P, el hombre con el fardo; y la & el tullido que mendigaba los domingos a la puerta de la iglesia.
Comuniqué a los otros mis mejoras al método de saber las letras, y Marta -¡como siempre!- me denunció:
-¡Señorita, «el niño nuevo» dice que usted es la I latina!
Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche siquiera, con una amargura temblorosa en la voz, queriendo hacer sonrisa la mueca de sus labios descoloridos:
-¡Sí la I latina es la más desgraciada de las letras... puede ser!
Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar. Desde ese día cada vez que pasaba el puntero sobre aquella letra, sin saber por qué, me invadía un oscuro remordimiento.


V
Una tarde a las dos, el señor Ramón María entró más «enfermo» que de costumbre, con el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando ella fue a tomarle del brazo, recibió un empellón yendo a golpear con la frente un ángulo del tinajero. Echamos a reír; y ella, sin hacernos caso, siguió detrás con la mano en la cabeza... Todavía reíamos, cuando una de las niñas, que se había inclinado a palpar una mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito teñido de rojo:
-Miren, miren: ¡le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese. Pero días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito pulcro, vestido de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:
-¿Como que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:
-No señor, que me tropecé...
-Mentira, señor inspector, mentira -protesté rebelándome de un modo brusco, instintivo, ante aquel angustioso disimule- fue su hermano, el señor Ramón María que la empujó, así... contra la pared... -y expresivamente le pegué un empujón formidable al anciano.
-Sí, niño, si ya sé... -masculló trastumbándose.
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a castigarme, pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y tenaces, de caricias maternales que parecían haber dormido mucho tiempo en la red de sus nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par de la frialdad de sus besos y del helado acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas, pesadas, me caían sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca podré olvidar aquella expresión dolorosa que alargaba los grises ojos llenos de lágrimas y formaba en la enflaquecida garganta un nudo angustioso.


VI
Pasaron dos semanas, y el señor Ramón María no volvió a la casa. Otras veces estas ausencias eran breves, cuando él estaba «en chirona», según nos informaba Tomasa, única criada de la Señorita que cuando ésta salía a gestionar que le soltasen, quedábase dando la escuela y echándonos cuentos maravillosos del pájaro de los siete colores, de la princesa Blanca-flor o las tretas siempre renovadas y frescas que le jugaba tío conejo a tío tigre.
Pero esta vez la Señorita no salió; una grave preocupación distraíala en mitad de las lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces; la criada nos dijo que había ido a casa de un abogado porque el señor Ramón María se había propuesto vender la casa.
Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la Señorita de dolor de cabeza; suspendía las lecciones, permaneciendo absorta largos espacios, con la mirada perdida en una niebla de lágrimas... Después hacía un gesto brusco, abría el libro en sus rodillas y comenzaba a señalar la lectura con una voz donde parecían gemir todas las resignaciones de este mundo: -vamos, niño: «Jorge tenía una hacha...».


VII
Hace quince días que no hay escuela. La Señorita está muy enferma. De casa han estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir a mi abuela que no le gustaba nada esa tos...
No sé de quién hablaban.


VIII
La Señorita murió esta mañana a las seis...


IX
Me han vestido de negro y mi abuelita me ha llevado a la casa mortuoria. Apenas la reconozco: en la repisa no están ni la gallina ni los perros de yeso; el mapa de la pared tiene atravesada una cinta negra; hay muchas sillas y mucha gente de duelo que rezonga y fuma. La sala llena de vecinas rezando. En un rincón estamos todos los discípulos, sin cuchichear, muy serios, con esa inocente tristeza que tienen los niños enlutados. Desde allí vemos, en el centro de la salita, una urna estrecha, blanca y larguísima que es como la Señorita y donde está ella metida. Yo me la figuro con terror: el Mandevil abierto, enseñándome con el dedo amarillo, la I, la I latina precisamente.
A ratos, el señor Ramón María que recibe los pésames al extremo del corredor y que en vez del saco dril verdegay luce una chupa de un negro azufroso, va a su cuarto y vuelve. Se sienta suspirando con el bigote lleno de gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque tiene los ojos más lacrimosos que nunca y la nariz encendida, amoratada.
De tiempo en tiempo se suena y dice en alta voz:
-¡Está como dormida!

X
Después del entierro, esa noche, he tenido miedo. No he querido irme a dormir. La abuelita ha tratado de distraerme contando lindas historietas de su juventud. Pero la idea de la muerte está clavada, tenazmente, en mi cerebro. De pronto la interrumpo para preguntarle:
-¿Sufrirá también ahora?
-No -responde, comprendiendo de quién le hablo- ¡la Señorita no sufre ahora!
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable, añade:
-¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos verán a Dios!...


De Cuentos grotescos (1922)

El oficio de editor


José Manuel Lara Bosch (Barcelona, 1946), presidente del Grupo Planeta, el mayor conglomerado editorial del mundo en lengua española reflexiona sobre el oficio

Tomado de La Vanguardia
Se cumplen los 60 años de la editorial Planeta, fundada por su padre. ¿Cómo lo va a celebrar?
No hemos previsto nada, ya celebramos en su día los 50.

¿Dónde estaba usted hace 60 años?
En un parvulario de monjas, las Damas Negras. Después cambié a los Escolapios y más tarde al Liceo Francés, no porque me expulsaran, eh, sino por decisión de mis padres. Por casa siempre andaban escritores, recuerdo por ejemplo a Pío Baroja.

Su padre empezó comprando una editorial por la prensa...
Sí, vio un anuncio en el diario: la editorial Tartessos buscaba un comprador, él calculó que vendiendo el stock que les quedaba ya sacaba más dinero que lo que pedían. le cambió el nombre por el de Lara, pero tuvo problemas y al poco se la vendió a José Janés.

En 1949 fundó Planeta... ...que hoy factura... ...
Las industrias culturales del grupo unos 3.000 millones, aproximadamente, de los cuales 1.800 proceden de los libros y 1.200 de los medios de comunicación. Somos los primeros de habla hispana, y entre los cuartos y sextos del mundo.

Pero, en España, ya no le dejan expandirse mucho más...
El tribunal de la competencia casi no nos deja ni mirar a otras editoriales. Nos dice que hay que velar por el entorno, pero eso depende de qué entorno considere uno. Nos dijeron que teníamos una cuota muy alta de las ventas a crédito, pero eso es acotar un entorno demasiado específico.

¿Qué porcentaje del entorno ocupan ustedes?
En librerías, estamos por encima del 20%. Si suma usted ventas a crédito, quioscos... ya llegamos al treinta y mucho, casi el 40%.

¿Eso sucede en otros países?
No creo.

¿Qué editorial pasará antes a engrosar sus filas, Anagrama, Tusquets o Ediciones B?
Nuestros planes no son comprar más sellos en España. Y esos ejemplos que usted cita... sinceramente, Jorge Herralde podría decir lo mismo que Luis XIV, creo que hasta lo ha dicho ya: ‘Anagrama c'est moi’. Herralde edita lo que quiere, cuando quiere y como quiere, y lo hará mientras esté vivo. La editorial es él y no se ha preocupado de crear un equipo que le suceda. Y, sin Herralde vivo, ¿qué vas a comprar? ¿El fondo? Pero si las ventas de fondo son el 20% de una editorial... No, no, nosotros hemos comprado ahora Editis en Francia, tenemos otros planes de expansión, más europeos.

¿Qué consejos le daba su padre que todavía le sirvan?
Me decía: ‘No te olvides que todos los libros que se acumulan en los almacenes sin venderse son siempre de la última edición’. También: ‘Con la de libros buenos, que estábamos convencidos de que serían un éxito, que no hemos vendido bien, ¿por qué te vas a complicar la vida editando libros que no crees que tengan salida?’.

¿Qué es un editor?
Esa pregunta tan difícil me la hicieron mis dos hijos un día, cuando eran críos: ‘Papá, si tú no escribes los libros ni los imprimes, ¿qué haces?’ Y les respondí algo afortunado, que todavía me sirve: pongo en contacto a alguien que tiene algo que decir con el mayor número de personas dispuestas a escucharle.

¿De dónde saca el tiempo para leer?
Ah, eso no me lo quita nadie. Yo tengo vocación de estudiante. sucede que, a partir de una edad, ya no te dejan ejercer tanto. Pero este fin de semana me he leído cuatro libros.

¿Cuáles?
Las galeradas del libro de Mario Conde donde explica su estancia en prisión, que aparecerá el próximo otoño. El ensayo de Javier Cercas sobre el 23-F, Anatomía de un instante. El de José María Calleja sobre El Valle de los Caídos. Y unas pruebas de una novela de Maria de la Pau Janer que aparecerá dentro de unos meses, este año o el que viene.

¿Qué me dice? ¿Y no le ha hincado el diente al último Larsson?
Sí, sí, voy por la página 350. Ya he roto el libro y todo.

¿Cómo?
Sí, estos libros tan gordos los rompo para poder leerlos mejor, en tres o cuatro partes. Luego, si me ha gustado, me compro otro para la biblioteca de casa. Antes, de joven, los rompía muy fácilmente, con la fuerza de la mano me bastaba pero ahora me cuesta. De hecho, con este Larsson tuve que pedirle un estilete a mi secretaria para cortar el lomo. Se quedó muy extrañada al verme proceder, exclamó: ‘¡¿Pero qué hace?!’.

Usted, a diferencia de Herralde, sí que ha pensado en su sucesión y ya tiene a su hijo trabajando en el grupo.
Sí, hace cinco años. Yo no voy a cumplir los 70 como presidente ejecutivo del grupo. Presidiré la junta de accionistas, tendré un cargo honorífico y, hala, que me saquen en las procesiones: para los premios Planeta, para dar entrevistas...

¿Y qué hará?
Me quedaré –o crearé– una de las editoriales más pequeñas y rupturistas del grupo, para volver a hacer de pequeño editor, de publisher, volver a decidir las cubiertas de un libro, volver a pisar la imprenta, sentir los olores... Cuando me dediqué plenamente a ello fue la época de mi vida en que más me divertí. Dejaré de ser empresario para volver a ser editor-editor, editor de calle. Tengo fecha, pero no se lo diré

¿Es verdad que la crisis no les afecta?
Cuesta de creer...Afecta mucho a las ventas directas a particulares, a las ventas a crédito, esas cosas... pero no a las ventas en librerías. Mi gran duda es si este año el mercado va a subir o bajar dos puntos. Ojalá todas las lágrimas de este mundo fueran por eso, ¿verdad? Nosotros, además, como tenemos unos cuantos libros de éxito, de hecho, de enero a mayo hemos vendido un 10 por ciento más que en el 2008. Nuestras librerías de Casa del Libro venden un 3 o un 4 por ciento más. El lector de libros es muy fiel, no deja de comprarlos.

Se oyen críticas a que cada vez más se concentran todas las ventas en unos pocos títulos...
Vender tantos libros como hacen ahora Zafón, Larsson o Falcones era absolutamente impensable hace tan sólo diez años. Está claro: hay más gente que lee. La mayoría no lee cuatro libros en un fin de semana, sino cuatro libros al año, y esos lectores tienden a comprarse las mismas novelas, las que han conseguido conectar con la gente. Y uno ya puede hacer campañas de marketing y lo que quiera, que al final lo que cuenta es el boca-oreja. Quien manda es el lector.

¿No se rebela nunca contra el público? ¿No cree que deberían haber escogido otro libro?
¿Yo? El cliente siempre tiene razón, para un editor. Que los catedráticos y críticos literarios diluciden qué libros son buenos y qué libros son malos. Ellos están mucho más capacitados que yo para opinar sobre la calidad. Yo solamente puedo decirle si un título es apropiado para el público al que va dirigido. Yo no soy nadie para decir que un libro es bueno o malo, sería una petulancia.

Los cambios en el sector son constantes...
Lo han sido siempre. Recuerdo la impresión que me causó en su día ver que, en el mercado de las enciclopedias, ya no estaba compitiendo con otras editoriales, sino con el mismísimo Bill Gates. También cambian los gustos de los lectores, porque has de ser un gran autor, un auténtico clásico, para gustar a lectores de tres o cuatro generaciones, lo normal es que al morirse tus lectores dejes de vender libros. La gangrena de Mercedes Salisachs fue rompedora en su día y hoy parece un libro de monjas. Eso pasa, es la vida.

¿Y cómo ve Internet?
En EE.UU. –el país líder– las ventas de libros por Internet suponen un 15%, que es una buena cuota pero no espectacular ni dominante. Estamos estudiando la posible incidencia del libro digital, pero de momento observamos que el hábito del libro en papel está muy arraigado. Intentamos que no nos suceda como a la industria discográfica, que no prepararon un modelo alternativo a tiempo.

¿La piratería es preocupante?
Absolutamente, es un grave problema cultural. Por ejemplo, ya no se hacen grabaciones en estudio de grandes orquestas filarmónicas como las que hacía Von Karajan, porque ya no hay quien recupere la inversión. Yo entiendo la obsesión por pagar menos, sé que las aerolíneas low cost, los hoteles sin personal... son una tendencia al alza porque el consumidor prima el precio por encima de otros factores. Eso es razonable y lógico: ofrecer el producto al menor precio posible. Pero lo que no podemos consentir es el precio cero, un mundo donde no exista la propiedad intelectual y no sea delito robar. No soy partidario de culpar al usuario, sino al que piratea, a los señores que, por ejemplo, tienen las 40 webs que hay en España desde donde se bajan el 80% de las copias piratas de cine, porque estos señores se sabe quiénes son, tienen nombre y apellidos, y ellos sí hacen negocio, poniendo anuncios en sus webs, curiosamente de empresas vinculadas a los grandes operadores de telefonía, muy interesados en que haya mucho tráfico en la red. Esto tenemos que cortarlo, pero al usuario no hay que castigarle, hombre, porque va a ser mi cliente y yo no quiero putearle, solamente concienciarle de que, si no paga un poquito, solamente un poquito, los músicos no van a poder grabar discos y los escritores tendrán que buscarse otro trabajo.

jueves, 18 de junio de 2009

Cuentos latinoamericanos en Alemania

Tomado de ABC Digital
La editorial C.C. BUCHNER, de Alemania, ha publicado recientemente el libro “Cuentos latinoamericanos”, dentro de su serie “Prismas del mundo hispánico”. El mismo está dedicado al aprendizaje del castellano a través del análisis de cuentos de diferentes escritores latinoamericanos.

El libro es de autoría de Irene Stephanus y la edición corrió por cuenta de Michaela Silvia Hoffmannn. Conocidos escritores de Latinoamérica figuran dentro del material, entre los cuales se cuentan Clarice Lispector (Brasil), Edmundo Paz Soldán (Bolivia) Augusto Monterrosso (Guatemala), Filisberto Hernández (Uruguay), Ednodio Quintero (Venezuela), Juan José Arreola (México), Julio Ramón Ribeyro (Perú), Gabriel García Márquez (Colombia) y Silvina Ocampo (Argentina).

Los cuentos seleccionados poseen una finalidad didáctica a ser aplicada en los colegios de Alemania.

El libro de texto cuenta también con fotografías e informaciones generales de los principales sitios que hacen referencia a los países de donde provienen los cuentos, ilustrando los matices culturales, arquitectónicos y costumbres de las diferentes naciones.

miércoles, 17 de junio de 2009

El vuelo de Antoine de Saint-Exupéry


Tomado de Público.es
Alfonso Sánchez, uno de los grandes reporteros del siglo XX, tenía 25 años cuando retrató a Antoine de Saint-Exupéry en Cabo Juby (Marruecos). El autor de El Principito todavía no era conocido. Trabajaba de piloto comercial en la compañía francesa Aeropostale, que cubría la ruta entre Toulousse y Rabat. Y Alfonso (Alfonsito entre los conocidos, que no le querían confundir con su padre, el gran reportero gráfico de la primera mitad del siglo XX) y el director y propietario del periódico La Libertad, Luis de Oteyza, realizaron una insólita aventura de volar desde Toulosse a Senegal.

Era el año 1927 y en aquellos tiempos sólo existían vuelos para transportar correo. Pero Alfonso y Oteyza lograron que la compañía francesa les admitiera en un biplano Breguet para viajar hasta Dakar. Su aventura comenzó el 19 de diciembre. En la primera etapa a bordo del frágil Breguet 301, que pilotaba Luc Richard volaron desde Toulousse hasta Alicante.

Alfonso realizó unas espectaculares fotografías aéreas de Perpignan, Barcelona y Alicante con su cámara Goerz. La segunda etapa, entre Alicante y Orán, le permitió fotografiar Valencia, Cartagena y otras ciudades mediterráneas desde el aire. La ruta prosiguió desde Oran a Casablanca, sobrevolando Fez y Rabat.

Encuentro y ayuda
El día de Noche Buena volaron desde Casablanca, pasando sobre Agadir, hasta Cabo Juby. Fue allí donde Alfonso se encontró con Exupery que el año siguiente se convertiría en director de aquel campo de aviación y escribiría Correo del Sur e inmortalizó el encuentro con el escritor en dos placas históricas.

Se trata de dos fotografías que los conocedores del archivo de Alfonso consideran inéditas. Téngase en cuenta que Exupery, que ya había escrito El Aviador, no alcanzó fama como escritor hasta que en 1929 el notable Andrè Gide apreció sus cualidades y le lanzó prologando su VueloNocturno.

Las tormentas del desierto y las revueltas en Ifni obligaron a los periodistas españoles a contratar un segundo avión con la misión de rescatarles en caso de accidente. "Mi peor recuerdo fue la tempestad en el desierto, donde el avión parecía una hoja de árbol mecida por el viento", afirmaba Alfonso, que tenía dos años menos que Exupery y agradeció vivamente la ayuda de aquel "caballero del aire".

La Venus de Ébano
Desde Cabo Juby sobrevolaron el día de Navidad la antigua Villa Cisneros (hoy Dagla), Port Etienne, San Luis, Gorea, Dakar y al anochecer llegaron a Rufisque. "Al llegar a Tierra de Negros tuvimos la novedad de ver a los nativos desnudos, algo impresionante para nosotros", recordaba Alfonso, que realizó un magnífico reportaje erótico.

"Fue allí añadía el reportero donde quisieron venderme a la Venus de Ébano, a quien estuve a punto de comprar como ayudante por sólo 50 francos. Oteyza me hizo desistir argumentando que le afectarían los fríos del Guadarrama". El resultado de la feliz aventura fueron dos libros de Oteyza: A Senegal en avión y En tierra de negros, ilustrados por Alfonso. Y las dos fotos inéditas del gran escritor francés, halladas en el archivo de Alfonso, hoy custodiado en el Archivo General de la Adminsitración (Ministerio de Cultura).

Con el tiempo, Alfonsito sería considerado uno de los grandes fotógrafos del siglo XX en España. Su cámara llegó a retratar el instante en el que el toro Pocapena corneó a Granero, que murió en el acto, en la plaza de toros entonces situada en la madrileña calle de Goya.

Los grandes personajes de la política, las artes y las letras, desde Azaña a Valle Inclán, desde Antonio Machado a Pablo Iglesias, desde Jacinto Benavente a La Chelito, posaron ante su objetivo. Sus imágenes del asalto al Cuartel de la Montaña y las escenas de la Guerra Civil en Madrid constituyen documentos valiosísimos de aquel otro desastre, en gran parte provocado por los autores del anterior.

martes, 16 de junio de 2009

"Las nieves del Kilimanjaro" de Ernest Hemingway



El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5.895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.

-Lo maravilloso es que no duele -dijo-. Así se sabe cuándo empieza.
-¿De veras?
-Absolutamente. Aunque siento mucho lo del olor. Supongo que debe molestarte.
-¡No! No digas eso, por favor.
-Míralos -dijo él-. ¿Qué será lo que los atrae? ¿Vendrán por la vista o por el olfato?
El catre donde yacía el hombre estaba situado a la sombra de una ancha mimosa. Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura, mientras tres de las grandes aves se agazapaban en posición obscena y otras doce atravesaban el cielo, provocando fugaces sombras al pasar.
-No se han movido de allí desde que nos quedamos sin camión -dijo-. Hoy por primera vez han bajado al suelo. He observado que al principio volaban con precaución, como temiendo que quisiera cogerlas para mi despensa. Esto es muy divertido, ya que ocurrirá todo lo contrario.
-Quisiera que no fuese así.
-Es un decir. Si hablo, me resulta más fácil soportarlo. Pero puedes creer que no quiero molestarte, por supuesto.
-Bien sabes que no me molesta -contestó ella-. ¡Me pone tan nerviosa no poder hacer nada! Creo que podríamos aliviar la situación hasta que llegue el aeroplano.
-O hasta que no venga...
-Dime qué puedo hacer. Te lo ruego. Ha de existir algo que yo sea capaz de hacer.
-Puedes irte; eso te calmaría. Aunque dudo que puedas hacerlo. Tal vez será mejor que me mates. Ahora tienes mejor puntería. Yo te enseñé a tirar, ¿no?
-No me hables así, por favor. ¿No podría leerte algo?
-¿Leerme qué?
-Cualquier libro de los que no hayamos leído. Han quedado algunos.
-No puedo prestar atención. Hablar es más fácil. Así nos peleamos, y no deja de ser un buen pasatiempo.
-Para mí, no. Nunca quiero pelearme. Y no lo hagamos más. No demos más importancia a mis nervios, tampoco. Quizá vuelvan hoy mismo con otro camión. Tal vez venga el avión...
-No quiero moverme -manifestó el hombre-. No vale la pena ahora; lo haría únicamente si supiera que con ello te encontrarías más cómoda.
-Eso es hablar con cobardía.
-¿No puedes dejar que un hombre muera lo más tranquilamente posible, sin dirigirle epítetos ofensivos? ¿Qué se gana con insultarme?
-Es que no vas a morir.
-No seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos -y levantó la vista hacia los enormes y repugnantes pájaros, con las cabezas peladas hundidas entre las abultadas plumas. En aquel instante bajó otro y, después de correr con rapidez, se acercó con lentitud hacia el grupo.
-Siempre están cerca de los campamentos. ¿No te habías fijado nunca? Además, no puedes morir si no te abandonas...
-¿Dónde has leído eso? ¡Maldición! ¡Qué estúpida eres!
-Podrías pensar en otra cosa.
-¡Por el amor de Dios! -exclamó-. Eso es lo que he estado haciendo.
Luego se quedó quieto y callado por un rato y miró a través de la cálida luz trémula de la llanura, la zona cubierta de arbustos. Por momentos, aparecían gatos salvajes, y, más lejos, divisó un hato de cebras, blanco contra el verdor de la maleza. Era un hermoso campamento, sin duda. Estaba situado debajo de grandes árboles y al pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas volaban por la mañana.
-¿No quieres que lea, entonces? -preguntó la mujer, que estaba sentada en una silla de lona, junto al catre-. Se está levantando la brisa.
-No, gracias.
-Quizá venga el camión.
-Al diablo con él. No me importa un comino.
-A mí, sí.
-A ti también te importan un bledo muchas cosas que para mí tienen valor.
-No tantas, Harry.
-¿Qué te parece si bebemos algo?
-Creo que te hará daño. Dijeron que debías evitar todo contacto con el alcohol. En todo caso, no te conviene beber.
-¡Molo! -gritó él.
-Sí, bwana.
-Trae whisky con soda.
-Sí, bwana.
-¿Por qué bebes? No deberías hacerlo -le reprochó la mujer-. Eso es lo que entiendo por abandono. Sé que te hará daño.
-No. Me sienta bien.
«Al fin y al cabo, ya ha terminado todo -pensó-. Ahora no tendré oportunidad de acabar con eso. Y así concluirán para siempre las discusiones acerca de si la bebida es buena o mala.»
Desde que le empezó la gangrena en la pierna derecha no había sentido ningún dolor, y le desapareció también el miedo, de modo que lo único que sentía era un gran cansancio y la cólera que le provocaba el que esto fuera el fin. Tenía muy poca curiosidad por lo que le ocurriría luego. Durante años lo había obsesionado, sí, pero ahora no representaba esencialmente nada. Lo raro era la facilidad con que se soportaba la situación estando cansado.
Ya no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera la experiencia suficiente para escribirlas. Y tampoco vería su fracaso al tratar de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede escribir, y por eso las va postergando una y otra vez. Pero ahora no podría saberlo, en realidad.
-Quisiera no haber venido a este lugar -dijo la mujer. Lo estaba mirando mientras tenía el vaso en la mano y apretaba los labios-. Nunca te hubiera ocurrido nada semejante en París. Siempre dijiste que te gustaba París. Podíamos habernos quedado allí, entonces, o haber ido a otro sitio. Yo hubiera ido a cualquier otra parte. Dije, por supuesto, que iría adonde tú quisieras. Pero si tenías ganas de cazar, podíamos ir a Hungría y vivir con más comodidad y seguridad.
-¡Tu maldito dinero!
-No es justo lo que dices. Bien sabes que siempre ha sido tan tuyo como mío. Lo abandoné todo, te seguí por todas partes y he hecho todo lo que se te ha ocurrido que hiciese. Pero quisiera no haber pisado nunca estas tierras.
-Dijiste que te gustaba mucho.
-Sí, pero cuando tú estabas bien. Ahora lo odio todo. Y no veo por qué tuvo que sucederte lo de la infección en la pierna. ¿Qué hemos hecho para que nos ocurra?
-Creo que lo que hice fue olvidarme de ponerle yodo en seguida. Entonces no le di importancia porque nunca había tenido ninguna infección. Y después, cuando empeoró la herida y tuvimos que utilizar esa débil solución fénica, por haberse derramado los otros antisépticos, se paralizaron los vasos sanguíneos y comenzó la gangrena. -Mirándola, agregó-: ¿Qué otra cosa, pues?
-No me refiero a eso.
-Si hubiésemos contratado a un buen mecánico en vez de un imbécil conductor kikuyú, hubiera averiguado si había combustible y no hubiera dejado que se quemara ese cojinete...
-No me refiero a eso.
-Si no te hubieses separado de tu propia gente, de tu maldita gente de Old Westbury, Saratoga, Palm Beach, para seguirme...
-¡Caramba! Te amaba. No tienes razón al hablar así. Ahora también te quiero. Y te querré siempre. ¿Acaso no me quieres tú?
-No -respondió el hombre-. No lo creo. Nunca te he querido.
-¿Qué estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?
-No. No tengo ni siquiera conocimiento para perder.
-No bebas eso. No bebas, querido. Te lo ruego. Tenemos que hacer todo lo que podamos para zafarnos de esta situación.
-Hazlo tú, pues. Yo estoy cansado.
En su imaginación vio una estación de ferrocarril en Karagatch. Estaba de pie junto a su equipaje. La potente luz delantera del expreso Simplón-Oriente atravesó la oscuridad, y abandonó Tracia, después de la retirada. Ésta era una de las cosas que había reservado para escribir en otra ocasión, lo mismo que lo ocurrido aquella mañana, a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana las montañas cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le preguntó al anciano si era nieve. Éste lo miró y le dijo: «No, no es nieve. Aún no ha llegado el tiempo de las nevadas.» Entonces, el secretario repitió a las otras muchachas: «No. Como ven, no es nieve.» Y todas decían: «No es nieve. Estábamos equivocadas.» Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de cualquier modo si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno tuvieron que pasar por la nieve, hasta que murieron...
Y era nieve también lo que cayó durante toda la semana de Navidad, aquel año en que vivían en la casa del leñador, con el gran horno cuadrado de porcelana que ocupaba la mitad del cuarto, y dormían sobre colchones rellenos de hojas de haya. Fue la época en que llegó el desertor con los pies sangrando de frío para decirle que la Policía estaba siguiendo su rastro. Le dieron medias de lana y entretuvieron con la charla a los gendarmes hasta que las pisadas hubieron desaparecido.
En Schrunz, el día de Navidad, la nieve brillaba tanto que hacía daño a los ojos cuando uno miraba desde la taberna y veía a la gente que volvía de la iglesia. Allí fue donde subieron por la ruta amarillenta como la orina y alisada por los trineos que se extendían a lo largo del río, con las empinadas colinas cubiertas de pinos, mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde efectuaron ese desenfrenado descenso por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus. La nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y recordaba el silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como pájaros.
La ventisca los hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a los naipes y fumando a la luz de un farol. Las apuestas iban en aumento a medida que Herr Lent perdía. Finalmente, lo perdió todo. Todo: el dinero que obtenía con la escuela de esquí, las ganancias de la temporada y también su capital. Lo veía ahora con su nariz larga, mientras recogía las cartas y las descubría, Sans Voir. Siempre jugaban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había mucha también. Pensó en la gran parte de su vida que pasaba jugando.
Pero nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y frío día de Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la llanura que había recorrido Gardner, después de cruzar las líneas, para bombardear el tren que llevaba a los oficiales austriacos licenciados, ametrallándolos mientras ellos se dispersaban y huían. Recordó que Gardner se reunió después con ellos y empezó a contar lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: «¡Tú, maldito! ¡Eres un asesino de porquería!»
Y con los mismos austriacos que habían matado entonces se había deslizado después en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con quien paseó con esquí durante todo el año, estaba en los Káiser-Jagers (Cazadores imperiales), y cuando fueron juntos a cazar liebres al valle pequeño, conversaron encima del aserradero, sobre la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y jamás escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de lo que ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.
¿Cuántos inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro, y recordó la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos, el gusto a cereza de un buen kirsch y el ímpetu de la corrida a través de la blanda nieve, mientras cantaban: «¡Hi! ¡Ho!, dijo Rolly.»
Así recorrieron el último trecho que los separaba del empinado declive, y siguieron en línea recta, pasando tres veces por el huerto; luego salieron y cruzaron la zanja, para entrar por último en el camino helado, detrás de la posada. Allí se desataron los esquíes y los arrojaron contra la pared de madera de la casa. Por la ventana salía la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que alegraba el ambiente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.
-¿Dónde nos hospedamos en París? -preguntó a la mujer que estaba sentada a su lado en una silla de lona, en África.
-En el «Crillon», ya lo sabes.
-¿Por qué he de saberlo?
-Porque allí paramos siempre.
-No. No siempre.
-Allí y en el «Pavillion Henri-Quatre», en St. Germain. Decías que te gustaba con locura.
-Ese cariño es una porquería -dijo Harry-, y yo soy el animal que se nutre y engorda con eso.
-Si tienes que desaparecer, ¿es absolutamente preciso destruir todo lo que dejas atrás? Quiero decir, si tienes que deshacerte de todo: ¿debes matar a tu caballo y a tu esposa y quemar tu silla y tu armadura?
-Sí. Tu podrido dinero era mi armadura. Mi Corcel y mi Armadura.
-No digas eso...
-Muy bien. Me callaré. No quiero ofenderte.
-Ya es un poco tarde.
-De acuerdo. Entonces seguiré hiriéndote. Es más divertido, ya que ahora no puedo hacer lo único que realmente me ha gustado hacer contigo.
-No, eso no es verdad. Te gustaban muchas cosas y yo hacía todo lo que querías. ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! Deja ya de fanfarronear, ¿quieres?
-Escucha -dijo-. ¿Crees que es divertido hacer esto? No sé, francamente, por qué lo hago. Será para tratar de mantenerte viva, me imagino. Me encontraba muy bien cuando empezamos a charlar. No tenía intención de llegar a esto, y ahora estoy loco como un zopenco y me porto cruelmente contigo. Pero no me hagas caso, querida. No des ninguna importancia a lo que digo. Te quiero. Bien sabes que te quiero. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.
Y deslizó la mentira familiar que le había servido muchas veces de apoyo.
-¡Qué amable eres conmigo!
-Ahora estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida...
-Cállate, Harry. ¿Por qué tienes que ser malo ahora? ¿Eh?
-No me gusta dejar nada -contestó el hombre-. No me gusta dejar nada detrás de mí.
Cuando despertó anochecía. El sol se había ocultado detrás de la colina y la sombra se extendía por toda la llanura, mientras los animalitos se alimentaban muy cerca del campamento, con rápidos movimientos de cabeza y golpes de cola. Observó que sobresalían por completo de la maleza. Los pájaros, en cambio, ya no esperaban en tierra. Se habían encaramado todos a un árbol, y eran muchos más que antes. Su criado particular estaba sentado al lado del catre.
-La memsahib fue a cazar -le dijo-. ¿Quiere algo bwana?
-Nada.
Ella había ido a conseguir un poco de carne buena y, como sabía que a él le gustaba observar a los animales, se alejó lo bastante para no provocar disturbios en el espacio de llanura que el hombre abarcaba con su mirada.
«Siempre está pensativa -meditó Harry-. Reflexiona sobre cualquier cosa que sabe, que ha leído, o que ha oído alguna vez. Y no tiene la culpa de haberme conocido cuando yo ya estaba acabado. ¿Cómo puede saber una mujer que uno no quiere decir nada con lo que dice, y que habla sólo por costumbre y para estar cómodo?»
Desde que empezó a expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras le procuraron más éxitos con las mujeres que cuando les decía la verdad. Y lo grave no eran sólo las mentiras, sino el hecho de que ya no quedaba ninguna verdad para contar. Estaba acabando de vivir su vida cuando empezó una nueva existencia, con gente distinta y de más dinero, en los mejores sitios que conocía y en otros que constituyeron la novedad.
«Uno deja de pensar y todo es maravilloso. Uno se cuida para que esta vida no lo arruine como le ocurre a la mayoría y adopta la actitud de indiferencia hacia el trabajo que solía hacer cuando ya no es posible hacerlo. Pero, en lo más mínimo de mi espíritu, pensé que podría escribir sobre esa gente, los millonarios, y diría que yo no era de esa clase, sino un simple espía en su país. Pensé en abandonarles y escribir todo eso, para que, aunque sólo fuera una vez, lo escribiese alguien bien compenetrado con el asunto.» Pero luego se dio cuenta de que no podía llevar a cabo tal empresa, pues cada día que pasaba sin escribir, rodeado de comodidades y siendo lo que despreciaba, embotaba su habilidad y reblandecía su voluntad de trabajo, de modo que, finalmente, no hizo absolutamente nada. Y la gente que conocía ahora vivía mucho más tranquila si él no trabajaba. En África había pasado la temporada más feliz de su vida y entonces se le ocurrió volver para empezar de nuevo. Fue así como se realizó la expedición de caza con el mínimo de comodidad. No pasaban penurias, pero tampoco podían permitirse lujos, y él pensó que podría volver a vivir así, de algún modo que le permitiese eliminar la grasa de su espíritu, igual que los boxeadores que van a trabajar y entrenarse a las montañas para quemar la grasa de su cuerpo.
La mujer, por su parte, se había mostrado complacida. Decía que le gustaba. Le gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un cambio de escenario, donde hubiera gente nueva y las cosas fuesen agradables. Y él sintió la ilusión de regresar al trabajo con más fuerza de voluntad que perdiera.
«Y ahora que se acerca el fin -pensó-, ya que estoy seguro de que esto es el fin, no tengo por qué volverme como esas serpientes que se muerden ellas mismas cuando les quiebran el espinazo. Esta mujer no tiene la culpa, después de todo. Si no fuese ella, sería otra. Si he vivido de una mentira trataré de morir de igual modo.»
En aquel instante oyó un estampido, más allá de la colina.
«Tiene muy buena puntería esta buena y rica perra, esta amable guardiana y destructora de mi talento. ¡Tonterías! Yo mismo he destruido mi talento. ¿Acaso tengo que insultar a esta mujer porque me mantiene? He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias y mi fe, por beber tanto que he embotado el límite de mis percepciones, por la pereza y la holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en fin, por tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo de libros viejos? ¿Qué es mi talento, en fin de cuentas? Era un talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él. Nunca se reflejó en las obras que hice, sino en ese problemático "lo que podría hacer". Por otra parte, he preferido vivir con otra cosa que un lápiz o una pluma. Es raro, ¿no?, pero cada vez que me he enamorado de una nueva mujer, siempre tenía más dinero que la anterior... Cuando dejé de enamorarme y sólo mentía, como por ejemplo con esta mujer; con ésta, que tiene más dinero que todas las demás, que tiene todo el dinero que existe, que tuvo marido e hijos, y amantes que no la satisficieron, y que me ama tiernamente como hombre, como compañero y con orgullosa posesión; es raro lo que me ocurre, ya que, a pesar de que no la amo y estoy mintiendo, sería capaz de darle más por su dinero que cuando amaba de veras. Todos hemos de estar preparados para lo que hacemos. El talento consiste en cómo vive uno la vida. Durante toda mi existencia he regalado vitalidad en una u otra forma, y he aquí que cuando mis afectos no están comprometidos, como ocurre ahora, uno vale mucho más para el dinero. He hecho este descubrimiento, pero nunca lo escribiré. No, no puedo escribir tal cosa, aunque realmente vale la pena.»
Entonces apareció ella, caminando hacia el campamento a través de la llanura. Usaba pantalones de montar y llevaba su rifle. Detrás, venían los dos criados con un animal muerto cada uno. «Todavía es una mujer atractiva -pensó Harry-, y tiene un hermoso cuerpo.» No era bonita, pero a él le gustaba su rostro. Leía una enormidad, era aficionada a cabalgar y a cazar y, sin duda alguna, bebía muchísimo. Su marido había muerto cuando ella era una mujer relativamente joven, y por un tiempo se dedicó a sus dos hijos, que no la necesitaban y a quienes molestaban sus cuidados; a sus caballos, a sus libros y a las bebidas. Le gustaba leer por la noche, antes de cenar, y mientras tanto, bebía whisky escocés y soda. Al acercarse la hora de la cena ya estaba embriagada y, después de otra botella de vino con la comida, se encontraba lo bastante ebria como para dormirse.
Esto ocurrió mientras no tuvo amantes. Luego, cuando los tuvo, no bebió tanto, porque no precisaba estar ebria para dormir... Pero los amantes la aburrían. Se había casado con un hombre que nunca la fastidiaba, y los otros hombres le resultaban extraordinariamente pesados.
Después, uno de sus hijos murió en un accidente de aviación. Cuando sucedió aquello, no quiso más amantes, y como la bebida no le servía ya de anestésico, pensó en empezar una nueva vida. De repente, se sintió aterrorizada por su soledad. Pero necesitaba alguien a quien poder corresponder.
Empezó del modo más simple. A la mujer le gustaba lo que Harry escribía y envidiaba la vida que llevaba. Pensaba que él realizaba todo lo que se proponía. Los medios a través de los cuales trabaron relación y el modo de enamorarse de ese hombre formaban parte de una constante progresión que se desarrollaba mientras ella construía su nueva vida y se desprendía de los residuos de su anterior existencia.
Él sabía que ella tenía mucho dinero, muchísimo, y que la maldita era una mujer muy atractiva. Entonces se acostó pronto con ella, mejor que con cualquier otra, porque era más rica, porque era deliciosa y muy sensible, y porque nunca metía bulla. Y ahora, esa vida que la mujer se forjara estaba a punto de terminar por el solo hecho de que él no se puso yodo, dos semanas antes, cuando una espina le hirió la rodilla, mientras se acercaba a un rebaño de antílopes con objeto de sacarles una fotografía. Los animales, con la cabeza erguida, atisbaban y olfateaban sin cesar, y sus orejas estaban tensas, como para escuchar el más leve ruido que les haría huir hacia la maleza. Y así fue: huyeron antes de que él pudiera sacar la fotografía.
Y ella ahora estaba aquí. Harry volvió la cabeza para mirarla.
-¡Hola! -le dijo.
-Cacé un buen carnero -manifestó la mujer-. Te haré un poco de caldo y les diré que preparen puré de papas. ¿Cómo te encuentras?
-Mucho mejor.
-¡Maravilloso! Te aseguro que pensaba encontrarte mejor. Estabas durmiendo cuando me fui.
-Dormí muy bien. ¿Anduviste mucho?
-No. Llegué más allá de la colina. Tuve suerte con la puntería.
-Te aseguro que tiras de un modo extraordinario.
-Es que me gusta. Y África también me gusta. De veras. Si mejorases, ésta sería la mejor época de mi vida. No sabes cuánto me gusta salir de caza contigo. Me ha gustado mucho más el país.
-A mí también.
-Querido, no sabes qué maravilloso es encontrarte mejor. No podía soportar lo de antes. No podía verte sufrir. Y no volverás a hablarme otra vez como hoy, ¿verdad? ¿Me lo prometes?
-No. No recuerdo lo que dije.
-No tienes que destrozarme, ¿sabes? No soy nada más que una mujer vieja que te ama y quiere que hagas lo que se te antoje. Ya me han destrozado dos o tres veces. No quieres destrozarme de nuevo, ¿verdad? El aeroplano estará aquí mañana.
-¿Cómo lo sabes?
-Estoy segura. Se verá obligado a aterrizar. Los criados tienen la leña y el pasto preparados para hacer la hoguera. Hoy fui a darles un vistazo. Hay sitio de sobra para aterrizar y tenemos las hogueras preparadas en los dos extremos.
-¿Y por qué piensas que vendrá mañana?
-Estoy segura de que vendrá. Hoy se ha retrasado. Luego, cuando estemos en la ciudad, te curarán la pierna. No ocurrirán esas cosas horribles que dijiste.
-Vayamos a tomar algo. El sol se ha ocultado ya.
-¿Crees que no te hará daño?
-Voy a beber.
-Beberemos juntos, entonces. ¡Molo, letti dui whiskey-soda! -gritó la mujer.
-Sería mejor que te pusieras las botas. Hay muchos mosquitos.
-Lo haré después de bañarme...
Bebieron mientras las sombras de la noche lo envolvían todo, pero un poco antes de que reinase la oscuridad, y cuando no había luz suficiente como para tirar, una hiena cruzó la llanura y dio la vuelta a la colina.
-Esa porquería cruza por allí todas las noches -dijo el hombre-. Ha hecho lo mismo durante dos semanas.
-Es la que hace ruido por la noche. No me importa. Aunque son unos animales asquerosos.
Y mientras bebían juntos, sin que él experimentara ningún dolor, excepto el malestar de estar siempre postrado en la misma posición, y los criados encendían el fuego, que proyectaba sus sombras sobre las tiendas, Harry pudo advertir el retorno de la sumisión en esta vida de agradable entrega. Ella era, francamente, muy buena con él. Por la tarde había sido demasiado cruel e injusto. Era una mujer delicada, maravillosa de verdad. Y en aquel preciso instante se le ocurrió pensar que iba a morir.
Llegó esta idea con ímpetu; no como un torrente o un huracán, sino como una vaciedad repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se deslizaba ligeramente por el borde...
-¿Qué te pasa, Harry?
-Nada. Sería mejor que te colocaras al otro lado. A barlovento.
-¿Te cambió la venda Molo?
-Sí. Ahora llevo la que tiene ácido bórico.
-¿Cómo te encuentras?
-Un poco mareado.
-Voy a bañarme. En seguida volveré. Comeremos juntos, y después haré entrar el catre.
«Me parece -se dijo Harry- que hicimos bien dejándonos de pelear.» Nunca se había peleado mucho con esta mujer, y, en cambio, con las que amó de veras lo hizo siempre, de tal modo que, finalmente, lo corrosivo de las disputas destruía todos los vínculos de unión. Había amado demasiado, pedido muchísimo y acabado con todo.
Pensó ahora en aquella ocasión en que se encontró solo en Constantinopla, después de haber reñido en París antes de irse. Pasaba todo el tiempo con prostitutas y cuando se dio cuenta de que no podía matar su soledad, sino que cada vez era peor, le escribió a la primera, a la que abandonó. En la carta le decía que nunca había podido acostumbrarse a estar solo... Le contó cómo, cuando una vez le pareció verla salir del «Regence», la siguió ansiosamente, y que siempre hacía lo mismo al ver a cualquier mujer parecida por el bulevar, temiendo que no fuese ella, temiendo perder esa esperanza. Le dijo cómo la extrañaba más cada vez que se acostaba con otra; que no importaba lo que ella hiciera, pues sabía que no podía curarse de su amor. Escribió esta carta en el club y la mandó a Nueva York, pidiéndole que le contestara a la oficina en París. Esto le pareció más seguro. Y aquella noche la extrañó tanto que le pareció sentir un vacío en su interior. Entonces salió a pasear, sin rumbo fijo, y al pasar por «Maxim's» recogió una muchacha y la llevó a cenar. Fue a un sitio donde se pudiera bailar después de la cena, pero la mujer era muy mala bailadora, y entonces la dejó por una perra armenia, que se restregaba contra él. Se la quitó a un artillero británico subalterno, después de una disputa. El artillero le pegó en el cuerpo y junto a un ojo. Él le aplicó un puñetazo con la mano izquierda y el otro se arrojó sobre él y lo cogió por la chaqueta, arrancándole una manga. Entonces lo golpeó en pleno rostro con la derecha, echándolo hacia delante. Al caer el inglés se hirió en la cabeza y Harry salió corriendo con la mujer porque oyeron que se acercaba la policía. Tomaron un taxi y fueron a Rimmily Hissa, a lo largo del Bósforo, y después dieron la vuelta. Era una noche más bien fresca y se acostaron en seguida. Ella parecía más bien madura, pero tenía la piel suave y un olor agradable. La abandonó antes de que se despertase, y con la primera luz del día fue al «Pera Palace». Tenía un ojo negro y llevaba la chaqueta bajo el brazo, ya que había perdido una manga.
Aquella misma noche partió para Anatolia y, en la última parte del viaje, mientras cabalgaban por los campos de adormideras que recolectaban para hacer opio, y las distancias parecían alargarse cada vez más, sin llegar nunca al sitio donde se efectuó el ataque con los oficiales que marcharon a Constantinopla, recordó que no sabía nada, ¡maldición!, y luego la artillería acribilló a las tropas, y el observador británico gritó como un niño.
Aquella fue la primera vez que vio hombres muertos con faldas blancas de ballet y zapatos con cintas. Los turcos se hicieron presentes con firmeza y en tropel. Entonces vio que los hombres de faldón huían, perseguidos por los oficiales que hacían fuego sobre ellos, y él y el observador británico también tuvieron que escapar. Corrieron hasta sentir una aguda punzada en los pulmones y tener la boca seca. Se refugiaron detrás de unas rocas, y los turcos seguían atacando con la misma furia. Luego vio cosas que ahora le dolía recordar, y después fue mucho peor aún. Así, pues, cuando regresó a París no quería hablar de aquello ni tan sólo oír que lo mencionaran. Al pasar por el café vio al poeta norteamericano delante de un montón de platillos, con estúpido gesto en el rostro, mientras hablaba del movimiento «dadá» con un rumano que decía llamarse Tristán Tzara, y que siempre usaba monóculo y tenía jaqueca. Por último, volvió a su departamento con su esposa, a la que amaba otra vez. Estaba contento de encontrarse en su hogar y de que hubieran terminado todas las peleas y todas las locuras. Pero la administración del hotel empezó a mandarle la correspondencia al departamento, y una mañana, en una bandeja, recibió una carta en contestación a la suya. Cuando vio la letra le invadió un sudor frío y trató de ocultar la carta debajo de otro sobre. Pero su esposa dijo: «¿De quién es esa carta, querido?»; y ése fue el principio del fin. Recordaba la buena época que pasó con todas ellas, y también las peleas. Siempre elegían los mejores sitios para pelearse. ¿Y por qué tenían que reñir cuando él se encontraba mejor? Nunca había escrito nada referente a aquello, pues, al principio, no quiso ofender a nadie, y después, le pareció que tenía muchas cosas para escribir sin necesidad de agregar otra. Pero siempre pensaba que al final lo escribiría también. No era mucho, en realidad. Había visto los cambios que se producían en el mundo; no sólo los acontecimientos, aunque observó con detención gran cantidad de ellos y de gente; también sabía apreciar ese cambio más sutil que hay en el fondo y podía recordar cómo era la gente y cómo se comportaba en épocas distintas. Había estado en aquello, lo observaba de cerca, y tenía el deber de escribirlo. Pero ya no podría hacerlo...
-¿Cómo te encuentras? -preguntó la mujer, que salía de la tienda después de bañarse.
-Muy bien.
-¿Podrías comer algo, ahora?
Vio a Molo detrás de la mujer, con la mesa plegadiza, mientras el otro sirviente llevaba los platos.
-Quiero escribir.
-Sería mejor que tomaras un poco de caldo para fortalecerte.
-Si voy a morirme esta noche, ¿para qué quiero fortalecerme?
-No seas melodramático, Harry; te lo ruego.
-¿Por qué diablos no usas la nariz? ¿No te das cuenta de que estoy podrido hasta la cintura? ¿Para qué demonios serviría el caldo ahora? Molo, trae whisky-soda.
-Toma el caldo, por favor -dijo ella suavemente.
-Bueno.
El caldo estaba demasiado caliente. Tuvo que dejarlo enfriar en la taza, y por último lo tragó sin sentir náuseas.
-Eres una excelente mujer -dijo él-. No me hagas caso.
Ella lo miró con el rostro tan conocido y querido por los lectores de Spur y Town and Country. Pero Town and Country nunca mostraba esos senos deliciosos ni los muslos útiles ni esas manos echas para acariciar espaldas. Al mirarla y observar su famosa y agradable sonrisa, sintió que la muerte se acercaba de nuevo.
Esta vez no fue con ímpetu. Fue un ligero soplo, como las que hacen vacilar la luz de la vela y extienden la llama con su gigantesca sombra proyectada hasta el techo.
-Después pueden traer mi mosquitero, colgarlo del árbol y encender el fuego. No voy a entrar en la tienda esta noche. No vale la pena moverse. Es una noche clara. No lloverá.
«Conque así es como uno muere, entre susurros que no se escuchan. Pues bien, no habrá más peleas.» Hasta podía prometerlo. No iba a echar a perder la única experiencia que le faltaba. Aunque probablemente lo haría. «Siempre lo he estropeado todo.» Pero quizá no fuese así en esta ocasión.
-No puedes tomar dictados, ¿verdad?
-Nunca supe -contestó ella.
-Está bien.
No había tiempo, por supuesto, pero en aquel momento le pareció que todo se podía poner en un párrafo si se interpretaba bien.
Encima del lago, en una colina, veía una cabaña rústica que tenía las hendiduras tapadas con mezcla. Junto a la puerta había un palo con una campana, que servía para llamar a la gente a comer. Detrás de la casa, campos, y más allá de los campos estaba el monte. Una hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el muelle. Un camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo largo de ese camino él solía recoger zarzas. Luego, la cabaña se incendió y todos los fusiles que había en las perchas encima del hogar, también se quemaron. Los cañones de las escopetas, fundido el plomo de las cámaras para cartuchos, y las cajas fueron destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón de cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas de hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla para jugar, nos dijo que no. Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca volvió a comprar otros. Ni volvió a cazar. La casa fue reconstruida en el mismo sitio, con madera aserrada. La pintaron de blanco; desde la puerta se veían los álamos y, más allá, el lago; pero ya no había fusiles. Los cañones de las escopetas que habían estado en las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.
En la Selva Negra, después de la guerra, alquilamos un río para pescar truchas, y teníamos dos maneras de llegar hasta aquel sitio. Había que bajar al valle desde Trisberg, seguir por el camino rodeado de árboles y luego subir por otro que atravesaba las colinas, pasando por muchas granjas pequeñas, con las grandes casas de Schwarzwald, hasta que cruzaba el río. La primera vez que pescamos recorrimos todo ese trayecto.
La otra manera consistía en trepar por una cuesta empinada hasta el límite de los bosques, atravesando luego las cimas de las colinas por el monte de pinos, y después bajar hasta una pradera, desde donde se llegaba al puente. Había abedules a lo largo del río, que no era grande, sino estrecho, claro y profundo, con pozos provocados por las raíces de los abedules. El propietario del hotel, en Trisberg, tuvo una buena temporada. Era muy agradable el lugar y todos eran grandes amigos. Pero el año siguiente se presentó la inflación, y el dinero que ganó durante la temporada anterior no fue suficiente para comprar provisiones y abrir el hotel; entonces, se ahorcó.
Aquello era fácil de dictar, pero uno no podía dictar lo de la Plaza Contrescarpe, donde las floristas teñían sus flores en la calle, y la pintura corría por el empedrado hasta la parada de los autobuses; y los ancianos y las mujeres, siempre ebrios de vino; y los niños con las narices goteando por el frío. Ni tampoco lo del olor a sobaco, roña y borrachera del café «Des Amateurs», y las rameras del «Bal Musette», encima del cual vivían. Ni lo de la portera que se divertía en su cuarto con el soldado de la Guardia Republicana, que había dejado el casco adornado con cerdas de caballo sobre una silla. Y la inquilina del otro lado del vestíbulo, cuyo marido era ciclista, y que aquella mañana, en la lechería, sintió una dicha inmensa al abrir L'Auto y ver la fotografía de la prueba Parls-Tours, la primera carrera importante que disputaba, y en la que se clasificó tercero. Enrojeció de tanto reír, y después subió al primer piso llorando, mientras mostraba por todas partes la página de deportes. El marido de la encargada del «Bal Musette» era conductor de taxi y cuando él, Harry, tenía que tomar un avión a primera hora, el hombre le golpeaba la puerta para despertarlo y luego bebían un vaso de vino blanco en el mostrador de la cantina, antes de salir. Conocía a todos los vecinos de ese barrio, pues todos, sin excepción, eran pobres.
Frecuentaban la Plaza dos clases de personas: los borrachos y los deportistas. Los borrachos mataban su pobreza de ese modo; los deportistas iban para hacer ejercicio. Eran descendientes de los comuneros y resultaba fácil describir sus ideas políticas. Todos sabían cómo habían muerto sus padres, sus parientes, sus hermanos y sus amigos cuando las tropas de Versalles se apoderaron de la ciudad, después de la Comuna, y ejecutaron a toda persona que tuviera las manos callosas, que usara gorra o que llevara cualquier otro signo que revelase su condición de obrero. Y en aquella pobreza, en aquel barrio del otro lado de la calle de la «Boucherie Chevaline» y la cooperativa de vinos, escribió el comienzo de todo lo que iba a hacer. Nunca encontró una parte de París que le gustase tanto como aquélla, con sus enormes árboles, las viejas casas de argamasa blanca con la parte baja pintada de pardo, los autobuses verdes que daban vueltas alrededor de la plaza, el color purpúreo de las flores que se extendían por el empedrado, el repentino declive pronunciado de la calle Cardenal Lemoine hasta el río y, del otro lado, la apretada muchedumbre de la calle Mouffetard. La calle que llevaba al Panteón y la otra que él siempre recorría en bicicleta, la única asfaltada de todo el barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y el hotel grande y barato donde había muerto Paul Verlaine. Como los departamentos que alquilaban sólo constaban de dos habitaciones, él tenía una habitación aparte en el último piso, por la cual pagaba sesenta francos mensuales. Desde allí podía ver, mientras escribía, los techos, las chimeneas y todas las colinas de París.
Desde el departamento sólo se veían los grandes árboles y la casa del carbonero, donde también se vendía vino, pero de mala calidad; la cabeza de caballo de oro que colgaba frente a la «Boucherie Chevaline», en cuya vidriera se exhibían los dorados trozos de res muerta, y la cooperativa pintada de verde, donde compraban el vino, bueno y barato. Lo demás eran paredes de argamasa y ventanas de los vecinos. Los vecinos que, por la noche, cuando algún borracho se sentaba en el umbral, gimiendo y gruñendo con la típica ivresse francesa que la propaganda hace creer que no existe, abrían las ventanas, dejando oír el murmullo de la conversación. «¿Dónde está el policía? El bribón desaparece siempre que uno lo necesita. Debe de estar acostado con alguna portera. Que venga el agente.» Hasta que alguien arrojaba un balde de agua desde otra ventana y los gemidos cesaban. «¿Qué es eso? Agua. ¡Ahí ¡Eso se llama tener inteligencia!» Y entonces se cerraban todas las ventanas.
Marie, su sirvienta, protestaba contra la jornada de ocho horas, diciendo: «Mi marido trabaja hasta las seis, sólo se emborracha un poquito al salir y no derrocha demasiado. Pero si trabaja nada más que hasta las cinco, está borracho todas las noches y una se queda sin dinero para la casa. Es la esposa del obrero la que sufre la reducción del horario.»
-¿Quieres un poco más de caldo? -le preguntaba su mujer.
-No, muchísimas gracias, aunque está muy bueno.
-Toma un poquito más, ¿no?
-Prefiero un whisky con soda.
-No te sentará bien.
-Ya lo sé. Me hace daño. Cole Porter escribió la letra y la música de eso: te estás volviendo loca por mí.
-Bien sabes que me gusta que bebas, pero...
-¡Oh! Sí, ya lo sé: sólo que me sienta mal.
«Cuando se vaya -pensó-, tendré todo lo que quiera. No todo lo que quiera, sino todo lo que haya.» ¡Ay! Estaba cansado. Demasiado cansado. Iba a dormir un rato. Estaba tranquilo porque la muerte ya se había ido. Tomaba otra calle, probablemente. Iba en bicicleta, acompañada, y marchaba en absoluto silencio por el empedrado...
No, nunca escribió nada sobre París. Nada del París que le interesaba. Pero ¿y todo lo demás que tampoco había escrito?
¿Y lo del rancho y el gris plateado de los arbustos de aquella región, el agua rápida y clara de los embalses de riego, y el verde oscuro de la alfalfa? El sendero subía hasta las colinas. En el verano, el ganado era tan asustadizo como los ciervos. En otoño, entre gritos y rugidos estrepitosos, lo llevaban lentamente hacia el valle, levantando una polvareda con sus cascos. Detrás de las montañas se dibujaba el limpio perfil del pico a la luz del atardecer, y también cuando cabalgaba por el sendero bajo la luz de la luna. Ahora recordaba la vez que bajó atravesando el monte, en plena oscuridad, y tuvo que llevar al caballo por las riendas, pues no se veía nada... Y todos los cuentos y anécdotas, en fin, que había pensado escribir.
¿Y el imbécil peón que dejaron a cargo del rancho en aquella época, con la consigna de que no dejara tocar el heno a nadie? ¿Y aquel viejo bastardo de los Forks que castigó al muchacho cuando éste se negó a entregarle determinada cantidad de forraje? El peón tomó entonces el rifle de la cocina y le disparó un tiro cuando el anciano iba a entrar en el granero. Y cuando volvieron a la granja, hacía una semana que el viejo había muerto. Su cadáver congelado estaba en el corral y los perros lo habían devorado en parte. A pesar de todo, envolvieron los restos en una frazada y la ataron con una cuerda. El mismo peón los ayudó en la tarea. Luego, dos de ellos se llevaron el cadáver, con esquíes, por el camino, recorriendo las sesenta millas hasta la ciudad, y regresaron en busca del asesino. El peón no pensaba que se lo llevarían preso. Creía haber cumplido con su deber, y que yo era su amigo y pensaba recompensar sus servicios. Por eso, cuando el alguacil le colocó las esposas se quedó mudo de sorpresa y luego se echó a llorar. Ésta era una de las anécdotas que dejó para escribir más adelante. Conocía por lo menos veinte anécdotas parecidas y buenas y nunca había escrito ninguna. ¿Por qué?
-Tú les dirás por qué -dijo.
-¿Por qué qué, querido?
-Nada.
Desde que estaba con él, la mujer no bebía mucho. «Pero si vivo -pensó Harry-, nunca escribiré nada sobre ella ni sobre los otros.» Los ricos eran perezosos y bebían muchísimo, o jugaban demasiado al backgammon. Eran perezosos; por eso siempre repetían lo mismo. Recordaba al pobre Julián, que sentía un respetuoso temor por todos ellos, y que una vez empezó a contar un cuento que decía: «Los muy ricos son gente distinta. No se parecen ni a usted ni a mí.» Y alguien lo interrumpió para manifestar: «Ya lo creo. Tienen más dinero que nosotros.» Pero esto no le causó ninguna gracia a Julián, que pensaba que los ricos formaban una clase social de singular encanto. Por eso, cuando descubrió lo contrario, sufrió una decepción totalmente nueva.
Harry despreciaba siempre a los que se desilusionaban, y eso se comprendía fácilmente. Creía que podía vencerlo todo y a todos, y que nada podría hacerle daño, ya que nada le importaba.
Muy bien. Pues ahora no le importaba un comino la muerte. El dolor era una de las pocas cosas que siempre había temido. Podía aguantarlo como cualquier mortal, mientras no fuese demasiado prolongado y agotador, pero en esta ocasión había algo que lo hería espantosamente, y cuando iba a abandonarse a su suerte, cesó el dolor.
Recordaba aquella lejana noche en que Williamson, el oficial del cuerpo de bombarderos, fue herido por una granada lanzada por un patrullero alemán, cuando él atravesaba las alambradas; y cómo, llorando, nos pidió a todos que lo matásemos. Era un hombre gordo, muy valiente y buen oficial, aunque demasiado amigo de las exhibiciones fantásticas. Pero, a pesar de sus alardes, un foco lo iluminó aquella noche entre las alambradas, y sus tripas empezaron a desparramarse por las púas a consecuencia de la explosión de la granada, de modo que cuando lo trajeron vivo todavía, tuvieron que matarlo, «¡Mátame, Harry! ¡Mátame, por el amor de Dios!» Una vez sostuvieron una discusión acerca de que Nuestro Señor nunca nos manda lo que no podemos aguantar, y alguien exponía la teoría de que, diciendo eso en un determinado momento, el dolor desaparece automáticamente. Pero nunca se olvidaría del estado de Williamson aquella noche. No le pasó nada hasta que se terminaron las tabletas de morfina que Harry no usaba ni para él mismo. Después, matarlo fue la única solución.
Lo que tenía ahora no era nada en comparación con aquello; y no habría habido motivo de preocupación, a no ser que empeorara con el tiempo. Aunque tal vez estuviera mejor acompañado.
Entonces pensó un poco en la compañía que le hubiera gustado tener.
«No -reflexionó-, cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado demasiado tarde, no puede tener la esperanza de volver a encontrar a la gente todavía allí. Toda la gente se ha ido. La reunión ha terminado y ahora has quedado solo con tu patrona. ¡Bah! Este asunto de la muerte me está fastidiando tanto como las demás cosas.»
-Es un fastidio -dijo en voz alta.
-¿Qué, queridito?
-Todo lo que dura mucho.
Harry miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se había recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su cara de agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella tenía sueño. Oyó también que la hiena hacía ruido algo más allá del límite del fuego.
-He estado escribiendo -dijo él-, pero me cansé.
-¿Crees que podrás dormir?
-Casi seguro. ¿Por qué no vas adentro?
-Me gusta quedarme sentada aquí, contigo.
-¿Te encuentras mal? -le preguntó a la mujer.
-No. Tengo un poco de sueño.
-Yo también.
En aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.
-Te aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad -le dijo más tarde.
-Nunca has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.
-¡Dios mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?
Porque en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del catre y su aliento llegaba hasta la nariz de Harry.
-Nunca creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo podrían ser dos policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico ancho como el de la hiena.
Ahora avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio, simplemente.
-Dile que se marche.
No se fue, sino que se acercó aún más.
-¡Qué aliento del demonio tienes! -le dijo a la muerte-. ¡Tú, asquerosa bastarda!
Se acercó otro poco y él ya no podía hablarle, y cuando la muerte lo advirtió, se aproximó todavía más, mientras Harry trataba de echarla sin hablar; pero todo su peso estaba sobre su pecho, y mientras se acuclillaba allí y le impedía moverse o hablar, oyó que su mujer decía:
-Bwana ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con cuidado.
No podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte, sentada sobre su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta respirar.
Y entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente bien ya que el peso dejó de oprimirle el pecho.

Ya era de día y habían transcurrido varias horas de la mañana cuando oyó el aeroplano. Parecía muy pequeño. Los criados corrieron a encender las hogueras, usando kerosene y amontonando la hierba hasta formar dos grandes humaredas en cada extremo del terreno que ocupaba el campamento. La brisa matinal llevaba el humo hacia las tiendas. El aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura, y luego planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba el viejo Compton, con pantalones, camisa de color y sombrero de fieltro oscuro.
-¿Qué te pasa, amigo? -preguntó el aviador.
-La pierna -le respondió Harry-. Anda mal. ¿Quieres comer algo o has desayunado ya?
-Gracias. Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces, y como hay sitio para uno solo, no podré llevar a la memsahib. Tu camión está en el camino.
Helen llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más animado que antes.
-Te llevaré en seguida -dijo-. Después volveré a buscar a la mem. Lo único que temo es tener que detenerme en Arusha para cargar combustible. Convendría salir ahora mismo.
-¿Y el té?
-No importa; no te preocupes.
Los peones levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes tiendas hasta el avión, pasando entre las hogueras que ardían con todo su resplandor. La hierba se había consumido por completo y el viento atizaba el fuego hacia el pequeño aparato. Costó mucho trabajo meter a Harry, pero una vez que estuvo adentro se acostó en el asiento de cuero, y ataron su pierna a uno de los brazos del que ocupaba Compton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente, mientras Compie vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los jabalíes. Así, a trompicones atravesaron el terreno, entre las fogatas, y alzaron vuelo con el último choque. Harry vio a los otros abajo, agitando las manos; y el campamento, junto a la colina, se veía cada vez más pequeño: la amplia llanura, los bosques y la maleza, y los rastros de los animales que llegaban hasta los charcos secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras, ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas reducidas a puntos, parecían subir mientras el avión avanzaba a grandes trancos por la llanura, dispersándose cuando la sombra se proyectaba sobre ellos. Cada vez eran más pequeños, el movimiento no se notaba, y la llanura parecía estar lejos, muy lejos. Ahora era grisamarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y las bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, y después, de nuevo los bosques tupidos y las colinas que se veían casi chatas. Después, otra llanura, caliente ahora, morena, y púrpura por el sol. Compie miraba hacia atrás para ver cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras montañas.
Por último, en vez de dirigirse a Arusha, dieron la vuelta hacia la izquierda. Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el combustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de unas ventiscas que aparecen de improviso, y entonces supo que eran las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir. Parecían dirigirse hacia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron en medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la impresión de estar volando a través de una cascada, hasta que salieron de ella. Compie volvió la cabeza sonriendo y señaló algo. Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí adonde iba.
En aquel instante, la hiena cambió sus lamentos nocturnos por un sonido raro, casi humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estremeció de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su sueño, se veía en la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se portó con mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que ella se despertó y por un momento, llena de temor, no supo dónde estaba. Luego tomó la linterna portátil e iluminó el catre que le habían entrado después de dormirse Harry. Vio el bulto bajo el mosquitero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna, que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó más.
-¡Molo! -llamó-. ¡Molo! ¡Molo!
Y después dijo:
-¡Harry! ¡Harry! -Y levantando la voz-: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo ruego! ¡Oh, Harry!
No hubo respuesta y tampoco lo oyó respirar. Fuera de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que la despertó. Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.





1938